domingo, 28 de junio de 2015

La historia es la Historia de la Libertad

La historia es la
Historia de la Libertad


Por Javier Paredes
Titular de Historia Contemporánea
Universidad de Alcalá
Por honradez intelectual he de manifestar que el
título con el que he encabezado este artículo lo he tomado prestado; dichas palabras están entresacadas de un texto de Gonzalo Redondo, quien a su vez parafrasea a lord Acton, según él mismo indica en uno de sus últimos trabajos , sin duda uno de los libros más importantes en la historiografía de los últimos años. Y si he elegido estas palabras, no ha sido porque la frase sea brillante o rotunda -que evidentemente lo es-, si lo he hecho así es sobre todo por no haber encontrado hasta ahora una definición más concisa y precisa como ésta: la Historia es la historia de libertad.

Sin duda, la larga introducción -127 páginas de apretadas líneas- de este libro al que me referí en el párrafo anterior está escrita con agudeza y claridad notables. Resulta tan difícil parafrasear sus definiciones sin cambiar su mensaje, ya que en todas ellas además de no sobrar ni faltar ninguna palabra se usan de un modo muy preciso, que es preferible citar textualmente: La Historia -sostiene Redondo- es el estudio y correspondiente comprensión de la libertad del hombre, pues el objeto propio de la Historia es el estudio de los actos humanos, y no hay acto humano sin libertad. También corresponde a la Historia el análisis de la acción libre del hombre ante lo que se presenta como imperado, ya sean los actos que se derivan de naturaleza animal -los que suelen denominarse actos biológicos o actos del hombre- o de los que guardan relación con la influencia que sobre él ejercen los demás hombres o cosas que le rodean y con los que mantiene un obligado contacto y trato. (...) La Historia es la historia de libertad. Es la historia del progresivo conocimiento que el hombre tiene de lo que es su libertad; de la progresiva querencia de su libertad; de los esfuerzos humanos por la ampliación progresiva del marco en que el hombre pueda vivir su libertad .

Sostener que la Historia es la historia de la libertad equivale a adoptar una posición, califíquese a ésta como se quiera: doctrinal, ideológica, intelectual o filosófica. Y en principio, no parece que sea ilegítimo hacerlo. Salvo que se juzgue conveniente emprender el recorrido histórico de un modo errático, habrá que servirse de algunos puntos de referencia. Así pues, resulta que siempre hay que tomar postura, porque en el núcleo del objeto de la Historia se encuentra inevitablemente la libertad. Y para poder conceptuar la noción de libertad es imprescindible creer en ella, tomar postura aunque sea por una determinada especie de libertad, se apellide ésta como cada uno lo crea conveniente.

Claro que esto obliga a definir en qué libertad cree cada uno; o si se quiere, por estar indisolublemente unido, qué concepción del hombre se encuentra en las categorías mentales de cada historiador. Esto es, si el investigador concibe al hombre como individuo, como parte de un colectivo o como persona. Sin duda, de comprender al hombre de uno de estos tres modos se hará una Historia u otra. Pues bien, a definir todos estos conceptos dedicaremos las próximas páginas.

Junto con estos tres conceptos habrá que analizar también el ámbito sobre el que opera la libertad, que no es otro que esa herencia recibida que los hombres en uso del libre albedrío pueden rechazar frontalmente, transformarla o conservarla intacta. Semejante exigencia dirigirá nuestra atención hacia las nociones de tradición y tradicionalismo.

1.- Los presupuestos ideológicos de las sociedades contemporáneas.

Frente al corporativismos del Antiguo Régimen, a finales del siglo XVIII se formularon unas nuevas propuestas de organización social. En términos generales, se puede afirmar que tras el ensayo del individualismo decimonónico, se recurrió a la experiencia colectivista del siglo XX. En definitiva, si intentaron organizar dos modelos de sociedad, que partían de unas determinadas maneras de entender lo que era el hombre.

En nuestra cultura occidental sólo caben tres posibilidades o tres modos de autocomprenderse el hombre: o uno se sabe persona, o individuo o partícula de un colectivo. Por lo tanto, nos detendramos a analizar estas tres concepciones del hombre pero de un modo conjunto, porque la descripción de cada una ellas nos servirá mejor para entender las otras dos. La razón es bien sencilla, en buena medida las propuestas que cada una hace de como se debe entender al hombre son a la vez la negación de lo que proponen las otras.

Por lo demás, este es el debate crucial de nuestro mundo contemporáneo. Y en él las diferencias son tan importantes, como en algunos casos irreconciliables, desde un punto de vista teórico. Que esas diferencias deriven a veces en radicalismos que levanten -por desgracia- la bandera de la intolerancia y de la exclusión es cuestión tan lamentable como antigua, y en la que no es caso entrar en este momento. Baste decir, que las tres concepciones mencionadas, en las que cabe matizar todo lo que se quiera, invitan necesariamente a la elección. Y, naturalmente, las consecuencias que se derivan de adoptar una u otra concepción engendran mundos bien distintos y en ocasiones antagónicos.

Procedamos, pues, a definir cada una de estas tres concepciones, no sin antes hacer una advertencia sobre el estilo con el que se redactan las próximas páginas. Entraremos en los párrafos siguientes en las zonas próximas al pensamiento filosófico, donde el análisis discurrirá por derroteros puramente teóricos, radicales si se quiere en el sentido propio de este término porque tratan de buscar las raíces nutricias de los conceptos filosóficos. La Historia es más compleja, más humana, y por lo tanto distinta, por cuanto el hombre -su protagonista- no es un ente de razón. Ahora bien, no cabe duda que su comportamiento obedece a pautas teóricas, que no hay modo de expresarlas más que de una forma descarnada, teórica o radical, según se la quiera llamar.

2.- El individualismo

Como es sabido, la concepción del hombre como individuo se gesta a través de un largo proceso cultural, que culmina y triunfa políticamente en el siglo XIX, con la implantación del sistema liberal, o si se quiere en beneficio de una mayor precisión con el asentamiento de la ideología liberal-progresista, a la que igualmente se puede uno referir con la designación de la cultura de la Modernidad.

Pues bien, autocomprenderse como individuo exige la aceptación de los siguientes presupuestos:

a.- El hombre es un ser autónomo e independiente, y por lo tanto se puede dar a sí mismo sus propias leyes sin necesidad de consultar a instancias superiores, por la sencilla razón de que no se admite la existencia de esas instancias.

b.- El hombre-individuo no recibe de nadie su naturaleza, pues se hace en la constante realización de actos libres; o si se quiere, la naturaleza del individuo se identifica con la libertad, lo que equivale a afirmar que el hombre es libertad, no que tenga libertad. Matiz éste último, que los filósofos consideran definitivo y diferenciador.

c.-Si el hombre-individuo, en principio no es nada, puesto que su esencia es la libertad y su naturaleza consiste en ser pura posibilidad en el origen, en consecuencia se realizará en el tiempo al compás de la ejecución de sus propios actos. Y en total concordancia con lo anterior, no admitirá ninguna responsabilidad que le frene en la acción, puesto que cree realizarse en mayor grado, como hombre, en la medida que realice un mayor número de actos.

d.-Al mismo tiempo, el hombre-individuo actúa con la seguridad de que haga lo que haga nunca se equivoca -de otro modo, el temor al fracaso restringiría su activismo-, dado que parte del principio de que la Humanidad camina, indefectiblemente, hacia el progreso.

Entre historiadores, pocos como Gonzalo Redondo se han ocupado con tanta agudeza de esta cuestión. La cita literal de esta autor es obligada y casi inevitable, pues no es posible alterar una línea sin cambiar las nociones que se quieren expresar: En la autocomprensión del hombre como individuo se opera un cambio sencillamente capital. Pues el hombre llega a pensarse como puro ámbito de incomunicabilidad -precisamente uno de los elementos constitutivos de la persona-; pero nada más que como dicho ámbito incomunicable. Ni depende de nadie, ni tiene obligaciones respecto a nadie. A lo más, en el mejor de los casos, cabría admitir una dependencia inicial, creativa; pero en modo alguno una dependencia actual y constante. La negación -o la inoperatividad- de la relación originaria, el rechazo de un Creador implica de forma obligada el rechazo de la naturaleza inmutable y de la similitud de su naturaleza con la de los demás hombres.

En consecuencia, la libertad -vinculada a la naturaleza en el caso del hombre-persona, aunque distinta de tal naturaleza- viene de alguna forma a ocupar el lugar de esa naturaleza negada. Por más que no exactamente. Pues el hombre, cuando se entiende como individuo, elimina la libertad como medio de desarrollar su naturaleza -de ser cada vez más íntegramente persona- y pasa a considerarse como haz apretado de múltiples actos libres: actos libres, sin embargo, de obligada realización por cuanto justamente al realizarlos "se realiza", llega a ser real el hombre. Pues previamente no es nada. El hombre como individuo es un simple e inevitable fieri.

Como consecuencia derivada de los planteamientos anteriores, la sociedad compuesta de este tipo de hombres no puede ser otra que el caos -dicho sin ningún tono peyorativo-. Me refiero al caos de la sociedad en sentido propio, por cuanto el hombre-individuo rechaza de plano cualquier ordenación previa, tanto en el orden personal como social. En pura lógica, en la cultura de la Modernidad, por no admitirse ninguna norma superior o exterior que establezca una mínima homogeneidad, con valor universal entre sus componentes, por cuanto se concibe al individuo como un ser radicalmente autónomo, el conjunto no puede ser un sumando por tratarse de cantidades heterogéneas.

En esta línea de pensamiento, en la que queda excluida la norma superior y transcendente al hombre, no pueden acampar las verdades universales e inmutables , admitidas por todos los hombres sobre la base de poseer una misma naturaleza común, como sostiene el hombre-persona. Así las cosas, las verdades inmutables se sustituyen por una concepción dialéctica, en la que la verdad sólo lo es de un modo coyuntural, por reconocerla sólo categorías sociológicas.

En consecuencia, la teoría del conocimiento de este sistema desplazará a la verdad, para que ocupe su lugar la opinión. Según René Rémond, es justamente su teoría del conocimiento lo que permite calificar al liberalismo como una filosofía: El liberalismo cree en el descubrimiento progresivo de la verdad por la razón individual. La mente individual debe buscar la verdad y se desprenderá entonces poco a poco, por la confrontación de pareceres, una verdad común y variable. Una vez establecida esta verdad se la podrá desbancar por otra y el proceso se podrá repetir cuando veces se considere oportuno, puesto que se opera en el reino, no de la verdad, sino de la opinión.

Por su parte, -sostiene Redondo- la consecuencia última y no sorprendente de este planteamiento es el rechazo, por parte del hombre-individuo, de toda responsabilidad posible, por cuanto cualquier responsabilidad que se le pudiera imponer (incluso como consecuencia de uno de los actos libres a realizar obligadamente) implicaría una limitación en el momento siguiente de su actuar. En ese momento siguiente podría hacer todo, menos precisamente aquello a lo que ya hubiera quedado vinculado. Al irle la realización de su vida de la plenitud de un hacer siempre libre, no puede correr el riesgo de quedar ligado a nada. Cualquier ligazón, cualquier responsabilidad implicaría una disminución en su ser hombre.

3.- El colectivismo.

La realidad social y política mostró la imposibilidad de establecer cualquier tipo de organización social armónica, a base de yuxtaponer elementos incomunicables. Esto fue lo que forzó el cambio de rumbo de las sociedades liberales, en torno a la segunda mitad del siglo pasado. Por entonces, se dejó ver en toda su crudeza la contradicción intrínseca de la ideología liberal-progresista. La convivencia y el orden fueron imposibles entre individuos radicalmente libres. Comenzó, entonces, a admitirse como una posible solución al conflicto la afirmación de que el individuo era sólo la parte de un todo. Quedaba así planteada la conexión y, en definitiva, la vía abierta a la evolución del individualismo hacia el colectivismo.

Al igual que el hombre-individuo, el hombre-colectivo en origen no es nada, por lo que igualmente es preciso negar el concepto de creación divina. Ahora bien, así como anteriormente veíamos que el hombre-individuo se realizaba en la ejecución de una serie de actos libres, el hombre-colectivo encuentra esa misma realización en el conjunto de obligaciones que debe asumir o de necesidades que se le imponen para que llegue a ser.

En el caos del hombre-colectivo, -seguimos de nuevo a Redondo- la radicalización de sus presupuestos nos permite ver que las necesidades aludidas tienen dos notas que las configuran. Son primero, necesidades de un orden estrictamente natural. Eliminando en este planteamiento (y esta eliminación es obligación imperiosa) todo resto de sentido transcendente, cabrá entender tantas necesidades definitorias como puntos de vista desde los que sea considerado lo natural humano: necesidad que se deriva del puesto que el hombre ocupa en el proceso productivo de bienes materiales; o necesidad en razón de su vinculación a una raza; o bien -tercera posibilidad, aunque no última-, necesidad en cuanto manifestación de lo que la colectividad sienta de forma instintiva. En cualquier caso, todas estas necesidades proclamadas hacen patente su común raíz natural, materialista.

La segunda nota que afecta a esta necesidad imperada es que -sea cual sea- se presentará al hombre como la norma, pauta o ley a la que obligadamente ha de sujetarse si es que quiere algún día llegar a ser dentro del colectivo (y permitir así que este mismo colectivo sea). La norma transcendente que afectaba al hombre como persona, se ha transformado en norma inmanente; y, como tal, de más rígido e inexorable acatamiento. Tanto es así, que se le podrá compelir a que la cumpla, a que acate la necesidad proclamada. Y todo procedimiento será bueno para obligar al hombre-colectivo a esta aceptación. Incluso, si es preciso, la eliminación física en razón de su condición de partícula asocial que se opone al crecimiento armónico del gran todo colectivo.

Fue a partir del período de entreguerras cuando se aplicó en todo su rigor la interpretación colectivista. Dicha concepción, en sus distintas modalidades políticas, coincidieron en anular a la persona, por considerar sólo objeto de su interés lo colectivo: la clase, la nación, la raza, el partido y, en definitiva, el Estado. En beneficio de la unidad, la intolerancia agostó el pluralismo, por cuanto la verdad dejó de ser la meta a la que se debería tender objetiva e imparcialmente, para convertirse en una fórmula, dictada oficialmente desde el poder, y ante la que no cabía más actitud que la del acatamiento.

Se había llegado así a la culminación de un proceso cultural, que por entonces sólo entendía de soluciones absolutas y definitivas: el Reich nazi de los mil años, o el sempiterno y universal comunismo de Rusia. Sería excesivo y falso atribuir toda la responsabilidad a personajes individualizados como Hitler o Stalin; en algún sitio he escrito que ni el primero fue un loco que engañó a muchos cuerdos, ni el segundo un tirano sin cómplices. Europa, en su debilidad, les dejó hacer, afectada parte de ella como estaba de los mismos principios filosóficos, que en aquellos años se hicieron realidad política con la mayor crudeza y radicalismo imaginables.

4.- La concepción del hombre como persona.

Se suele calificar a la persona -utilizo una vez más párrafos de la comunicación de Gonzalo Redondo en el Congreso Internacional sobre Las individualidades en la Historia- mediante dos notas determinantes: la persona es un ámbito de incomunicabilidad -es ella y no otra-; y a la vez, por paradoja, obligadamente comunicable. Se es persona en la relación de donación, en la transcendencia, en el salir de sí.

Cuando el hombre se autoentiende como persona, se sabe en posesión de una naturaleza inmutable -el ámbito de incomunicabilidad que le hace precisamente hombre y no otra cosa- y a la vez dotado de una libertad -en unión íntima con la naturaleza indicada, pero distinta de ella- mediante la cual se relaciona con todo lo demás que existe en torno a él: Dios y el mundo.

Por cuanto no se da el hombre la naturaleza a sí mismo -no se puede dar el ser cuando aún no es-, el hombre como persona entiende que la naturaleza de que dispone es recibida. El hombre puede participar, colaborar, en la producción de la naturaleza del otro; pero no crear a se la naturaleza propia ni la ajena. La identidad esencial que tan fácilmente se capta entre las naturalezas de los distintos hombres permite deducir -y se ha de disculpar lo sintético del razonamiento- un Creador común para todas ellas -Dios- y una ordenación básica -común también- que afecta por igual a todos los hombres: ley, norma, pauta, etc.

En consecuencia, frente a la concepción individualista, la persona se sabe criatura y por lo tanto se considera un ser dependiente de Dios, su creador, a quien debe su existencia. Y a la vez que reconoce que su naturaleza es recibida, percibe esa identidad esencial en el resto de los demás hombres; o lo que es lo mismo, descubre la existencia de un Creador común para todos. La deducción es inmediata: existe, también, una ley común para todos. Por tanto, y frente a los planteamientos de la cultura de la Modernidad, que afirman que el hombre es libertad, la persona sostiene que "tiene" libertad, no que su esencia, que su naturaleza en definitiva sea la libertad.

Pues bien, autocomprenderse como persona equivale a asumir que se tiene una libertad posible, ni omnímoda ni radical, y que por lo tanto se pueden realizar actos propios, a los cuales queda ligada la persona y obligada en virtud de la responsabilidad. En este sentido, se afirma que la persona es agente de la Historia, por cuanto en la aceptación o modificación de la herencia recibida ella misma, en su actuar libre, se incorpora al curso de la Historia y se engancha a ella por medio de unas realizaciones, que siendo suyas, no se confunden con ella, es decir con su naturaleza como sucedía en ese fieri del hombre individuo.

Por otra parte, autocomprenderse como persona implica que tampoco el hombre se disuelve en el colectivo, al tener que acatar una norma impuesta desde la inmanencia y expresada en sus términos precisos por hombres bien concretos, que por lo demás suelen utilizar métodos más drásticos que el de la simple persuasión o el debate intelectual. La persona se guía por medio de su conciencia, es decir su capacidad de conocer y de poner en práctica lo común a todos los hombres desde su individualidad. En consecuencia, la concepción del hombre como persona implica que sus derechos fundamentales emanan de su naturaleza y son invariables, sin que haya necesidad de que autoridad política alguna se los conceda por cuanto ya los posee, cosa distinta es que que dicha autoridad se los reconozca y los proteja.

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1 Historia de la Iglesia en España 1931-1939. Tomo I. La Segunda República 1931-1936. Madrid 1993. Editorial Rialp

2 Redondo, G.; Historia de la Iglesia... Tomo I. Ob. cit., Pp. 15-16.

3 : Redondo, Gonzalo. La persona agente de la Historia en Las individualidades en la Historia. Actas de las II Conversaciones Internacionales de Historia. Pamplona 1985.

 http://www.mercaba.org/FICHAS/arvo.net/la_historia_es_la_historia_de_la.htm

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