Homenaje a don Juancito Rodríguez García:
NOVIEMBRE Y NUESTRA ETERNA
INGRATITUD
Escrito
por: José Tobías Beato
Nov
27, 2010
mediaisla.net
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Sea un aniversario más de la muerte de
Juancito Rodríguez, así como las de las hermanas Mirabal y su chofer Rufino, de
su tía Lalía, ocasión para honrarlos y meditar sobre sus sacrificios.
Si no recordamos, repetiremos la historia. Si
no valoramos a quienes se han sacrificado por nosotros, más temprano que tarde
estaremos nuevamente en manos de tiranos. Estamos en este último camino, por
desmemoriados e ingratos. Hace un par de años en el Ayuntamiento de la ciudad
de la Vega se armó tremendo barullo: un tal que prefiero ni nombrar, de la
bancada del Partido Reformista que fundara el inefable doctor Balaguer décadas
atrás, propuso que la avenida que lleva el nombre de José Horacio Rodríguez le
fuera cambiado el nombre por el de su otrora jefe político, ya muerto. La razón
de ello: las grandes obras realizadas por el ilustre doctor.
Sin
dejar de aquilatar la vasta obra constructiva de Balaguer y otras cosas
positivas, como su sentido del ahorro y su negativa a tomar préstamos
innecesarios, hay otra fase del gobernante que tampoco puede soslayarse: fue
hombre clave de la Era de Trujillo, que mantuvo a la muerte de éste, el régimen
intacto. Y que legalizó muchas de las truhanerías y trastadas de Trujillo
contra sus opositores.
¿Y quién fue José Horacio? Un egresado de
Harvard, que pudiendo radicarse sin más en cualquier país o gran corporación,
se entrenó en Cuba, y vino en la invasión que a partir del 14 de junio de 1959
puso a temblar los cimientos del régimen trujillista, invasión que encendió la
mecha de la lucha del pueblo dominicano por su libertad, pese a que fuera un
fracaso militar. José Horacio entró por Maimón el 20 de junio en la lancha llamada
“Carmen Elsa”. Murió asesinado. Aún vive alguno que otro de los
responsables de su muerte, tranquilos y hasta millonarios.
Pero aún hay más. Era hijo del que fuera
probablemente el hombre más rico de la República Dominicana, al menos en los
tres primeros lustros de la Era de Trujillo, “Era” que, como se sabe, alcanzó
casi treinta y dos años: el general Juan Rodríguez García, más conocido como
Juancito Rodríguez o más brevemente como Don Juan. Nacido en 1886, fue dueño de
fincas sembradas de plátanos, de cacao y extensos naranjales, así como de un
ganado de razas selectas, ambicionado por Trujillo. Su esposa era María
Vásquez López, por lo que naturalmente era partidario de Horacio Vásquez, el
gobernante que protegió y encumbró a Trujillo, y a quien éste traicionó dándole
un golpe de estado de los más fríos e hipócritas de toda la historia mundial.
Entonces, Don Juan, chantajeado y temeroso de los suyos, se plegó inicialmente
al régimen aceptando una senaduría.
Pero a
poco asomaron las contradicciones. Juancito era hombre íntegro. Cuando el 30 de
octubre de 1936 en la Cámara de Diputados se destituyó deshonrosamente a su
presidente, acusado de una conspiración inexistente contra Trujillo, Juancito
se negó a firmar el acta acusadora. Miguel Ángel Roca, que se había
mantenido en el puesto en los dos primeros períodos de Trujillo, asqueado de la
dictadura, había escrito unos anónimos contra el tirano. Fue encarcelado y
luego muerto por uno de los generales más sanguinarios del régimen: José
Estrella, quien admitió el crimen y fue condenado por ello el 19 de diciembre
de 1940 (José de Galíndez, La Era de Trujillo, Ed. Letra Gráfica, pág. 264).
A partir de entonces, el cerco contra el
hacendado se cerró más y más. Algunos de sus peones aparecieron muertos, sus
trabajadores eran apresados por cualquier nimiedad. Sus reses robadas. Juancito
decidió exiliarse. Pero no por ello la familia dejó de ser perseguida.
Según cuenta su hija Pucha Rodríguez (reportaje de Ángela Peña en el periódico
Hoy de fecha 11 de diciembre del 2009), una noche la guardia hizo irrupción
en una de las fincas. Más de 15,000
cabezas de ganado fueron puestas en fuga. El ordeñador “Polo” y su ayudante
“Emiliano” fueron asesinados. Sabemos, naturalmente, que el ganado no se perdió
en los montes, sino que fue recogido en camiones del ejército, y fue a parar a
la Hacienda Fundación de Trujillo, su finca de descanso en San Cristóbal.
Sus hermanos fueron
apresados y torturados en la Fortaleza Ozama, o fueron confinados a la Isla
Beata. Algunos murieron por infartos o envenenados (Alcedo, Julio, Doroteo). Ya
fuera del país, Juancito aportó su fortuna a la causa antitrujillista: auspició
la invasión de Cayo Confites y luego la de Luperón, ambas fracasos
político-militares. Al final de sus días, Juancito se negaba a otro plan que no
fuera el atentado personal contra Trujillo.
El caso fue que nuestro
hombre, en bancarrota, solo, abandonado por casi todos, viendo a su enemigo
tomar acciones cada día más temerarias sin que hiciera asomos de caer (Trujillo había mandado a matar al presidente de Venezuela, Rómulo
Betancourt, intento que, aunque fracasó y generó sanciones de la OEA, en
apariencia fortaleció internamente al régimen; enfrentó la invasión de los
muchachos del 59, aniquilando a casi todos), y sabiendo al hijo de sus
entrañas —José Horacio— muerto salvajemente, ese conjunto de cosas hizo que su
fortaleza espiritual se resquebrajara y se pegó un tiro el 19 de noviembre de
1960. De modo que hace unos días se cumplieron cincuenta años de su trágica
decisión.
Y eso que no llegó a enterarse de la muerte
violenta de las tres hermanas Mirabal —Patria, Minerva, María Teresa—, apenas
unos días más tarde, el 25 de noviembre del mismo año sesenta. Esa acción
salvajemente desesperada por parte del mandamás dominicano, ha enervado los
ánimos universales en un grado tal que la ONU ha declarado ese día como “Día
Internacional de la No Violencia contra la mujer”.
Las
muchachas fueron lanzadas desde una loma, para simular un accidente, tras ser
apaleadas y ahorcadas primeramente. Junto a ellas, un humilde hombre, amigo de
la familia, que a sabiendas del peligro que corrían, quiso acompañarlas como su
chofer para ese día: Rufino de la Cruz Disla. Más aún: como en el caso de
Juancito, hay otras muertes que siguen inmediatamente a éstas: la tía de las
muchachas, Lalía Reyes, que iba inicialmente con ellas en el viaje hacia la
muerte, pero como se sintió mal a causa de problemas cardíacos de los que sufría
desde hacía tiempo, decidió quedarse en su casa reposando. Tras la tragedia la
pobre mujer se obsesionó y terminó suicidándose, otra víctima indirecta de
Trujillo (Dedé Mirabal, Vivas en su Jardín, Ed. Aguilar, pág. 201). Mientras,
Balaguer —presidente entonces— pasaba parte de las propiedades de la agobiada
familia Mirabal a uno de sus asesinos: Alicinio Peña Rivera, jefe del
Servicio de Inteligencia Militar en el Cibao.
Don Juan no supo lo cerca que estaba de ver
la caída del régimen, pues en apenas seis meses Trujillo fue ajusticiado por un
puñado de valientes. Algunos de mis familiares que trabajaron con el ilustre
luchador, cuentan que se enojaba consigo mismo, por no haber eliminado a
Trujillo en una de las múltiples ocasiones en que estuvieron solos. Una de
ellas fue la siguiente. En el año 1934 el Presidente Trujillo inauguró el
puente que en la sección de Jamo, La Vega, está sobre el río Camú, río que en
ese entonces era de aguas límpidas y caudalosas.
Jamo es un poblado pequeño de fértiles
tierras, que ha entrado en la agitada historia dominicana porque de allí era
oriunda una de las heroínas de la independencia: Juana Trinidad, más conocida
como “Juana Saltitopa”, apodo que le venía porque desde muchacha gustó de
trepar a los árboles y andar de rama en rama. Mujer de temple, domadora de
hombres, por su participación en la batalla del 30 de marzo de 1844 al frente
de un grupo de su tierra natal, fue llamada como “La coronela”. Acostumbraba
usar un pañuelo sobre la cabeza y un sablecito terciado sobre su costado
izquierdo. (Posteriormente, un aciago día de 1860 la guapa fue asesinada camino
a Santiago, la ciudad de la que había hecho su segunda patria chica. No se sabe
a ciencia cierta los motivos ni por quién, pero cabe conjeturar que aparte de
motivaciones políticas, el acto ignominioso pudo haberlo cometido algún
despechado que se sintió herido en su virilidad, acaso abofeteado públicamente
por la aguerrida mujer en alguna ocasión).
Pero volviendo a la historia de Juancito y
Trujillo. El puente recién construido fue bautizado con el nombre del abuelo
materno del presidente, Pedro Molina, que ya para ese entonces Trujillo había
iniciado la costumbre de ponerle el nombre de sus familiares cercanos a
carreteras, provincias, escuelas y a cuanto pudiera ser construido. Asistió un
público numeroso, constituido primordialmente por campesinos y sus familiares.
Se dice que entre los matorrales, agazapado, estuvo el legendario guerrillero
solitario Enrique Blanco, quien no se decidió a despacharse al “Jefe” ese día,
porque hubieran muerto demasiados inocentes.
En ese
puente trabajó con entusiasmo gente de Don Juan. Tras la inauguración, Trujillo
pasó como invitado a la casa del hacendado, en Barranca, que era conocida
simplemente como “La Casa”. El anfitrión le muestra, como gesto de cortesía sus
caballos pura sangre, e incluso invita a montar sobre uno de ellos a uno de
sus expertos jinetes, de nombre Tito Candelier, hombre de singular elegancia
física y habilidoso montador. Trujillo al verlo se entusiasma: “Ese hombre lo
necesito yo para el escuadrón de caballería”. Don Juan desestima la más que
insinuación y retiene al hombre en su puesto. Sin embargo, años más tarde, en
1938, Tito, que atendía la finca de Jamo pegada al Camú, fue tiroteado dentro
de la misma. Un camión del entonces joven empresario José —Chepe— Canaán,
lo recogió y transportó a la ciudad de Moca, en un intento de salvarle la vida,
pero fue tarde, pues al llegar allí ya el hombre estaba muerto.
Pero ese día de la inauguración del puente,
tras la exhibición de Tito Candelier, Don Juan y Trujillo se fueron solos a
unos naranjales, que eran orgullo de su propietario. Esa ocasión era la que Don
Juan lamentaba particularmente no haber aprovechado para quitar del medio al
hombre que ya era pesadilla para muchos… Sea un aniversario más de su muerte,
así como las de las hermanas Mirabal y su chofer Rufino, de su tía Lalía,
ocasión para honrarlos y meditar sobre sus sacrificios.
Basta de comportarnos como un pueblo sin
memoria y sin dignidad.
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