viernes, 26 de diciembre de 2014

Es con el hierro, no con el oro, con lo que se libera la patria

Es con el hierro, no con el oro, con lo que se libera la patria


Allá por el siglo IV a.C. Roma era una incipiente República, comprimida en el centro de la pení­nsula itálica, cuya única alternativa de crecimiento era absorber en su expansión a todos aquellos pueblos que la rodeaban. Etruscos, samnitas, ecuos y volcos acabaron durante aquella época bajo el yugo romano. Corrí­a el año 391 a.C. Roma mantení­a una situación tensa, y en ocasiones beligerante, con su vecino del norte, Etruria.
Pocos años atrás habí­a cruzado los Alpes una tribu gala, los senones para ser más concretos, comandada por un individuo peculiar, el rey Breno, el único jefe de tribus celtas que consiguió ceñirse una corona en la Galia antes de Vercingetorix. Se establecieron en la zona que después pasó a llamarse Galia Cisalpina (el actual valle del Po) sacando de allí­ a los umbrios que habitaban aquellas tierras. La ambición de Breno no se conformaba con aquel nuevo territorio. Ese mismo año, viendo la debilidad del vecindario y la posibilidad de agenciarse un botí­n rápido y cuantioso, los senones atacaron Etruria, asediando la ciudad de Clusium (Chiusi, en la Toscana) Los etruscos, sopesando el mal menor entre las dos temibles fuerzas que les aprisionaban, pidieron ayuda a Roma, ayuda que llegó a tiempo. El desencadenante de las hostilidades entre galos y romanos fue Quinto Fabio, uno de los enviados por Roma, el cual mató a uno de los lí­deres galos durante las negociaciones. Aquella vil intromisión romana, y la total ausencia de represalias por semejante injuria por parte del Senado, enojaron de tal modo al rey Breno que, sintiéndose insultado, levantó su campamento y se plantó frente a Roma.
Galos
La Urbe no tení­a por entonces al frente de sus legiones a ningún hombre enérgico. El único capaz de detener a Breno, Marco Furio Camilo, se encontraba ausente, exiliado voluntariamente en Ardea después de haber sido acusado por el tribuno de la plebe Lucio Apuleyo de malversar fondos del inmenso botí­n obtenido tras la rendición de la ciudad etrusca de Veyes. Según marca la tradición, el 18 de Julio del 390 a.C. los galos masacraron a las tropas romanas comandadas por Quinto Sulpicio en la batalla del rí­o Alia, muy cerca de Roma. Los flancos, ocupados por las tropas más inexpertas y peor equipadas, cedieron a la presión y la masa gala envolvió al grueso de la infanterí­a pesada. Los supervivientes de aquel desastre llegaron a Roma presos de pánico, encaramándose hacia el Palatino sin pensar en cerrar las puertas. Gracias a tamaña negligencia los galos entraron a sangre y fuego en las calles de Roma. Casi toda la documentación anterior a este dí­a se perdió para siempre devorada por el fuego y la barbarie. Tuvieron que pasar setecientos años para que pudiera repetirse agravio similar de manos de una horda bárbara…
Los restos de la milicia y los ciudadanos que pudieron escapar a los saqueadores se refugiaron en el Capitolio, la acrópolis de la antigua Roma, mientras los galos saqueaban el resto de la ciudad a conciencia. La Curia, gracias a la doble proeza de un intrépido mensajero, reclamó a Camilo su intervención pues consideraba al antiguo dictador como único militar capaz de sacar a los galos de Roma. La leyenda reza que los romanos desbarataron un ataque galo al Capitolio gracias al aviso del ganso del templo de Juno, desde aquel dí­a animal sagrado. Camilo sólo accedió a volver a la ciudad si era el pueblo quien lo solicitaba y le ratificaba de nuevo como dictador. Así­ fue como sucedió…
Camilo reorganizó a los fugitivos y a las tropas dispersas y, con la ayuda de su magister equitum Lucio Valerio, sorprendió y cercó a los confiados galos. Breno, viéndose atrapado por la resistencia del Capitolio y el ejército de Camilo, sin ví­veres después de varios meses de cerco y rodeado de destrucción y miseria, accedió a pactar un rescate para liberar la ciudad. Aquí­ la historia se mezcla con la leyenda. Supuestamente, el rey galo trucó las pesas que medirí­an el pago del rescate, mil libras de oro (aproximadamente 327 Kg.) Alguno de los parlamentarios del Capitolio debió de percatarse de ello y recriminarle su trampa. Breno, furioso, echó su espada a la balanza y le respondió con la famosa frase “Vae Victis!” (¡Ay de los vencidos!)
Vae Victis
Camilo, en nada conforme con acceder a pagar aquel rescate, como dictador plenipotenciario desautorizó el trato y le contestó a Breno con otra fase célebre: “Non aurum sed ferrum liberanda patria est” (Es con el hierro, no con el oro, con lo que se libera la patria). Marco Furio Camilo aplastó dí­as después a los galos y entró triunfal en Roma, siendo aclamado como pater patriae y conditor alter urbis (padre de la patria y segundo fundador de la ciudad)
La amarga jornada del 18 de Julio quedó marcada en la ciudadaní­a romana durante generaciones. Cada aniversario del saqueo los perros guardianes del Capitolio eran crucificados en castigo a su negligencia. Aquellas ejecuciones tení­an unos espectadores especiales. Los gansos del templo de Juno, los únicos que alertaron al pueblo del ataque galo, eran llevados frente a las cruces y aposentados en cojines de púrpura…
Poco más se sabe de aquel rey rudo y visceral. Se dice que murió de un coma etí­lico, voluntario o forzoso, después de ingerir una cantidad indecente de vino. Una muerte muy bárbara para el primer hombre que hizo temblar a Roma.
Colaboración de Gabriel CastellóAllá por el siglo IV a.C. Roma era una incipiente República, comprimida en el centro de la pení­nsula itálica, cuya única alternativa de crecimiento era absorber en su expansión a todos aquellos pueblos que la rodeaban. Etruscos, samnitas, ecuos y volcos acabaron durante aquella época bajo el yugo romano. Corrí­a el año 391 a.C. Roma mantení­a una situación tensa, y en ocasiones beligerante, con su vecino del norte, Etruria.
Pocos años atrás habí­a cruzado los Alpes una tribu gala, los senones para ser más concretos, comandada por un individuo peculiar, el rey Breno, el único jefe de tribus celtas que consiguió ceñirse una corona en la Galia antes de Vercingetorix. Se establecieron en la zona que después pasó a llamarse Galia Cisalpina (el actual valle del Po) sacando de allí­ a los umbrios que habitaban aquellas tierras. La ambición de Breno no se conformaba con aquel nuevo territorio. Ese mismo año, viendo la debilidad del vecindario y la posibilidad de agenciarse un botí­n rápido y cuantioso, los senones atacaron Etruria, asediando la ciudad de Clusium (Chiusi, en la Toscana) Los etruscos, sopesando el mal menor entre las dos temibles fuerzas que les aprisionaban, pidieron ayuda a Roma, ayuda que llegó a tiempo. El desencadenante de las hostilidades entre galos y romanos fue Quinto Fabio, uno de los enviados por Roma, el cual mató a uno de los lí­deres galos durante las negociaciones. Aquella vil intromisión romana, y la total ausencia de represalias por semejante injuria por parte del Senado, enojaron de tal modo al rey Breno que, sintiéndose insultado, levantó su campamento y se plantó frente a Roma.
Galos
La Urbe no tení­a por entonces al frente de sus legiones a ningún hombre enérgico. El único capaz de detener a Breno, Marco Furio Camilo, se encontraba ausente, exiliado voluntariamente en Ardea después de haber sido acusado por el tribuno de la plebe Lucio Apuleyo de malversar fondos del inmenso botí­n obtenido tras la rendición de la ciudad etrusca de Veyes. Según marca la tradición, el 18 de Julio del 390 a.C. los galos masacraron a las tropas romanas comandadas por Quinto Sulpicio en la batalla del rí­o Alia, muy cerca de Roma. Los flancos, ocupados por las tropas más inexpertas y peor equipadas, cedieron a la presión y la masa gala envolvió al grueso de la infanterí­a pesada. Los supervivientes de aquel desastre llegaron a Roma presos de pánico, encaramándose hacia el Palatino sin pensar en cerrar las puertas. Gracias a tamaña negligencia los galos entraron a sangre y fuego en las calles de Roma. Casi toda la documentación anterior a este dí­a se perdió para siempre devorada por el fuego y la barbarie. Tuvieron que pasar setecientos años para que pudiera repetirse agravio similar de manos de una horda bárbara…
Los restos de la milicia y los ciudadanos que pudieron escapar a los saqueadores se refugiaron en el Capitolio, la acrópolis de la antigua Roma, mientras los galos saqueaban el resto de la ciudad a conciencia. La Curia, gracias a la doble proeza de un intrépido mensajero, reclamó a Camilo su intervención pues consideraba al antiguo dictador como único militar capaz de sacar a los galos de Roma. La leyenda reza que los romanos desbarataron un ataque galo al Capitolio gracias al aviso del ganso del templo de Juno, desde aquel dí­a animal sagrado. Camilo sólo accedió a volver a la ciudad si era el pueblo quien lo solicitaba y le ratificaba de nuevo como dictador. Así­ fue como sucedió…
Camilo reorganizó a los fugitivos y a las tropas dispersas y, con la ayuda de su magister equitum Lucio Valerio, sorprendió y cercó a los confiados galos. Breno, viéndose atrapado por la resistencia del Capitolio y el ejército de Camilo, sin ví­veres después de varios meses de cerco y rodeado de destrucción y miseria, accedió a pactar un rescate para liberar la ciudad. Aquí­ la historia se mezcla con la leyenda. Supuestamente, el rey galo trucó las pesas que medirí­an el pago del rescate, mil libras de oro (aproximadamente 327 Kg.) Alguno de los parlamentarios del Capitolio debió de percatarse de ello y recriminarle su trampa. Breno, furioso, echó su espada a la balanza y le respondió con la famosa frase “Vae Victis!” (¡Ay de los vencidos!)
Vae Victis
Camilo, en nada conforme con acceder a pagar aquel rescate, como dictador plenipotenciario desautorizó el trato y le contestó a Breno con otra fase célebre: “Non aurum sed ferrum liberanda patria est” (Es con el hierro, no con el oro, con lo que se libera la patria). Marco Furio Camilo aplastó dí­as después a los galos y entró triunfal en Roma, siendo aclamado como pater patriae y conditor alter urbis (padre de la patria y segundo fundador de la ciudad)
La amarga jornada del 18 de Julio quedó marcada en la ciudadaní­a romana durante generaciones. Cada aniversario del saqueo los perros guardianes del Capitolio eran crucificados en castigo a su negligencia. Aquellas ejecuciones tení­an unos espectadores especiales. Los gansos del templo de Juno, los únicos que alertaron al pueblo del ataque galo, eran llevados frente a las cruces y aposentados en cojines de púrpura…
Poco más se sabe de aquel rey rudo y visceral. Se dice que murió de un coma etí­lico, voluntario o forzoso, después de ingerir una cantidad indecente de vino. Una muerte muy bárbara para el primer hombre que hizo temblar a Roma.
Colaboración de Gabriel Castelló
Imagen: Breno el Galo

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