Reelección presidencial y reforma constitucional
Es por lo anterior que la fórmula adoptada por el constituyente de 2010 es preferible al reeleccionismo sin límites de la Constitución de 1966, pero, como bien ha advertido hace tiempo Espinal, presenta el inconveniente de que “quienes hayan ejercido la Presidencia del país se resistan a ceder espacio político a nuevos líderes ya que tendrán siempre la opción de optar de nuevo por el poder”, por lo que, para algunos, “una alternativa mejor podría ser consagrar que una persona no pueda ocupar la Presidencia del país por más de dos períodos, ya que esta fórmula permite que una persona pueda reelegirse si ha tenido una gestión exitosa, dándole continuidad a su gestión gubernamental sin que exista el riesgo de la perpetuación en el poder”, al tiempo que “fomenta […] la renovación periódica del liderazgo político, ya que corta de raíz la posibilidad de que una persona pueda volver al poder una vez haya ejercido la Presidencia durante dos períodos constitucionales”.
Ahora bien, al margen de las virtudes y defectos de cada modelo de elección presidencial, es clave poder entender a cabalidad el marco jurídico de una reforma constitucional tendente al restablecimiento de la reelección presidencial en cualquiera de sus variantes, pues ello evita malentendidos casuales o deliberados que, tarde o temprano, contribuyen a que la verdad jurídica se disuelva en una Torre de Babel de lenguas incomprensibles entre sí y confusas para el público profano.
Lo primero que hay que decir es que, a la luz del artículo 210 de la Constitución, no se requiere un referendo para consultar al pueblo sobre la necesidad de una reforma para la reelección. Ello es totalmente opcional y a discreción de los poderes políticos. Lógicamente, si se efectúa tal referendo, el cual requiere previa aprobación congresual de las dos terceras partes de los presentes en ambas cámaras (artículo 210.2), el resultado es vinculante para dichos poderes: si el pueblo mayoritariamente dice que sí a la reforma planteada, entonces el Congreso Nacional se vería constreñido a hacer la reforma aprobada popularmente. Y es que “cuando el pueblo habla, no aconseja, ni sugiere, ni recomienda: decide” (Torres del Morral), en el sentido estipulado por el artículo 22.2 de la Constitución.
Pero, desde la óptica estrictamente jurídica, la reforma puede hacerse perfectamente sin consulta popular previa. Esta reforma entraría en vigor sin necesidad de un referendo aprobatorio pues el artículo 272 de la Constitución, cuando establece la lista de materias sujetas a dicho referendo, se refiere a los títulos de la Constitución cuya reforma sí obliga a referendo aprobatorio posterior, no encontrándose entre esos títulos el concerniente al Poder Ejecutivo, en el cual precisamente se dispone la prohibición de la reelección presidencial consecutiva. En este sentido, al igual que ocurre con las materias reservadas a ley orgánica, hay que interpretar restrictiva y limitativamente el referido texto constitucional, ya que, de lo contrario, en la práctica, el poder constituyente constituido de las cámaras legislativas solo podría actuar sujeto a referendo popular aprobatorio posterior, ya que casi todos los temas, de una u otra manera, resultarían estar vinculados a las materias consignadas en el referido artículo 272. De todos modos, si se entiende que es exigible este referendo, no se requiere ley previa que lo regule, pues los textos constitucionales que lo consagran son auto ejecutorios y de eficacia directa e inmediata.
Ahora bien, tanto la ley que declara la necesidad de la reforma como la propia Constitución reformada pueden ser objeto de una acción directa en inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional por vicios de forma. Esta impugnación podría proceder también por razones sustanciales si, por ejemplo, se reestablece la reelección presidencial indefinida, la cual vulneraria el principio republicano que forma parte de la cláusula de intangibilidad (artículo 268). La Suprema Corte de Justicia no ha admitido, sin embargo, que se pueda cuestionar la Constitución reformada (S.C.J. Sentencia No. 1. 1 de agosto de 2002. B.J. 1011 y S.C.J. 19 de mayo de 2010) y, en el caso de la cláusula pétrea, la doctrina encabezada por Milton Ray Guevara y Nassef Perdomo le niega todo valor vinculante. En todo caso, lo que sí es totalmente improcedente e infundado son los amparos interpuestos por particulares contra la eventual reforma pues no hay tal “derecho fundamental” a que la Constitución no se reforme. Tampoco procedería, en principio, una consulta sobre la reforma al Tribunal Constitucional, ya que la normativa vigente tan solo contempla el control preventivo de la constitucionalidad de los tratados internacionales.
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