El mito del progreso
“La visión de un salvaje desnudo en su tierra nativa es un hecho que nunca se olvida. Nunca olvidaré el asombro que sentí al ver por primera vez una partida de fueguinos en una orilla indómita y agreste, puesto que de inmediato me vino a la mente la reflexión de que aquellos eran nuestros antepasados. Aquellos hombres iban desnudos y embadurnados con pinturas; su largo pelo estaba enmarañado; echaban espuma por la boca de excitación y su expresión era salvaje, asustada y desconfiada. Apenas disponían de artes y como animales salvajes, vivían de lo que capturaban; no tenían gobierno y se hallaban a merced de cualquier otro que no perteneciera a su pequeña tribu.”
Charles Darwin
Y
dado que la innovación y el progreso se consideraban algo inevitable y
muy deseable por parte de los evolucionistas del siglo XIX, la etiqueta
civilización anunciaba a bombo y platillo la superioridad, moral,
institucional, intelectual y tecnológica de los mismos que la inventaron
e hicieron de ella la piedra angular de unos esquemas evolutivos que lo
abarcaban todo.
Puede
que los fueguinos que Darwin vio no tuvieran una forma de gobierno en
el sentido que entonces imperaba en Europa, pero ciertamente disponían
de medios complejos y efectivos para regular su vida social y política.
No hay nada teleológico en la evolución cultural, ni existe nada
inevitablemente universal en la aparición de las civilizaciones o de
cualquier otro tipo de orden social, y nada que distinga a una cultura
como superior en términos creativos o morales respecto al resto.
La promesa del paraíso
En
nuestra cultura occidental la fe en el progreso perpetuo nace del
cristianismo, al crear esta religión la promesa de un mundo mejor (el
paraíso), tras la muerte, una ficción de redención y salvación para los
elegidos, para los que tienen fe en Dios; esta visión sustituye a la
idea del eterno retorno, una teoría cíclica del tiempo y de los
movimientos rítmicos muy enlazada con la realidad (el día y la noche,
las estaciones, los ciclos de la luna…).
Pese
a determinados acontecimientos del siglo XX, la mayoría de los que
viven dentro de la tradición cultural occidental sigue creyendo en el
ideal victoriano del progreso. Es la fe sucintamente descrita por el
historiador Sidney Pollard en 1968 como “la creencia de que existe un
patrón de cambio en la historia de la humanidad […] constituida por
cambios irreversibles orientados siempre en un mismo sentido, y que
dicho sentido se encamina a mejor”.
Disquisición sobre el mito del progreso
“El
mito es una ordenación del pasado, real o imaginario, en patrones que
refuerzan los valores y aspiraciones más profundos de una cultura […].
De ahí que los mitos vayan tan cargados de sentido, que somos capaces de
vivir y morir por ellos. Son como las cartas de navegación de las
culturas a través del tiempo”
Así,
para reflexionar sobre la noción de progreso que tienen las sociedades
occidentales, debemos de entender que es una noción que se basa en la
separación entre cultura y naturaleza, y que ha contribuido a construir
una esfera social, tecnológica y económica que ignora el funcionamiento
de los sistemas naturales y crece, como un tumor, a costa de ellos.
La
revolución científica e ideológica que instaura el proyecto de la
Modernidad se amplía y se asienta en el Siglo de Las Luces, momento en
el que se afianza la cultura occidental como visión generalizada del
mundo. En este período, por una parte aparecen los ideales de la
Ilustración basados en la libertad intelectual y el desarrollo del
conocimiento emancipado de la Iglesia; por otro, surgen dos fenómenos
asociados: el capitalismo y la Revolución Industrial. Fundamentalmente
en manos de la economía liberal, la ciencia y su aplicación,
desvinculadas de la ética gracias a su halo de objetividad y
neutralidad, se ponen al servicio de la industria incipiente y del
capitalismo, consiguiendo unos aumentos enormes en las escalas de
producción, gracias a la disponibilidad de la energía fósil, primero el
carbón, y posteriormente, y hasta hoy, el petróleo. El capitalismo y la
Revolución Industrial, con la poderosa tecnociencia a su servicio,
terminaron instrumentalizando los ideales de la Ilustración e imponiendo
unas relaciones entre las personas y también entre los seres humanos y
la Naturaleza, guiadas por la utilidad y la maximización de beneficios a
cualquier coste.
Una
de las aristas perversas de este proyecto civilizador se evidencia con
la crisis ambiental en curso amén de haber privilegiado a la razón como
la senda para alcanzar la felicidad anhelada. Esta sujeción de la
naturaleza en nombre del progreso y por su política extractiva son
muestras inequívocas de la gestación de esta narrativa moderna
(cristiana, marxista, capitalista) con el propósito explícito de
legitimar el dominio sobre la naturaleza en función de satisfacer las
necesidades del ser humano.
Los ‘beneficios’ del progreso
Se
tiende a justificar la creencia de que el progreso exige ciertos
sacrificios, asumiendo los efectos secundarios que conlleva la
tecnología moderna (agresiones al entorno, la contaminación, industria
armamentista, la uniformidad en aras a la eficacia…).
Los
beneficios que genera la industria moderna para una parte reducida de
la población, no dependen tanto de la tecnología como de las fuentes de
energía fósil; el crecimiento tecnológico de los dos últimos siglos ha
sido posible gracias a la desconsiderada actitud que el hombre ha
adoptado al explotar los recursos naturales irrenovables y crear
condiciones que deterioran el medio ambiente.
El
mito del progreso nos ha prestado buenos servicios (a quienes nos
hallamos sentados a las mesas mejor surtidas, en todo caso), y es
posible que continúe siendo así. Pero, también se ha convertido en
peligroso. El progreso tiene una lógica interna que puede arrastrarnos
más allá de la razón, hacia la catástrofe. Un camino seductor lleno de
éxitos puede acabar en una trampa.
La
industrialización de nuestras sociedades, la racionalización de todas
las esferas de nuestra existencia y la búsqueda del control total por
parte de los mercados (del tiempo, espacio, cuerpo, relaciones humanas,
etc.) encuentran su justificación en la ideología del progreso,
compartida por el conjunto de las corrientes políticas. Se postula que
la Humanidad se inscribe en un proceso de mejora general que se presenta
como lineal, acumulativo, continuo e infinito (de las cavernas a la
conquista del espacio). Esta ideología establece un ligamen directo
entre los avances tecnocientíficos y las mejoras sociales y políticas
(exaltando la creencia en el bienestar material).
Si
uno acepta el mito del progreso, se hace con un lugar en la gran marcha
de la Humanidad. Pero la Humanidad no marcha hacia ninguna parte. La
Humanidad es una ficción compuesta a partir de miles de millones de
individuos para los cuales la vida es singular y definitiva.
El
concepto de progreso humano se fue construyendo, por tanto, basado en
el alejamiento de la naturaleza, de espaldas a sus límites y dinámicas.
El desarrollo tecnológico fue considerado como el motor del progreso, al
servicio de una idea simplificadora que asociaba consumo con bienestar,
sobre todo en las últimas décadas, en las que la sociedad de consumo se
ha autoproclamado como la solución para todos los problemas humanos. El
lema “si puede hacerse, hágase” se impuso, sin que importasen los para
qué o para quién de las diferentes aplicaciones. La ocultación de los
deterioros sociales y ambientales que acompañaban a la creciente
extracción de materiales y generación de residuos, hicieron que se
desease aumentar indefinidamente la producción industrial, creando el
mito del crecimiento continuo.
La
palabra progreso dotaba de un sentido de satisfacción moral a esta
tendencia de la evolución sociocultural. Se consideró que todas las
sociedades, de una forma lineal, evolucionaban de unos estadios de mayor
“atraso” –caza y recolección o ausencia de propiedad privada– hacia
nuevas etapas más racionales –civilización industrial o economía de
mercado– y que en esta evolución tan inexorable y universal como las
leyes de la mecánica, las sociedades europeas se encontraban en el punto
más avanzado. Al concebir la historia de los pueblos como un hilo de
secuencias que transitaba del salvajismo a la barbarie, para llegar
finalmente a la civilización, los europeos, empapados de la convicción
etnocéntrica de constituir la “civilización por excelencia”, expoliaron
los recursos de los territorios colonizados para alimentar su sistema
económico basado en el crecimiento. Sometieron mediante la violencia
(posibilitada por la aplicación científica a la tecnología militar) y el
dominio cultural a los pueblos colonizados, a los que se consideraba
“salvajes” y en un estado muy cercano a la naturaleza.
Las secuelas del progreso
Esta
concepción de progreso, vigente en el presente, ha sido nefasta para
los intereses de los pueblos empobrecidos y para los sistemas naturales.
La idea de que más es siempre mejor, la desvalorización de los saberes
tradicionales, la concepción de la naturaleza como una fuente infinita
de recursos, la reducción de la riqueza a lo estrictamente monetario y
la fe en que la tecnociencia será capaz de salvarnos en el último
momento de cualquier problema, incluso de los que ella misma ha creado,
suponen una rémora en un momento en el que resulta urgente un cambio de
paradigma civilizatorio.
Muchas
de las grandes ruinas que hoy adornan los desiertos y las selvas de la
Tierra, son monumentos a la trampa del progreso, recuerdos de
civilizaciones que desaparecieron víctimas de sus propios éxitos.
Y
qué va ocurrir si tras la crisis del 2008 por primera vez vislumbramos
que no se va a poder prosperar indefinidamente. ¿Caerá el mito del
progreso? ¿Cual será el nuevo mito?. Afortunadamente esta aún en
nuestras manos volver a mirar cálidamente a los demás y crear nuestros
propios mitos. Quizás la voluntad de compartir y convivir
inclusivamente con calidad humana sea nuestro nuevo mito ante un mundo
que necesita de renovadas miradas.
Fuente foto blogspost.com
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