miércoles, 15 de abril de 2015

Niños de Los Algarrobos sufren precariedades porque Educación paralizó la construcción de la escuela


Niños de Los Algarrobos sufren precariedades porque Educación paralizó la construcción de la escuela




VILLA ALTAGRACIA (Rep. Dominicana).- Los Algarrobos, en el distrito municipal de Medina, es una comunidad tan paciente como pobre, que lo es mucho. Pero está harta de la precariedad con que estudian sus niños. Por eso sus moradores  llevan más de una semana exigiendo, a través de distintos medios de comunicación, que el Ministerio de Educación concluya el plantel escolar que empezó hace más de dos años, cuando demolió la precaria estructura que servía como escuela anteriormente.
Al principio, cuando las clases fueron trasladadas a espacios poco apropiados por los trabajos, la comunidad educativa y los padres de los estudiantes vieron el sacrificio como un mal necesario, y ganaban aliento viendo que la nueva escuela, un espacioso edificio de tres niveles, avanzaba a buen ritmo.

Pero ahora la obra lleva cerca de ocho meses paralizada sin que las autoridades de Educación hayan expuesto causa alguna.
La espera va perdiendo estímulo,  la desesperación aumenta y llega a ser asquerosa la precariedad de los espacios en se procura compartir “el pan de la enseñanza” con más de 150 niños que conforman la población estudiantil de la escuela básica Gonzalo Reyes.
Desde que fue demolido el antiguo plantel los siete cursos que funcionan en la escuela han paseado como nómadas en el pueblo, hoy ocupando iglesias, mañana casuchas prestadas o enramadas improvisadas en un patio.
En la actualidad la escuela está funcionando en tres espacios distintos, todos carentes de las condiciones mínimas para garantizar higiene y comodidad.
Esta situación tiene lugar pese a que el Ministerio de Educación está dirigiendo el grueso de sus recursos a la construcción de nuevos planteles escolares.
Sin baños, sin agua, sin techo
La primera clase y la actual “sede” de la escuela funcionan en el templo católico de la comunidad. Es un salón más o menos grande, bien techado, pero sin divisiones, por lo que sólo alberga dos cursos (uno en la mañana y otro en la tarde) y las “oficinas” administrativas.
Aquí se hace el acto simbólico de subir la bandera. Y es más simbólico que en todas partes, porque no hay asta y la bandera no sube más que hasta la puerta del templo. Cada mañana, bien temprano, las maestras la cuelgan de la parte superior de la puerta: su tope queda sobre el mástil y, su punta, casi a ras del suelo.

La maestra Reyes Navarro no se quejaría de las condiciones del salón, de no ser porque ahí trabajan también la directora y asistente administrativa, que tienen que ingeniárselas para concentrarse en sus labores estando al lado de una clase con unos 18 estudiantes.
Si a las condiciones del salón vamos, es la más privilegiada. De lo que sí se queja es del baño. No tienen ninguno. Un colmado vecino les permite el acceso al suyo, pero su uso está restringido. Solo para orinar, porque no tiene agua ni inodoro. De hecho, es un baño tan deficiente como simple e inusual: en un rectángulo formado por cortinas de saco en dos de sus lados, hay una ranurita en la tierra por la que el pipí debe filtrarse para llegar a un agujero séptico.
La profesora se queja de que con frecuencia tiene que permitirles a los estudiantes que vayan a sus casas para usar el baño, y esto les resta tiempo útil de docencia.
El siguiente plantel funciona en una casita de tabla azul, abandonada, pero cuyos herederos ya la están reclamando para reconstruirla y habitarla. Es ruinas, literalmente. Algunas tablas faltantes de la pared fueron sustituidas por hojas de zinc que ya empiezan a despegarse, el techo se cae a pedazos.
En las mañanas están ubicados en cuartos contiguos los alumnos de primer y tercer grado. En la tarde, los de inicial y sexto.
La profesora Yoselín López interrumpe su lección sobre el sujeto y el predicado para pedir que se le de visibilidad a su denuncia, destacando que “lo único que este pueblo pide es que le terminen la escuela”.
Cuenta que, cuando llueve, entra el agua por todas partes y maestras y alumnos se arrinconan, como pollitos, protegiéndose de las goteras.

Tampoco aquí tienen baño ni agua. A unos metros de la casa está lo que queda de una letrina: un hoyo perfectamente redondo en el suelo, dentro de un cuartito de hojas de zinc y cortinas de saco. Es utilizado por los más grandes, pero nunca por los pequeños, porque las maestras temen que alguno se caiga y “se pierda por ahí”, como ellas dicen.
El tercer plantel es una enramada improvisada detrás de una iglesia evangélica, construida con escasas tablas, un par de planchas de cartón y algunas hojas de zinc.
En la mañana funciona aquí el segundo grado y este martes se hablaba de los antónimos. La profesora Carmen Toledo interrumpía la clase para recordarles a sus alumnos que debían dejar de frotar los pies en el suelo, porque retiran los cascajos y levantan un polvo denso que –teme- ya ha empezado a afectar su salud.
Las condiciones son similares a las del espacio anterior: “llueve más adentro que afuera”, “da pena que las niñas tengan que ir a ese baño”, “han venido muchos periodistas y en Educación no nos hacen caso”, se queja, indignada, la profesora Carmen Toledo.
Le preocupa la sanidad y lo hostil e incómodo de este espacio, que está entre la carretera y un barranco. “Algunas actividades no se pueden hacer porque no tenemos el espacio apropiado”, se queja la educadora, y precisa ni siquiera están dando tiempo de recreo porque no hay espacio seguro para que los pequeños jueguen.
“¿Eso es posible?”, pregunta. Luego insiste en su solicitud: “Que terminen la escuela. Eso es lo que queremos, nada más. Que nos terminen la escuela. Necesitamos la escuela, es la escuela que necesitamos. Que nos la construyan”, dice, reiterativa y pasando de una actitud fuerte a una casi suplicante.
Mientras hablaba la clase completa la miraba en silencio. A su espalda, al fondo del aula, tendido en un cordel, se lee un letrero sobre cartulina reza que “todos somos la escuela”.

 

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