Memorias de Molina Ureña: El presidente bombardeado
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Como parte del armazón conspirativo contra el Triunvirato, los cañaverales ardían, los cuadros perredeístas más importantes se movilizaban creando espacios de disenso y rebeldía, los esposos Nassim Hued y Ramonita Nina crearon una fábrica de explosivos en su propia casa y José Rafael Molina Ureña, a la cabeza de la conjura, se mantenía oculto ante la persecución desatada en su contra por el gobierno de facto.
Para contactar a los colaboradores en la trama, Molina Ureña tenía que utilizar todas las tretas posibles desde las limitaciones impuestas por su clandestinidad. Para caminar por la ciudad y llegar hasta la casa de sus amigos y contribuyentes de la conspiración, Máximo Lovatón y Zaida Ginebra, se disfrazaba de carbonero, arrastrando una carretilla con varios sacos del lignito. En otras ocasiones, el disfraz era de sacerdote, ambulando con su sotana por diferentes calles de Santo Domingo. Para reunirse con Peña Gómez, el embozo cambiaba a peluca y bigotes.
Cuando se estableció en el Palacio Nacional como presidente provisional de la República, el 25 de abril, Molina Ureña sentía que había culminado la dura etapa del clandestinaje y que entraba en posesión del nuevo orden que debía regir al país. Empero, las dificultades apenas comenzaban. A poco de estar en Palacio, arribó desde San Isidro una comisión formada por los oficiales Pedro Bartolomé Benoit, Medrano Ubiera y Casado Saladín, quienes traían la propuesta de una junta militar que organizaría elecciones en seis meses con la presencia de Bosch y Balaguer. Molina Ureña designa a Hernando Ramírez, a Homero Hernández Almánzar y al doctor Ledesma Pérez para discutir la propuesta con los comisionados de la jerarquía militar de San Isidro, mientras el arquitecto Leopoldo Espaillat Nanita servía de enlace del Presidente con la comisión.
La propuesta es rechazada por Hernando Ramírez que había dedicado esfuerzos a la tarea de reponer a Bosch en la presidencia de la República. Algunos oficiales, sin embargo, mostraron interés en la solución del conflicto bajo la fórmula planteada. Pero, fuera del recinto palaciego, el pueblo expresaba su rebeldía reclamando la vuelta a la constitucionalidad, persiguiendo a Bonillita, saqueando las sedes de partidos golpistas y reclamando el reparto de armas a la población. La multitud incluso ya había ingresado al Palacio buscando sacar a la fuerza a Reid Cabral y Cáceres Troncoso, resguardados en la tercera planta. El general de los Santos Céspedes le comunica a Milito Fernández que la junta tendría carácter cívico-militar y que Molina Ureña la presidiría. Que ésa era la oferta de San Isidro, su ultimátum, y que de lo contrario, en diez minutos la aviación iniciaría el bombardeo al Palacio. De los Santos Céspedes conversa con Molina Ureña y éste le pide treinta minutos para atender su demanda. El coronel piloto Federico Fernández Smester, presente en la conversación, pide a Molina que le pase el teléfono para conversar con el general De los Santos, reclamándole al alto oficial prudencia en la negociación para evitar un derramamiento de sangre. De los Santos le responde que está siendo presionado por Wessin y Wessin y luego se sabe que los paracaidistas comandados por Chinino Lluberes habían rodeado amenazadoramente a la jefatura de la Fuerza Aérea, mientras los pilotos ya habían recibido la orden de bombardear y estaban frente a sus aparatos listos para volar.
La multitud ya cubría prácticamente todas las áreas del Palacio. Molina Ureña en persona, respaldado por Rafa Gamundi y César Roque, contiene al gentío para impedirle que ocasionen desmanes y lleguen hasta las habitaciones donde se guarecían los triunviros. El presidente en armas reclama a la cúpula de su partido, reunida en la casa de Antonio Martínez Francisco, que venga a unírsele en Palacio, pero los dirigentes perredeístas se niegan a obedecer las instrucciones de Molina y permanecen al margen de la situación (... comprendí que la dirección del PRD me había dejado solo”). El despacho presidencial es un pandemónium. “Existía una actitud aberrante que se acentuaba en la medida en que se amontonaba más gente en el despacho donde se negociaba y en los pasillos cercanos”, escribe Molina.
Justo cuando aún el coronel Benoit se encontraba sentado frente al escritorio del presidente Molina Ureña, en el último empeño por zanjar diferencias y producir un acuerdo, se inicia el bombardeo anunciado. “Un gran estruendo nos puso en conocimiento del impacto de un cohete disparado por la aviación en el techo del Palacio y las balas calibre 50 caían en el piso del balcón presidencial y, en medio del barullo, se inició la tiradera en el piso de alrededor de cincuenta personas que me rodeaban, militares y civiles”. El coronel Benoit exclama: “Dios mío, se están poniendo locos; estas cosas han podido y debido evitarse”. (En testimonio aparte, el coronel Benoit afirmaría que cuando se inició el bombardeo, estando todavía en Palacio la comisión de San Isidro, arrancó las barras del cuello de su camisa, las tiró por el piso y dijo: “Ya no soy más Coronel”. Días después, Benoit sería designado presidente de la junta militar que intentó gobernar desde San Isidro).
Aterrados, civiles y militares ven caer las que quizás sean las primeras víctimas de la contienda que se avecinaba, mientras permanecen “atónitos e impresionados por el bombardeo…petrificados en el piso del gran salón”, seguramente el salón de Embajadores. “El cohete que impactó el techo de hormigón del Palacio lo perforó precisamente sobre el despacho ubicado en la esquina sureste del tercer nivel, donde procedían a instalar los equipos de televisión los técnicos de la televisora oficial por los cuales me aprestaba a dirigirme a la Nación, matando uno de ellos e hiriendo a otros, obligando a posponer mi intervención”, anota Molina en sus memorias. El diputado perredeísta Manolín Alvarez muere cuando intenta subir a su vehículo en el parqueo del Palacio, y el reformista Luis Dihmes Pablo (quien veintisiete años después, en 1992, sorprendería al país literario dominicano con la publicación de su novela “La casa de los tres candados”), es herido gravemente en una pierna mientras telefoneaba a su casa desde una caseta del ejército en la parte trasera del Palacio.
El bombardeo duró de quince a veinte minutos, mientras la multitud que había ingresado al Palacio se protegía en el primer piso. Molina Ureña no se arredra. Una vez se recogen los cadáveres y pasa el susto de “ese primer acto de violencia desenfrenada perpetrado por los militares de San Isidro”, comienza a tomar decisiones y prepara los primeros decretos, labor en la que laboran conjuntamente el arquitecto Espaillat Nanita, su hermana Josefina, Rafael Bello Andino y el dramaturgo Franklin Domínguez. Una de las primeras medidas es permitir la entrada al país de Juan Bosch y Joaquín Balaguer. El decreto que favorece al líder reformista lo prepara directamente Bello Andino. Molina decreta la destitución de Wessin. Es un paso arriesgado y valiente, que tiene al momento un carácter más bien simbólico que real. En el ínterin, llegan a Palacio Emma Tavárez Justo, Jimmy Durán, Norge Botello y Juan Miguel Román, quienes reclaman la amnistía general de los presos políticos. Molina Ureña atiende la petición y ordena el envío de una comisión al penal de La Victoria para que procedan a excarcelar a los presidiarios llevados al recinto por su oposición al Triunvirato.
El presidente Molina Ureña siguió actuando. Realizó dos intervenciones televisivas; aseguró el apoyo de comandos militares; se agenció el respaldo de agrupamientos profesionales y sindicales; quiso emprenderla contra las fuerzas de San Isidro que habían ejecutado el bombardeo planificando con Montes Arache, Ilio Cappocci y André de la Riviére la toma de la importante base militar con los Hombres Rana; dio luz verde al plan para asaltar la fortaleza Ozama; aprobó la toma del aeropuerto militar de Santiago para reforzar esa posición; emitió nuevos decretos designando a Máximo Lovatón Pittaluga, Ministro de Relaciones Exteriores, a Eduardo Sánchez Cabral, embajador ante la OEA, a Alfredo Conde Pausas, Procurador General de la República, a Hernando Ramírez, Ministro de las Fuerzas Armadas; vivió su presidencia en los límites del peligro más real: un coronel que le acompañaba a todas partes dentro del Palacio tenía instrucciones de atentar contra su vida, pero Homero Lajara Burgos mantuvo siempre una constante vigilancia contra el sospechoso, de quien se confirmaría luego la veracidad de su misión; ante la inexplicable ausencia del comité político del PRD que nunca le brindó apoyo Molina conformó su propio equipo que siempre estuvo a su lado animándole: Espaillat Nanita, Máximo Lovatón, José Enrique Piera, Lajara Burgos, Jorge Yeara Nasser, Leopoldo Pérez Sánchez, Luis Dihmes Pablo, Josefina Espaillat Nanita, Manuel Ledesma Pérez, Ángel Ramis, Bienvenido Hazim Egel, Homero Hernández Almánzar, entre otros. Hizo pues Molina todos los esfuerzos posibles para sostener y hacer viable su presidencia, en un Palacio Nacional a oscuras, iluminado tenuemente con velas y lámparas, movilizándose con linternas y enfrentando el temor y la superstición de quienes, al ambular de noche por sus pasillos o permanecer en el despacho presidencial, recordaban las leyendas de aparecidos entre ellos del generalísimo Trujillo. No solo la aviación militar bombardeó a Molina en Palacio, sino enemigos internos, cuadros de primerísima línea dentro de su partido, militares constitucionalistas que no confiaban en su liderazgo y la propia dinámica de la hora terrible en que comenzaba a germinar la guerra con todas sus máscaras y desafíos. Su efímero ejercicio presidencial, su gerencia en la conjura y en los días iniciales de la revolución abrileña, merecen ser reivindicados, y su rol histórico de nuevo evaluado con objetividad. Sus memorias póstumas son fuente limpia e irrefutable de su arrojo, de su entereza, de su dignidad.
(Mis memorias. 31 de mayo 1961-27 de abril 1965. Presidente provisional bajo armas. José Rafael Molina Ureña. Prólogo: Arq. Leopoldo A. Espaillat Nanita. Letra gráfica, 2014/ 238 pp.)
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