viernes, 24 de julio de 2015

III. HITOS DE LA TEOLOGIA DE SAN IRENEO

III. HITOS DE LA TEOLOGIA DE SAN IRENEO


http://www.mercaba.org/TESORO/IRENEO/02_hitos.htm

Esta obra es la primera síntesis teológica más completa en los primeros siglos de la Iglesia.

1. Las fuentes de la fe

1.1. La Escritura. San Ireneo exige la fidelidad a toda la Escritura como la fuente primordial de la fe.[16] He aquí algunos principios fundamentales de su hermenéutica:
1º La Escritura se explica por la Escritura misma, y no por ideas extrañas a ella. Es preciso comparar los distintos pasajes para que, iluminándose unos a otros, cada uno pueda adquirir su significado natural en el contexto (cf. II, 10,1; 27,1; III, 12,9).
2º La actitud con la que el fiel se acerca a la Escritura. Contra los gnósticos, que pretenden conocer toda la verdad, San Ireneo reconoce que muchos aspectos de ella son para nosotros demasiado altos y misteriosos, de modo que debemos dejar mucho espacio a la ciencia insondable de Dios, el único que la conoce plenamente; y de él, como discípulos, podemos escuchar y aprender sólo una parte (cf. II, 28,3), si acogemos su Palabra con espíritu humilde y reverente.
3º La perfecta unidad de toda la Escritura. Revela un mismo y único Dios, el Creador y Padre de nuestro Señor Jesucristo. Pero también el autor es el mismo: el Padre, que nos ha hablado por su Verbo y por su Espíritu. Con esta regla San Ireneo contradice a los gnósticos, que por lo general dividían los dos Testamentos, y solían atribuir el Antiguo al Demiurgo, el Yahvé justo de los hebreos. El autor del Nuevo sería el Padre bueno de Nuestro Señor Jesucristo (cf. II, 28,1-9).
4º Sentido cristológico de ambos Testamentos: el Antiguo es figura y profecía del Nuevo[17]. El Antiguo está dirigido a preparar la venida del Hijo en la carne (cf. IV, 34,1).
5º Revelación clara. Sobre las cuestiones de trascendencia no hay duda posible: el Señor las ha revelado con claridad a fin de que todos puedan conocerlas. En cuanto a cuestiones de menor peso, se han de interpretar como las han entendido las iglesias más antiguas, fundadas por los Apóstoles, pues éstos les dejaron en herencia la fe y la doctrina (cf. III, 4,1).
6º Toda la Escritura es inspirada. San Ireneo suele decirlo repitiendo una fórmula en la que resume todos los autores sagrados: como lo dijeron «los profetas, el Señor y los Apóstoles» (I, 6,6; 8,1; II, 2,6; 35,4; V, Pr; D 48). En «los profetas» San Ireneo suele comprender todo el Antiguo Testamento; en «los Apóstoles», el Nuevo. Supone que, a través de ellos, Dios ha hablado no sólo a unos hombres del pasado, sino a todos los seres humanos.
7º El autor de la Escritura es el único Dios, que ha hablado por su Verbo e inspirado a los escritores sagrados por medio de su Espíritu (cf. IV, 5,1-5; 11,4; 32,1-2; V, 22,1). De hecho San Ireneo intercambia la atribución de la obra a cualquiera de las «personas». Algunas veces es el Hijo (o el Verbo) quien habla por los autores sagrados, otras el Espíritu.
1.2. La Tradición. La Escritura nace de la Tradición de la Iglesia, y a su vez le da origen: surge de la predicación apostólica y de ella saca su vida para, a su vez, transmitirla. Por ello ambas son inseparables. Cuando a la Escritura se la despoja de la Tradición, se la distorsiona, y, aun manteniendo la letra, se la fuerza a decir lo que el Señor no ha querido: manejando de esta manera la Palabra de Dios, se la convierte en palabra de hombres.
Los gnósticos, eliminando muchos elementos de la Escritura que no se ajustaban a sus doctrinas, aducían una tradición secreta, mistérica, reservada a los iniciados en la gnosis. Pero cada uno manejaba los contenidos a su antojo, según convenía a sus postulados. San Ireneo también acude a la Tradición, pero, por una parte, nunca la separa de la Escritura, y, por otra, la defiende como abierta a todos los pueblos y originada de los mismos Apóstoles. Jamás como secreta o reservada a iniciados. Esta Tradición se conserva intacta en toda la Iglesia, que la predica siempre fiel a sí misma. Los signos de su legitimidad son:
1º Los Apóstoles la confiaron a las iglesias que fundaron[18], y éstas la custodian desde el principio, de manera que es preciso acudir a ellas para conocer la doctrina original del Maestro (cf. I, 10,2; II, 9,1; 30,9; III, Pr; 3,1; 4,1; 5,1; IV 26,5). El Señor envió el Espíritu Santo a los Apóstoles, a quienes constituyó en Iglesia, como guía en el conocimiento de la verdad. Ningún individuo tiene derecho de arrogarse la asistencia del Espíritu para enseñar la doctrina que le plazca: esto equivaldría a someter la verdad divina a las propias ilusiones e intereses.
2º Todas las Iglesias mantienen la misma fe en las diversas regiones de la tierra, incluso no estando conectadas entre sí (cf. I, 10,2; III, 5,1; V, 20,1). Por eso, concluye, en muchas regiones en que la Escritura no se puede tener íntegra (por la dificultad, en aquellos tiempos, de conseguir los manuscritos), la Tradición mantiene la enseñanza de forma completa (cf. III, 1,1; IV, 1-2). Por eso San Ireneo concluye que, aun cuando por hipótesis no se hubiese consignado por escrito la doctrina, o se perdiesen los libros del Nuevo Testamento, la Tradición Apostólica quedaría garantizada por la Regla de la fe que la Iglesia mantiene desde los Apóstoles.

2. La Regla de la fe

La Regla de la fe de la Iglesia está fundada en «la predicación de la verdad» (D 98). Ireneo, como muchos de los antiguos Padres, da una grande importancia a la confesión de fe bautismal: por ella somos cristianos, de manera que no podemos orar sino como creemos, y no podemos creer sino como hemos sido bautizados.[20] Creemos en Dios Padre, pero también en el Hijo y en el Espíritu Santo, porque entre el Padre y el bautizado median aquellos en cuyo signo transcurre la existencia humana para convertirla en historia salvífica desde la creación hasta la parusía.
Esta regla no es la que predican los sectarios gnósticos, y así reniegan de su salvación; sino la que «la Iglesia expandida por todo el orbe hasta los confines de la tierra recibió de los Apóstoles»[21], única que mantiene con fidelidad la Palabra revelada.[22] Ireneo considera que «mantener inalterada la regla de la fe» (D 3) es una condición necesaria para integrarse en el plan salvífico de Dios.

3. El único Dios es trino

Dado el contexto antignóstico, una de las líneas doctrinales en las cuales incorpora la acción del Espíritu es la unicidad de Dios manifestada en la obra salvífica: no es uno el Creador (menguado, subordinado o escapado del señorío del Dios inefable) y otro el Redentor, el Dios desconocido e inabarcable, a quien Jesucristo enseñó como su Padre. Ni es uno el Padre de Cristo que nos libera de otro dios menor que nos tiene aprisionados en la materia; sino que es el mismo Creador nuestro y Padre del Verbo que se manifiesta como el Hijo hecho carne. Signo de esta unidad es que Dios ha realizado toda su obra por el mismo Espíritu, por medio del cual al principio nos creó, en el Antiguo Testamento anunció la salvación que debería realizar mediante la encarnación de su Hijo, y la llevó a cabo en cada uno de nosotros por la filiación que nos hace llamarlo «[exclamdown]Abbá!» en el Espíritu.[23]
Una imagen muy querida de San Ireneo para ilustrar la Trinidad[24] es la unción: «Pues en el mismo nombre de Cristo se suponen uno que ungió, el que fue ungido, y la unción misma con la que fue ungido. Lo ungió el Padre, fue ungido el Hijo, en el Espíritu Santo, que es la unción» (III, 18,3; cf. III, 6,1; 9,3; 12,7).
Otra de sus preferidas es la imagen tomada de la Escritura «las manos de Dios» (Job 10,8; Sal 8,7; 119, 73; Sab 3,1) que usó como vehículo para expresar su doctrina. Es una de las primeras analogías del mundo físico que sirvieron para ilustrar la Trinidad, no sólo en la obra de la creación, sino también en la ejecución de toda la Economía. Por la frecuencia con que la usa, se advierte el especial afecto que Ireneo le guardaba (cf. IV, Pr. 4; 20,1; V, 1,3; 5,1; 6,1; 28, 4; D 11).
Esta analogía le sirve a muchos propósitos. En primer lugar, para mostrar la unidad de Dios: es el mismo Padre quien actúa por sus manos. Una imagen que al mismo tiempo, contra los gnósticos que separaban de la creación al Dios desconocido, lo hace íntimo y presente en ella y sobre todo al ser humano, al señalar (con Sal 8,7; 119,73) que es el mismo Padre de Jesucristo, y no otro, quien se ha puesto a la obra. Se siente latir en esta expresión, de parte divina el amor, y de parte humana la confianza y abandono que la imagen sugiere, en él y en sus planes.
Pero al mismo tiempo Ireneo debe leer con justeza los textos de la Escritura que atribuyen las obras de la creación y de la redención, tanto al Hijo como al Espíritu Santo; y en ambos casos, sea mediante una mención directa de estos nombres, sea mediante títulos equivalentes como el Verbo y la Sabiduría. Estos pasajes de la Biblia le dan pie para exponer la fe en la Trinidad: es el mismo Dios Padre, como fuente y origen de todo, quien actúa por sus manos, que son su Hijo y el Espíritu Santo, su Verbo y su Sabiduría (cf. IV, 7,4; 20,1-4). La figura de las manos, aunque imperfecta, indica por una parte la completa unidad (cada una de las manos no es otro ser distinto del que obra); y por otra la distinción, del Padre respecto a ellos, y del Hijo y del Espíritu entre sí como una mano es semejante a la otra, y, sin embargo, diversa. En efecto, las manos participan del mismo poder y realizan las mismas acciones de aquel a quien pertenecen, aunque cada una con su carácter propio. Gracias a ellas el hombre pudo ser creado a imagen y semejanza de Dios.
La pluralidad de las «personas»[25], así como la unidad de acción, están de algún modo insinuadas desde la creación, cuando el Padre decide realizar su plan creador en vista de la salvación: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» (Gén 1,26). Esta exégesis del texto bíblico es frecuente en San Ireneo (cf. IV, Pr. 4; 20,1; V, 1,3; 15,4). En el texto apenas citado el Padre invita a «sus dos manos», esto es «al Hijo y al Espíritu», o sea «a su Verbo y su Sabiduría» a realizar la creación, cada uno con lo que le es propio: «El Padre como fuente, el Hijo como modelo-ejemplo, el Espíritu como sello».[26]
Las manos que plasmaron a Adán en el origen prosiguen formando cada día a los seres humanos. Y es que, continuando la creación, a través de la historia sigue realizando la misma obra original en cada uno de nosotros. Porque, si al principio por sus manos concedió a Adán la imagen y semejanza, una vez perdida ésta por el pecado, será por esas mismas manos como restaurará en el hombre la imagen y semejanza perdidas, mediante la acción del Hijo que es la imagen de Dios, y del Espíritu, que es su Sabiduría. El motivo es que «las manos de Dios se habían acostumbrado en Adán a ordenar, sostener y apoyar a su criatura, y a ponerla y cambiarla a donde querían».[27]
Sin embargo, San Ireneo no se limita a la creación para contemplar la obra del Dios Trino; sino que ilustra toda la realización de la Economía[28], haciendo advertir el papel que cada una de las «personas» juega en nuestra salvación. Así, por ejemplo, atribuye la revelación de la Palabra de Dios a su Verbo y a su Espíritu (cf. II, 28,2; IV 20,6). El Espíritu Santo descendió sobre Jesús en el bautismo «para acostumbrarse a habitar con él en el género humano, a descansar en los hombres y a morar en la creatura de Dios, obrando en ellos la voluntad del Padre y renovándolos de hombre viejo a nuevo en Cristo» (III, 17,1). Y repite una y otra vez, de diversas maneras y en variados contextos, que el Espíritu Santo nos conduce al Hijo, así como éste es nuestro camino al Padre (cf. IV, 20,5).
Por supuesto que, a partir de la fórmula bautismal, San Ireneo propone la fe en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, como la Regla de la fe del cristiano (cf. I, 10,1; 22,1; IV, 6,7; 9,9; 33,15; V, 20,1; D 3, 6-7, 100). Mas, siendo imposible en una breve introducción recorrer la enorme riqueza trinitaria de esta obra, concluimos con un pasaje que puede sintetizar el pensamiento del obispo de Lyon: «Por ello en todo y por todo uno solo es el Padre, uno el Verbo y uno el Espíritu, así como la salvación es una sola para todos los que creen en él» (IV, 6,7).

4. El Padre es el Creador y único Dios

Según lo ha aprendido del Nuevo Testamento, San Ireneo usa el nombre de Dios, sin ninguna especificación, para designar al Padre (cf. I, 10,1; III, 6, 4-5; 25,7). Los gnósticos han separado al Padre de todo contacto con el mundo: es absolutamente desconocido (el Abismo), origen del Eón llamado el Unigénito, pero no del Verbo ni del resto de los Eones; es distinto del Creador (Demiurgo). En contraste[29], San Ireneo expone diversos ámbitos por los cuales creemos que el único Dios es el Padre:
4.1. Así lo enseña la Escritura. Esta es una sola, porque tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento son la Palabra de un mismo Dios, el Padre de Jesucristo. La identidad del Hijo y de su obra salvadora como proyecto de su Padre, es lo que garantiza, en la revelación completa, la unidad divina. El mismo y único que anunciaron los profetas es el Hijo del único Padre, el mismo que se encarnó para recapitular en sí a todos los seres humanos que se habían apartado del plan divino, murió, resucitó por nosotros y está sentado de nuevo a la derecha de su Padre. El Evangelio de Juan comparado con los Sinópticos, el libro de los Hechos y las Epístolas de Pablo, así como todo el Nuevo Testamento en su conjunto (cf. III, 11,1-9; 12,1-15; 12,14; 13,1; 15,1; 16,2-18,7), enseñan que no únicamente es uno el Hijo anunciado y el que se encarnó, sino también que es el mismo el Hijo del Padre Salvador, y el que llevó a cabo la Economía.
Jesús reveló a un solo Padre, el mismo Creador del universo. Si, como los gnósticos dicen, el Padre fuese otro, Jesús nos habría engañado (cf. V, 1,1-2). Las tentaciones en el desierto atacaban el ser mismo del Señor como Hijo del Padre: «Si tú eres Hijo de Dios...» Al resistirlas, con sus respuestas el Señor demostró que su Padre dio la Ley en el Antiguo Testamento, venciendo al diablo con las Palabras de la Ley (cf. V, 22,1-2). Oró al único Padre al que reconocía como Dios. Al joven escriba que preguntaba a Jesús por el principal mandamiento de la Ley de Dios, a quien predicaba como su Padre, le respondió con lo que se leía en la Ley antigua, para mostrar que el mismo y único Dios es su Padre (cf. IV, 12,9). Jesús enseñó esta identidad también en sus parábolas y milagros (cf. IV, 36,1-8; V, 17,2).
4.2. El Padre del Unigénito. Esta fe supone, en primer lugar, que el Unigénito no es diverso del Hijo, del Verbo y de Cristo (el Hijo hecho carne). Los gnósticos blasfeman al atreverse a narrar una «generación misteriosa» del Unigénito, que la Escritura no conoce (cf. IV, Pr. 3). Ciertamente esta generación es un misterio inefable, pero lo sabemos parcialmente y en imagen, como Dios ha querido revelarlo por su Palabra (cf. II, 28,6.8-9). Es semejante a la creación: conocemos el hecho por la Escritura, pero nos queda oculto el modo como Dios la ha realizado. El modesto conocimiento (la «verdadera gnosis») que tenemos, es el que recibimos como un don inmerecido, de parte del Hijo mismo, por medio del cual el Padre ha querido manifestarse (cf. IV, 6,4; V, 1,1). Sabemos que Dios es Padre, ante todo y de modo primordial, porque la Escritura enseña que desde siempre engendró a su Hijo, aunque la manera de esta generación se la ha reservado como el secreto de su vida íntima, y sólo él la sabe (II, 28,6; D 70).
Mas el Hijo, en cuanto Verbo (es decir en cuanto Palabra del Padre), lo manifestó en el Antiguo Testamento desde la creación (cf. IV, 6,6). Esta revelación culminó en la encarnación de la misma Palabra, para seguir mostrando a Dios en la carne y llamarlo su Padre. Claro que los gnósticos no pueden admitir esto último, porque predican que la carne es radicalmente corrupta; pero es una opción de ellos, no Palabra divina.

5. El Hijo es el mismo Verbo eterno hecho carne

5.1. La doble generación de Cristo: las Escrituras lo llaman Dios, Señor, Rey eterno, Unigénito y Verbo que se hizo carne, «por motivo de la preclara generación que recibió en sí mismo, de su altísimo Padre, a diferencia de todos (los hombres), y por la también preclara generación que recibió de la Virgen, como lo atestiguan ambas Escrituras divinas» (III, 19,2). Entre ambas generaciones Ireneo señala el puente que las une, en relación con la paternidad divina, por motivo salvífico: «El que es Hijo de Dios se hizo hijo del hombre para que, mezclado con el Verbo de Dios, el hombre recibiendo la adopción se haga hijo de Dios. Pues no podíamos de otro modo recibir la incorrupción, si no estuviésemos unidos a la incorrupción y la inmortalidad» (III, 19,1). Aunque San Ireneo siempre habla de la encarnación como voluntad del Padre, nunca afirma que el Padre hubiese engendrado eternamente al Hijo para nuestra salvación; ésta es la meta de la segunda generación, cuando nació de la Virgen.
5.2. El Hijo de Dios es Dios igual al Padre. San Ireneo lo muestra de tres maneras diferentes: 1ª Con algunas afirmaciones directas, como aquella indudable: «El Padre, pues, es Señor, y el Hijo es Señor; es Dios el Padre y lo es el Hijo, porque el que ha nacido de Dios es Dios» (D 47; cf. III, 15,3). Y añade ahí mismo que, «al mismo tiempo, en la administración de la Economía de nuestra redención, Dios aparece como Padre y como Hijo». «Es Dios y juez» (III, 12,9; cf. 19,2). 2ª Por los títulos y caracteres que «los profetas y los Apóstoles» le atribuyen: «Ni el Señor, ni el Espíritu Santo (por los profetas), ni los Apóstoles jamás habrían llamado Dios de modo absoluto y definitivo al que no lo fuese verdaderamente; ni habrían llamadoSeñor a ninguna otra persona, sino al Dios Padre soberano de todas las cosas, y a su Hijo que recibió de su Padre el señorío sobre toda la creación... A uno y otro el Espíritu designó con el nombre de Dios, tanto al Hijo que es ungido como al Padre que unge» (III, 6,1; ver 6,2; 8,3). También se le atribuye ser eterno como el Padre (cf. III, 18,1). Y en frecuentes pasajes se aplican a Cristo las afirmaciones que la Escritura (sobre todo el Antiguo Testamento) dice sólo de Dios (cf. III, 9,2-3; 10,3; 19,2). 3ª Por las obras que realiza, que son iguales a las del Padre, así como él mismo lo dijo a los fariseos en el Evangelio (Jn 5,19; 10,25.30). Por ejemplo, San Ireneo le atribuye la inspiración de los profetas (cf. IV, 20,9; V, 15,4), perdonar los pecados (cf. V, 17,1.3) y resucitarnos de entre los muertos (cf. V, 2,3).
5.3. Su encarnación. Mas, sin duda, lo que más frecuente se dice de él está en relación íntima con haberse hecho carne para salvarnos: es la afirmación central de la fe cristiana, que proviene de la predicación apostólica según la Tradición que ha conservado la Iglesia, cuyos elementos esenciales son:
5.3.1. Condición para resucitar en la carne, en la cual Ireneo centra, como en el motivo soteriológico, toda su reflexión sobre Cristo; ya que la salvación del hombre en Cristo (cf. V, 14,2), según la Economía del Padre, es el término de la obra iniciada desde la creación que llega a su cumbre en la encarnación y misterio pascual participado en nuestra carne. «Creo en la resurrección de la carne», sería la meta de toda la confesión de fe, porque lo es del misterio de Cristo. Pero nuestra resurrección es posible sólo porque Cristo, que en verdad asumió nuestra carne, resucitó primero (cf. V, 7,1; 13,4; D 41). De ahí que para Ireneo la doctrina gnóstica que afirma corrompida y sin salvación la carne creada por Dios, «es la más grande de todas las blasfemias» (V, 6,2).
Cierto que para nuestra salvación no era necesario pagar un tan alto precio como la muerte del Hijo en la carne; sino que éste es un extremo de amor, pues era conveniente que nos salvase el Hijo, ya que fuimos creados en el principio según la imagen de Dios, que es él. Pero la Escritura no dice que hubiese sido creada el alma del hombre según esta imagen, sino el hombre mismo, es decir alma y cuerpo. Luego es la semejanza de todo el hombre, y no del alma, la que Cristo salva al reconstruirla (cf. V, 6,1; V, 12,3).
5.3.2. El sentido salvífico de la Encarnación. El Hijo de Dios se ha hecho carne para que participásemos de su incorruptibilidad. Para explicar cómo sucede esto, acude a tres principios soteriológicos que desde él se han hecho clásicos: 1º El intercambio, que podría resumirse: «Por su inmenso amor (Ef 3,19) se hizo lo que nosotros somos, a fin de elevarnos a lo que él es» (V, Pr.); que luego se especifica en diversos aspectos, como: «El Hijo de Dios se hizo hombre para que los hombres nos hiciésemos hijos de Dios», etc. 2º La recapitulación: así como Adán es cabeza de la humanidad pecadora, Cristo se hizo Cabeza de la humanidad redimida (cf. III, 18,7). 3º Y esto lo realizó mediante el proceso de recirculación, esto es, deshaciendo la obra mal hecha por el primer hombre (cf. III, 18,6-7; V, 21,1-2). Este es el camino que Cristo siguió para realizarlo: si el hombre pecó por desobediencia al Padre y por eso fue condenado a la muerte, Cristo acepta la muerte por obediencia al Padre para darnos la vida, etc. Estos principios se basan en la doctrina de los «dos Adanes», el primero cabeza de la humanidad pecadora, el segundo de la humanidad redimida que nos muestra el camino que hemos de recorrer con él para ser salvos (cf. III, 11,8; 21,10; V, 12,4).
5.4. La verdadera carne de Cristo tomada de mujer, y según el proyecto de Dios nacido de una Virgen como un índice de la intervención salvífica divina que no es obra humana. Esta es la condición indispensable de nuestra salvación, en la Economía del Padre. Sólo con una carne real es posible la verdadera muerte y resurrección de Cristo, sin las cuales no somos salvos ni resucitaremos (cf. D 38-39).
5.5. La carne de Cristo es nuestra redención: «Su vida por la nuestra y su carne por nuestra carne» (V, 1,1). Así en la cruz se realiza en plenitud el intercambio: a través de su muerte injustamente sufrida nos libera de nuestra muerte justamente debida al pecado, según el plan del Padre (cf. V, 14,2). De esta manera, la identidad de la carne creada por el Padre al inicio, y de la asumida y redimida por el Hijo, nos revela la perfecta unidad entre el Creador y el Redentor, como confesamos en el artículo fundamental del credo (cf. V, 16,1). De ahí que, si la carne de Cristo no es real (como afirman los docetas), es falsa nuestra salvación. El hecho de haber tomado esa carne de María como madre, garantiza el que Jesucristo pertenezca plenamente a nuestra raza humana; y el que la haya asumido de una Virgen, es el signo de que toda esta obra de salvación proviene del Espíritu (cf. III, 18,7; 22,2; V, 1,2-3; 14,3).
5.6. La carne de Cristo, revelación de Dios. Desde el principio el Padre se ha revelado "a quien quiere, cuando quiere y como quiere", por medio de su Hijo, que es su Palabra (cf. IV, 6,3), la cual está plasmada en la creación, sobre todo del hombre. Por ello todos los que han creído en la Palabra de Dios, en el Antiguo Testamento, han creído en Cristo y por la fe en él se han salvado; también quienes se salvaron por la Ley, que fue dada por el Verbo, como pedagogía de la Ley Nueva (cf. III, 16,6; IV, 2,4; 6, 7; 12, 4). Y por eso, porque sólo en el Hijo tenemos acceso al Padre desde el principio, es también única la salvación para todos los que creen en él (cf. III, 4,2; IV, 2,6). No hay, pues, otro camino al Padre que la carne de Jesús nacido de María; pues el Padre, movido por su misericordia hacia el hombre carnal, le ha dado esa carne en la que podemos hallarlo (cf. V, Pr). Más aún, no sólo no tenemos acceso al Padre sino mediante la carne de Jesús; pero ni siquiera tenemos acceso directo al Hijo en cuanto Verbo del Padre. Sabemos que el Hijo lo es del Padre, por la obediencia filial de Jesús, que nos redime por el proceso de recapitulación de que hemos hablado. Incluso la muerte de Cristo en la cruz no es de por sí misma reveladora, sino en cuanto en ella se manifiesta la obediencia del Hijo al Padre (cf. III, 18,6-7; V, 16,3). De ahí que sólo a través del proceso histórico de la Economía podamos llegar a reconocer la perfecta unidad de Dios.

6. El Espíritu Santo

El tercer artículo de nuestra fe confiesa la realidad del Espíritu Santo (cf. I, 10,1; D 3, 6). Pero ¿quién es él? San Ireneo, muy cercano a la Escritura, más bien nos dice cuál es su obra, y de quién proviene su misión: no habla en términos dogmáticos, sino salvíficos. Sólo en una ocasión se acerca a confesar su condición divina: «(Isaías) coloca en el orden de Dios al Espíritu que en los últimos tiempos derramó sobre el género humano» (V, 12,2), y ahí mismo le atribuye cualidades divinas, como ser sempiterno. En este orden de la eternidad, también afirma en la Demostración que el Padre ha engendrado desde siempre a su Hijo «según el Espíritu» (D 40). Asimismo con frecuencia le atribuye (igual que al Padre) ser incorruptible (cf. V, 12,2.4).
Los gnósticos niegan la unidad del Padre y del Hijo, San Ireneo la afirma en el orden de la Economía: es el mismo Padre del Verbo que se manifiesta en el Hijo hecho carne. Signo de esta unidad es que ha realizado toda su obra por el mismo Espíritu, por el cual nos creó al inicio, anunció la salvación que debería llevar a término por la encarnación de su Hijo, y en cada uno de nosotros por la filiación que nos hace llamarlo "¡Abbá!" en el Espíritu (cf. II, 30,9; IV, 9,2; 20,1). Por eso, en la teología de San Ireneo, sólo podemos estudiar la vida del Espíritu Santo en la Trinidad, atendiendo a su situación en la Economía:
6.1. Su relación con el Padre. El Espíritu Santo tiene su origen del Padre, por el Hijo, a quien el Padre se lo ha comunicado; y el Señor, a su vez, lo participó a la Iglesia (cf. III, 17,2); el Espíritu procede del Padre, que sostiene al Hijo, y éste lo entrega a las creaturas en proporción distinta: a unas en la creación, a otras en la regeneración, para que él las transforme en hijos adoptivos (cf. V, 18,2); el Padre es siempre el autor de la profecía que prepara la venida del Hijo, pero la comunica al profeta por la inspiración del Espíritu (cf. IV, 36,5). Por eso están unidos en jerarquía de procedencia también en la revelación: el Espíritu Santo revela al Hijo, así como el Hijo revela al Padre. Este proceso corresponde al orden salvífico de nuestro acercamiento a Dios: por el Espíritu llegamos al Hijo, y éste nos conduce al Padre (cf. D 7).
San Ireneo usa muchas figuras para explicar que en todo cuanto hace el Espíritu Santo, es el Padre quien obra por él; por ejemplo, cuando lo llama «el agua de lluvia» que desciende del Padre y hace caer el Hijo (cf. III, 17,2), «el rocío» que humedeció la piel de Gedeón, y que el Padre derramaría sobre Cristo y nosotros (cf. III, 17,3), o, ahí mismo, «el Buen Samaritano» a quien el Padre encomendó al hombre caído; o «el Paráclito», «el Don» (cf. III, 6,4; 11,8; 24,1), «el agua viva» (cf. V, 18,2), y en un texto lo llama «el dedo de Dios» (III, 24,1), así como prefiere la imagen de «las dos manos de Dios» para significar al Hijo y al Espíritu.
Mas entre todas las denominaciones del Espíritu, San Ireneo parece preferir (por la frecuencia con que la usa) la de «Sabiduría de Dios» para nosotros: «Este Dios es glorificado por su Verbo, que es su Hijo para siempre, y por el Espíritu Santo, que es la Sabiduría del Padre de todas las cosas» (D 10). El motivo por el cual le atribuye esta imagen como título, es que el Espíritu da la forma, la armonía, el desarrollo, la semejanza de Dios a todo el orden creado (cf. II, 30,9; IV, 7,4; 20,1-4; D 5.).
6.2. Su relación con el Hijo. Este no depende del Espíritu en su existencia, sino del Padre. Y, sin embargo, es "Hijo de Dios en el Espíritu", expresión que San Ireneo usa para indicar su «preexistencia junto al Padre, engendrado antes de la construcción del mundo» (D 30), precedente a todo proyecto salvífico. Con esta dicción distingue la generación eterna del Verbo, de la que recibió en la carne al llegar la plenitud del tiempo, en favor de la Economía, por obra del Espíritu. San Ireneo interpreta Is 49,5-6, en el cual el Padre habla con el Hijo, como un signo de la preexistencia de éste, y como una promesa de que habría de hacerse hombre entre los hombres, plasmado desde el seno por el Padre mediante la unción del Espíritu, y por la acción de éste nacería para salvar a cuantos creen en él (D 43).
En el orden de la Economía también actúa siempre unido al Hijo, al inspirar las Escrituras, ya que «fueron dictadas por el Verbo de Dios y por su Espíritu» (II, 28,2; cf. IV, 20,5). Sin embargo, San Ireneo prefiere atribuir la inspiración profética al Espíritu, que tiene como objetivo revelar al Hijo: «El Espíritu muestra al Verbo, y por eso los profetas anunciaron al Hijo de Dios» (D 5). Luego, para indicar cómo la tercera persona interviene en nuestra redención, utiliza una imagen muy querida: el Espíritu es el óleo con el cual el Padre ungió a su Hijo para que realizase, como descendiente de David, la obra salvífica que había prometido (cf. III,18,3; cf. III, 6,1; 9,3; D 47). Así pues, el Espíritu interviene con su unción, aunque el agente principal sea el Padre que ha enviado a ambos, sobre todo en dos momentos clave en la existencia encarnada del Hijo:
6.2.1. Lo ungió en la Encarnación, desde el seno de María. San Ireneo confiesa esta obra en varios de sus escritos, con expresiones que preludian las del Credo: «El Hijo del Padre de todas las cosas... engendrado de Dios por obra del Espíritu Santo y nacido de la Virgen María, la cual desciende de David y de Abraham, es Jesús, el ungido de Dios» (D 40; cf. 51). En este caso, la intervención del Espíritu apunta dos datos de sumo interés: primero, su igualdad con el Padre en cuanto a la divinidad, señalada por la correspondencia total en la obra que ambos realizaron en la carne del Hijo; y segunda, el Padre es el origen de toda la obra salvífica. Esta unción en el tiempo tiene como único fin la Economía en favor de los seres humanos. Cristo fue el ungido por el Espíritu (en su concepción), para que cumpliese la misión mesiánica; por eso se le llamó Cristo, es decir, el Ungido, «porque el Padre por él ha ungido y adornado todas las cosas; y también por motivo de su venida en cuanto hombre, porque fue ungido por el Espíritu de Dios» (D 53). Mas esta unción no fue para él, que no la necesitaba, sino que toda está dirigida a la unción de los cristianos en y por Cristo, para alegría de ellos (D 57).
6.2.2. Lo ungió en su bautismo. Ante todo, dice San Ireneo, el Bautista lo mostró a sus discípulos como aquel sobre el cual había descendido el Espíritu (cf. D 41). Este lo ungió en vista de su misión en favor de los hombres, y como prototipo de todos los ungidos que creerían en su nombre. Podríamos decir mejor que el Padre lo ungió por el Espíritu: de éste Jesús recibió, en su humanidad, los dones mesiánicos que había de transmitir a los cristianos (cf. III, 9,3). Pero esta unción de Jesús no tenía como meta que él solo salvase a los seres humanos; sino también el Espíritu unido a él, ya que lo ungió y permaneció en Jesús «para habituarse a habitar con él en el género humano y a descansar en los hombres» (III, 9,3).
6.3. Su obra salvífica. Uno de los elementos básicos de la contienda de San Ireneo con los gnósticos es la unidad entre los dos Testamentos, que se significa por la continuidad en la misma Economía del Padre. En este campo, Ireneo muestra al Espíritu Santo en la lid, mediante su actuar permanente. En efecto, a una misma Economía corresponde un solo Dios, que en el concepto hebreo es siempre el Señor que nos salva.
6.3.1. En el Antiguo Testamento. Sobresalen tres actividades del Espíritu: inspiró a los profetas, dio la gracia a los justos y escribió la Ley de la Alianza.
Inspiró a los profetas: La profecía es una acción trinitaria: en el Padre tiene su origen, el Espíritu Santo inspira a los hombres elegidos y habla por ellos para preparar la venida del Hijo en la carne. El Espíritu fue quien descubrió al único Dios y enseñó a llamarlo Señor. También reveló que Dios es Padre e Hijo, y que los seres humanos fuimos creados para llegar a ser un día hijos de Dios participando de la filiación del Hijo. Así interpreta sobre todo la profecía de los Salmos, atribuidos a David en su calidad de profeta (cf. III, 6,1).
La función de la persona llamada a este ministerio no concluye al anunciar las cosas futuras; sino que sobre todo prepara el camino de la salvación que el Padre ha decidido realizar por su Hijo. No sólo hace conocer (como pretenderían los gnósticos), ya que la salvación no se reduce a la mente; también incluye santificar al hombre, para que ame a Dios y le dé gloria (cf. IV, 20,8). El Espíritu Santo elige y encomienda esta misión al escogido, lo inspira y envía, como también enviará a los Apóstoles, en el Nuevo Testamento, a predicar tanto a judíos como a gentiles (cf. I, 10,1; IV, Pr. 3). Toda la actividad profética tiene como finalidad anunciar la encarnación y el cumplimiento de la Economía del Padre mediante la carne de su Hijo.
Dio la gracia a quienes creyeron en Dios. Esta gracia se desliza por una triple ruta: el Espíritu es quien ha guiado a los justos por el camino de la fe y de la justicia (cf. D 6, 56), es el que ha repartido a los antiguos padres, en herencia, la tierra prometida (cf. D 24), y, finalmente, Dios escribió la Ley de Moisés para establecer la Alianza con su pueblo, por su dedo (se supone que es el Hijo), en el Espíritu Santo (cf. D 26).
6.3.2. En el Nuevo Testamento es donde se revela con mayor claridad y abundancia la actividad salvífica del Espíritu:
El Espíritu en la vida del Cristiano. La unción de los bautizados está en continuidad con el bautismo del Señor (cf. III, 17,1-2). Por este sacramento asimilamos en nosotros mismos al Espíritu que, siendo imagen del Hijo, nos hace también a nosotros semejantes al Verbo de Dios (cf. V, 6,1; 9,3). Al ungir al bautizado, el Espíritu permanece en él y lo transforma, de manera que por su inspiración y guía el creyente vive la vida cristiana, que es "vida en el Espíritu" hacia la resurrección final, una vez que ha asimilado al que es el Espíritu de vida, a condición de que lo conserve hasta el fin de su paso por este mundo, cuando se tornará inmortal al recibirlo plenamente (cf. V, 8,1; D 42). Este es el hombre perfecto, es decir, el espiritual, porque toda su historia discurre bajo el signo del Espíritu que porta en su propio espíritu.
«Quienes temen a Dios y creen en la venida de su Hijo, y por la fe mantienen en sus corazones al Espíritu de Dios, se llaman con razón hombres puros y espirituales que viven en Dios» (V, 9,2) porque el Espíritu de Dios limpia con su presencia el corazón de aquellos en quienes habita, y, unido a ellos, los eleva al nivel de la vida divina. El Espíritu Santo es quien, transformando al cristiano desde su interior, lo hace vivir la novedad de vida obedeciendo a Dios (cf. V, 9,2-4). Y como solamente los de corazón puro verán a Dios, por ello la vida del Espíritu en el hombre es condición para que éste pueda poseer el Reino.
El Espíritu en la vida de la Iglesia. El Espíritu dio vida a la Iglesia en su nacimiento, y por él ésta continúa viviendo; él la conduce y alienta, y sin él ella ni existiría ni podría realizar misión alguna. Si el Espíritu ha ungido a Jesús en el bautismo para que lleve a cabo la misión mesiánica, también ha ungido a la Iglesia en Pentecostés para que continúe la misma a través de la historia. Una vez descendido sobre los discípulos, los envió a los gentiles para purificarlos de sus idolatrías e iluminarlos con la luz de la fe por el bautismo. Elige a los ministros y les concede los carismas necesarios para su ministerio. Establece la Iglesia universal, y distribuye de modo permanente entre los fieles todos los dones espirituales. La conserva como un vaso siempre joven que contiene el perfume fresco del mismo Espíritu; por eso llega casi a identificarlos: «Donde está la Iglesia ahí está el Espíritu, y donde está el Espíritu de Dios ahí está la Iglesia y toda la gracia, ya que el Espíritu es la verdad» (III, 24,1; cf. 11,8; 17,2-3). Por ello quienes se apartan de la Iglesia para formar sus conciliábulos renuncian a la verdad y la salvación por el Espíritu de Cristo.
El Espíritu inspiró los Evangelios (cf. III, 11,8), porque, siendo el que preanunció a Jesús por los profetas, ahora lo anuncia por los evangelistas; el que descendió sobre los Apóstoles y los envió a todas las naciones, les comunicó su poder para actuar por medio suyo, convocó a los gentiles a la fe, les mostró el camino de la vida para la existencia en Cristo, y todavía purifica y eleva a las creaturas por el bautismo. Sigue llamando a cada uno de los cristianos a la vocación de la fe, para que pasen continuamente del campo árido de la gentilidad al terreno de Cristo, donde éste les da a beber de su Espíritu (cf. D 89).

7. María

La vocación de María halla su lugar en la Economía de la salvación. En San Ireneo ocupa un sitio privilegiado, al punto de ser el gran mariólogo del siglo II. María está al servicio, primeramente de la real y verdadera encarnación de su Hijo; luego de toda su obra salvífica de la humanidad. Por ello precisamente se insinúa ya en este Padre la imagen de María como figura de la Iglesia (cf. III, 10,2).
7.1. María al servicio de la Encarnación. Propiamente no hay herejías mariológicas, porque todo el misterio sobre ella está al servicio de su Hijo: las hay cristológicas, que de rebote afectan el proyecto de Dios sobre su Madre. Por ejemplo San Ireneo describe cómo Cerinto habría afirmado que Jesús fue un hombre común nacido de José y María, sin embargo elevado sobre los demás seres humanos por su justicia, poder y sabiduría (cf. I, 26,1). Las diversas sectas gnósticas, que no podían aceptar la carne verdadera de Cristo, afirmaban que no tomó ni carne ni sangre de María; sino que «pasó por ella como el agua por un tubo» (I, 7,2; cf. III, 11,3; 16,1) dejándolo seco, y por tal motivo ella sería virgen. Por eso San Ireneo insiste en el servicio de María, como Madre virgen:
7.1.1. Madre verdadera, de la que según los Evangelios nació Jesús como hombre completo, garantiza contra los gnósticos la realidad de la carne de Jesús, sin la cual es imposible la vida histórica de Cristo, y su muerte y resurrección reales: «Yerran quienes afirman que él nada recibió de la Virgen... De otro modo habría sido inútil su descenso a María: ¿para qué descendía a ella, si nada había de tomar de ella?» (III, 22,1-2) Todos los signos que el Evangelio nos ofrece de la real humanidad de Jesús, son una prueba de que «éste es el Hijo de Dios, Señor nuestro, Verbo existente del Padre, e Hijo del Hombre porque es de (ex) la Virgen María, que tuvo su origen de los hombres puesto que ella era un ser humano» (III, 19,3). Porque el Hijo, al hacerse carne, debía recapitular en sí lo que había caído (esto es, la humanidad heredera de Adán), el hecho de nacer realmente de María es la prenda de que él es hijo y descendiente de Adán, cuya simiente había de asumir para poder transformarla en lo que él es como Dios. Por eso su carne es la misma carne de María, hija de Adán (cf. III, 21,10, V, 1,2). Pero también por medio de ella Jesús se liga a la generación de Abraham y de David, y sólo por tal motivo el Hijo de María puede llegar a ser el cumplimiento de las promesas hechas a los Padres (cf. III, 16,2-3; D 35-36, 40, 59).
7.1.2. Madre virgen. Es el signo que el Padre eligió para revelar la divinidad de su Hijo y de su intervención salvífica directa en la historia del hombre (cf. III, 21,1.6). En realidad el verdadero signo de nuestra salvación no es ella, sino su Hijo: «El signo de nuestra salud es el mismo Señor, el Emmanuel nacido de la Virgen» (III, 20,3). Podríamos, pues, decir que la maternidad virginal de María es un signo del signo, es decir, un signo al servicio del que nos ha salvado. Idea, por otra parte, muy frecuente en este autor, como cuando escribe: «¿Cómo se librarán de la muerte que los ha engendrado, si no son regenerados por la fe para un nuevo nacimiento que Dios realice de modo admirable e impensado, cuyo signo para nuestra salvación nos dio en la concepción a partir de la Virgen?» (IV, 33,4).
Ireneo pone este «nacimiento de la Virgen» (I, 10,1), entre las verdades fundamentales de la Regla de la fe, heredada de la doctrina apostólica. El signo de la concepción virginal de Jesús (cf. III, 16,2; 19,1-2; 21,1.3-6; D 53) ocupa, en efecto, un lugar privilegiado en la reflexión de este Padre. Por ejemplo, comentando Jn 1,13, lo traduce en singular, con todos los Padres de los tres primeros siglos: «El cual nació no de la sangre, ni de la voluntad de carne, ni del deseo de varón, sino de Dios» (cf. III, 16,2; 19,2; V, 1,3). Este es el signo que indica la ausencia de intervención de semen varonil por unión sexual, en la concepción del niño. Por eso, quienes, como los ebionitas, afirman que Jesús nació de la unión de José con María, «perseverando en la servidumbre de la antigua desobediencia mueren, por no unirse con el Verbo de Dios Padre, ni participar de la libertad del Hijo» (III, 19,1; cf. III, 21, 5.8-10; D 36).
La virginidad está igualmente al servicio de la salvación del hombre cual signo de la recapitulación en Cristo: así como el primer Adán nació de «tierra no trabajada y aún virgen», y desobedeciendo se hizo cabeza de la humanidad destinada a la muerte, de modo semejante, «para recapitular a Adán en sí mismo, el mismo Verbo existente recibió justamente de María, la que aún era Virgen, el origen de lo que había de recapitular en Adán» (III, 21,10; cf. D 32).
Finalmente, está al servicio de la resurrección de su Hijo, y con ésta, de la resurrección nuestra. Porque sin verdadera carne (luego sin real maternidad de María), no habría en Jesús un cuerpo real que pudiese morir y resucitar; sin la divinidad (cuyo signo es la concepción virginal), veríamos en Cristo (luego en nosotros) sólo una carne muerta, que no tendría por qué resucitar. ¿Y cómo podrán creer en la resurrección quienes no creen en la concepción virginal? ¿No son ambos igualmente misterios de fe que dependen de la revelación del plan salvífico del Padre? (cf. D 38).
7.2. María, al servicio de la obra salvífica. San Ireneo recoge de San Justino la figura de Eva-María, pero la lleva muy adelante en su desarrollo teológico. Desde luego el uso de esta figura deberá centrarse en el concepto de la salvación del hombre mediante la recapitulación realizada por Cristo: desobediencia del primer Adán reparada por la obediencia del segundo Adán (recirculación que María reproduce al lado de su Hijo: cf. III, 22,4). Para Ireneo es claro que en la primera promesa de salvación (Gén 3,15), es la descendencia de la mujer, esto es Cristo, quien aplasta la cabeza de la serpiente (cf. III, 23.7; IV, 40,3; V, 19,1; 21,1).
En correspondencia con esta teología, sólo el Hijo de María es el redentor del género humano por su obediencia al Padre. Pero como la desobediencia de Eva que escuchó a la serpiente hizo posible el pecado de Adán, así la obediencia de María a la palabra del mensajero divino hizo posible la obediencia del Hijo hecho hombre al recibirlo en su seno y darle todo lo que él es humanamente. Más aún, Ireneo profundiza en la total sumisión de María a la misión que el Señor le encomendaba en la Anunciación; a tal punto que, así como hay una «recirculación» de Cristo a Adán, así lo hay de María a Eva. La obediencia de María es (por así decirlo) la condición humana para que su Hijo recapitule en sí a la humanidad; ya que, por el proceso de la recirculación, «siguiendo el modo inverso de la atadura, se han de desatar los primeros nudos, luego los segundos, los cuales a su vez desatarán los primeros» (III, 22,4). Ahí mismo este Padre de la Iglesia inicia un camino que seguirán muchos otros: «Lo que la virgen Eva ató por su incredulidad, la Virgen María lo desató por su fe». Abundan los Padres que hablarán sobre la peregrinación de la fe de María. Más aún, el hecho de que ella se hubiese mantenido fiel a esta fe en todas las pruebas, hasta la máxima de la cruz, es uno de los puntos fundamentales en los cuales ellos ven a la Madre como la primera redimida de su Hijo; y la fe de María como el primer fruto de la gracia de Cristo.
Se trata igualmente de los primeros signos de una teología sobre la asociación de María a la obra redentora de su Hijo, aunque de modo subordinado y en forma de servicio: de manera que, así como ambos sexos habían colaborado al inicio en el pecado, así también estuviesen uno al lado del otro en su reparación (cf. V, 19,1; 21,1; D 33).
7.3. ¿Una alusión al parto virginal?
Se trata de un texto muy conocido y al mismo tiempo muy discutido, entre los de San Ireneo:
«Otros (profetas) dicen: El es un hombre, ¿quién lo conoce? (Jer 17,9)... Han predicado al Emmanuel de la Virgen queriendo significar la unión del Verbo de Dios con su creatura; porque el Verbo de Dios se haría carne, y el Hijo de Dios Hijo del Hombre. Siendo él puro, abriría puramente la matriz pura que regenera los hombres para Dios, la cual él mismo hizo pura».[30]
Entre la multitud de opiniones, me parece muy equilibrada la de J. Plagnieux, cuando escribe que «querer inducir cualquier opción sobre el in partu sería petición de principio».[31] En el tiempo en que Ireneo escribió, el preguntarse por la virginidad en el parto sería una cuestión prematura. Es verdad que por entonces ya se empezaban a conocer las Odas de Salomón y la primera versión del Evangelio de Santiago, que describe el nacimiento milagroso de Jesús, sin necesidad de partera. Pero San Ireneo (si las conoció) en ningún lado parece influido por obras apócrifas.
Más bien el énfasis debe ponerse en la «matriz pura» (signo del Primogénito de ella nacido), por la cual somos regenerados en Dios, contra la doctrina gnóstica, que veía la carne como corrupta y como sucios los procesos de la generación y el nacimiento. El acento de la doctrina de San Ireneo está puesto en la obediencia de María, que acoge en la fe la concepción virginal de su Hijo, y así se convierte para el género humano en causa de salvación. Por eso P. Galtier subraya en el texto más bien la expresión: «La Virgen que nos regenera».[32] Esta expresión, que en San Ireneo indica el término de la obra redentora, se consuma con la muerte y resurrección de Cristo (cf. III, 16,9); pero ya está iniciada, más aún realizada, desde el momento en que el Hijo asumió nuestra carne del seno virginal de María. Esto es lo que el Padre de la Iglesia enseña diciendo: «Por su encarnación, el Señor nos devolvió a su amistad» (V, 17,1), porque desde ese momento recapituló en sí todo lo que habría de salvar, de cuanto habíamos perdido en Adán (cf. III, 18,1; III, 22,4; V, 1,3; 16,2); signo de lo cual es precisamente «lo inopinado de esta concepción» (III, 21,6).

8. Eucaristía

Es evidente el contexto apologético de sus alusiones a la Eucaristía, contra los gnósticos. Si la creación no es obra del único Dios, Padre de Jesucristo, sino el producto de un dios secundario, que habría hecho el mundo material por pasión e ignorancia y como salido del desecho; si, más aún, el cuerpo de Cristo es sólo aparente, ¿cómo pueden atreverse a celebrar la Eucaristía? Contra ellos argumenta:
No pueden creer que el Hijo de Dios está presente en el pan consagrado, porque éste es un elemento material, un fruto de la creación de Dios hecha por medio de su Hijo. Y ¿cómo pueden creer que el cuerpo y sangre de Cristo se nos dan como alimento del cuerpo y del alma para la resurrección definitiva, si rechazan la resurrección de la carne, a la que consideran corrupta? (cf. IV, 18,4-5). Y, pues el alma por naturaleza no se corrompe, el cuerpo corruptible es el que necesita participar de la resurrección de Cristo. Los herejes son incongruentes al celebrar la Eucaristía, porque no hay concordancia entre la fe en ella y sus doctrinas. Se apartan de la salvación al despreciar el medio que para alcanzarla nos ha ofrecido el Señor. En cambio, «para nosotros concuerdan lo que creemos y la Eucaristía y, a su vez, la Eucaristía da solidez a lo que creemos» (IV, 18,5).
Ni pueden aducir que en la Eucaristía se hace presente un Cristo sólo pneumático, pues el Señor nos dio su cuerpo para desarrollar nuestro cuerpo y su sangre para alimentar la nuestra. Y de este modo nos hace miembros de su propio cuerpo, que espera resucitar con él. Pero, si la carne no se salva, «ni el Señor nos redimió con su sangre, ni el cáliz de la Eucaristía es comunión con su sangre, ni el pan que partimos es comunión con su cuerpo. Pues la sangre no proviene sino de las venas, de la carne y de todo el resto de la sustancia humana, la cual el Verbo de Dios se hizo de verdad para redimirnos con su sangre» (V, 2,2-3).
Es también muy clara la alusión a la Eucaristía como el sacrificio definitivo de Cristo, en el que se cumplen los del Antiguo Testamento (cf. IV, 17,5).
Teológicamente se siguen muchas consecuencias. Si el pan y el vino, por la Palabra de Dios, se convierten en el cuerpo y sangre salvíficos de Jesucristo, entonces la Eucaristía es la síntesis de los dos elementos: el material (pan y vino de la tierra) y el espiritual (el que viene del cielo). Pero si esto es así, se sigue que: 1º la creación de la materia es buena, porque se ofrecen al Señor los mismos dones que él ha hecho para nosotros (cf. IV, 17,5); 2º es verdadera la encarnación del Señor; 3º tiene salvación la carne que el Verbo de Dios ha tomado para sí (cf. IV, 18,5); 4º el pan y el vino se transforman realmente en ese cuerpo y esa sangre; 5º en nuestra comunión con este cuerpo y sangre, nos hacemos miembros de Cristo, y es la manera como, haciéndonos uno con él, junto con él resucitaremos para siempre (cf. IV 18,5).
Litúrgicamente San Ireneo transmite pocos datos: se ofrecen pan y vino con agua («cáliz mezclado»: V, 2,3); la conversión del pan y del vino se realiza mediante «la Palabra de Dios» (ibid.), la misma Palabra que plasmó toda la creación material, incluso el trigo y la vid cuyos frutos ofrecemos; la consagración se realiza mediante la epíclesis (o invocación) sobre el pan y el vino (cf. IV, 18,5); el rito concluye con la comunión del cuerpo y la sangre.

9. Antropología

Ante todo San Ireneo siempre reconoce al ser humano como una creatura de Dios (cf. D 4, 8, 11, 13), la única querida por sí misma: todas las demás fueron hechas para su servicio (cf. III, 5,3; 24,2; IV 6,2; V 29,1). Conviene notar a este respecto un detalle importante: cuando este Padre se refiere a la creación del cuerpo humano, prefiere usar la palabra «plasmar», de modo que el ser humano es una plásis de Dios[33]. Este verbo significa «modelar con la mano». Rememora el texto de Gén 2,7: Dios tomó el barro de la tierra y «modeló» (éplasen) al hombre. Contra los gnósticos, San Ireneo prefiere esta expresión, para subrayar que el ser sólo es humano si es creado por Dios en su cuerpo.
En repetidas ocasiones enseña que el ser humano es un compuesto natural de alma y cuerpo (cf. II, 13,3; 29,3; IV Pr. 4; 13,2, V, 3,2; 7,1-2). Aunque por la reiteración su pensamiento resulta claro, sin embargo hay un texto antignóstico en el cual, por exclusión, su doctrina resulta nítida. Los herejes, para hablar de la salvación del ser humano, afirmaban que sólo el espíritu (semilla de la divinidad) vuelve al Pléroma. El cuerpo se pierde y el alma, a lo más, asciende a la morada del Demiurgo. San Ireneo les replica: «Si su cuerpo se corrompe y el alma se queda en la Región Intermedia, nada queda del ser humano para que entre en el Pléroma» (II, 29,3).
«Dios hizo al hombre libre»; pero esto no significa carencia de norma: «Tanto a los seres humanos como a los ángeles otorgó el poder de elegir, a fin de que quienes le obedecen conserven para siempre este bien como un don de Dios que ellos custodian» (IV, 37,1). Este don tiene, en el plan divino, un fin muy elevado: sin ser libre, el ser humano no podría amar, ni merecer, ni alcanzar la felicidad eterna: sería un autómata. Pero la libertad tiene sus riesgos.
El Padre hizo esta creatura con sus manos (cf. V, 1,3; 5,1; 16,1), esto es su Verbo y su Espíritu, «a su imagen y semejanza»[34]. Algunas veces San Ireneo especifica: lo hizo a imagen de Cristo (cf. D 22), quien a su vez es imagen del Padre; y destinado a hacerse su semejanza, por la obra del Espíritu (cf. V, 8,2-3; 9,1-3; 10,1-3). Por eso fue dirigido desde el principio a la incorrupción (cf. III, 20,2; D 18), que de por sí es un atributo divino. Por ello, si el hombre puede vivir para siempre, no lo debe a su naturaleza, sino a don del Padre por su Espíritu.
Mas el ser humano perdió esta orientación en su destino, por culpa del pecado, a partir de la culpa de Adán, por el cual entró la muerte en el mundo (cf. III, 18,7; 23,6-7; IV, Pr. 4; 22,1, V, 3,1; 21,1-2; D 31, 33). El pecado no es un dato de la estructura natural del hombre, sino que procede del libre rechazo del plan divino. Todo pecado es, pues, desobediencia culpable. El Padre, que creó al hombre para amarlo, no quiso abandonar su obra en manos del demonio tentador que lo había seducido y sujetado a servidumbre en el paraíso (cf. IV, Pr. 4). Por eso descargó su maldición sobre la serpiente (cf. IV, 41,3), es decir el demonio que por envidia y maldad había tentado al ser humano; en cambio tuvo compasión de éste, pues había pecado por debilidad y engaño (cf. III, 23,5). Para reparar la obra hecha a imagen de su Hijo, el Padre lo envió en carne humana para que, asumiendo todo lo que es nuestro, por su obediencia restaurara en nosotros la imagen primera.
Si luego el ser humano por la gracia recibe al Espíritu de Dios y de esta manera se convierte en un hombre espiritual, entonces también es un hombre perfecto (cf. V, 6,1; 8,2; 13,3). En cambio los hombres carnales son aquellos que viven conforme a las habitudes de las bestias, rechazando la guía del Espíritu con tal de seguir sus apetitos carnales para satisfacerlos (cf. V, 8,2). Cierto que, como San Pablo, reconoce que el «hombre perfecto» está formado de cuerpo, alma y Espíritu (1 Tes 5,23); pero este último no es un componente natural de la substancia humana, sino el don de Dios que la eleva y perfecciona. Así pues, el orden antropológico subyacente en sus obras supone que el hombre, al principio, ha sido creado material, ha recibido el alma para vivir como humano, y sólo después el don del Espíritu para hacerse semejante a Dios (cf. V, 9,1; 12,2). Son los herejes gnósticos quienes, por rechazo del cuerpo y menosprecio del alma, han inventado que el hombre está naturalmente compuesto de cuerpo, alma y espíritu, y sólo éste vuelve al Pléroma.
El Espíritu Santo, una vez fundada la Iglesia, sigue inspirando a los fieles y los eleva al Padre, para hacerlos hijos de Dios por adopción en el Hijo, del que somos semejantes por la presencia del Espíritu que habita en nosotros y nos hace sus templos (1 Cor 3,16). La alusión a San Pablo da a San Ireneo la ocasión de refutar nuevamente a los gnósticos. Estos pretendían que sólo el alma se salva en la Región Intermedia, mientras el cuerpo, como creado por un dios de orden inferior, está destinado a corromperse. Tal doctrina contradice la doctrina del Apóstol, ya que éste no llama templo del Espíritu al alma, sino al cuerpo del hombre; así como Cristo, cuando dijo: «Destruid este templo» (Jn 2,19.21), se refería a su cuerpo; y porque somos en nuestra carne templos del Espíritu, somos también miembros del Cuerpo de Cristo (cf. V, 6,2). Este mismo Espíritu en el Antiguo Testamento aconsejaba a los profetas desde su propio interior para que preanunciasen a Cristo, y justificaba a los santos; así ahora, en el tiempo de la Iglesia, continúa por una parte dando a conocer y anunciando la verdad sobre Cristo, desde la inspiración interna de los creyentes; pero sigue también elevando a éstos hasta la filiación del Padre, ya que éste en la creación por su Sabiduría ordenó a sí todas las cosas, y prosigue su misma Economía en favor nuestro (cf. D 5, 42).

10. Escatología

El Espíritu en la vida escatológica. Si el Espíritu que habita en nosotros es la vida misma y el dador de la vida, entonces no desaparecemos con la muerte. El Espíritu de Dios, en efecto, permanece porque es incorruptible y eterno, pero también duran sin fin la promesa y la Economía salvífica del Padre. Nosotros viviremos para siempre porque fuimos hechos su templo y hombres espirituales. Si la carne tendrá parte en la eternidad de Dios, se lo debe al hecho de haber sido, a semejanza de la carne de Jesús resucitado, enteramente poseída por el Espíritu (cf. V, 7,2; 13,4).
Esta esperanza tiene un soporte en la antropología de San Ireneo. Describe la obra de la resurrección final como una segunda creación en paralelo con la primera: en ésta Dios creó el cuerpo de la tierra, le infundió el alma que es su aliento de vida, y luego le dio el Espíritu como su don exquisito. Pues como la primera vida natural perfeccionada por la gracia es obra del Espíritu, así también «la resurrección de los fieles es obra de este Espíritu: el cuerpo recibe de nuevo el alma, y con ella, por la fuerza del Espíritu Santo, (los fieles) resucitan y son introducidos en el reino de Dios» (D 42). Después de la muerte cambia el estado de la existencia humana, pero no la obra del Espíritu de Dios, ni el proyecto divino y su promesa de salvación, que se realizó en esta tierra precisamente en vista de la resurrección definitiva con Cristo. Por eso el Espíritu no hace sino continuar en la carne humana, aunque de diversa manera, la misma obra que realizó durante nuestra vida en este mundo, sólo que llevada a su madurez completa (cf. V, 12,2.4).
Esta adultez se mostrará de múltiples maneras en continuidad con el camino que ahora recorremos bajo su guía. La resurrección significará para cada uno de los creyentes participar en plenitud de la filiación divina; pues fuimos creados desde el principio a fin de ser imágenes del Hijo. Y como un hijo se asemeja a su padre, así nosotros seremos entonces semejantes a Dios, porque el Espíritu nos ha ido transformando desde esta tierra al habitar en nosotros como en su templo. San Ireneo alienta la esperanza: si cuando tenemos ahora al Espíritu en prenda, podemos con derecho clamar: «"Abbá, Padre", ¿qué hará la gracia total del Espíritu que Dios otorgará a los hombres?» (V, 8,1)
Otro modo de llevar a plenitud su obra será darnos la visión del Padre. Porque el Espíritu continúa siempre su misión: en este mundo era la de mostrar al Padre y a su Hijo Jesucristo. Si en el Antiguo Testamento reveló al Padre y dispuso el camino a la venida del Hijo mediante la inspiración profética, «preparando al hombre para el Hijo de Dios» (IV, 20,5); si en el Nuevo le ha manifestado al Hijo en la carne y su acción en la Iglesia, «para que el hombre fuese educado y meditase cómo disponerse para la gloria que habría de revelarse a quienes aman a Dios» (IV, 20,8); entonces también será él quien lo consolidará para que «se eleve a la gloria y en la gloria contemple a su Señor» (IV, 38,3).
Cierto que también habrá un castigo para los rebeldes contra Dios, que desobedecen sus Leyes y rechazan su Economía. Ya lo hubo desde el principio, cuando «se impusieron al hombre los sufrimientos, el trabajo de la tierra, comer el pan con el sudor de su frente, y volver a la tierra de la que había sido sacado (Gén 3,17-19). También a la mujer se le castigó con sufrimientos, trabajos, llanto y dolor en el parto, así como el sometimiento en cuanto debe estar bajo su marido (Gén 3,16)». Pero «Dios no quería ni que, por una parte, quedaran hundidos en la muerte; ni, por otra, si no eran castigados, pudieran despreciar a Dios» (III, 23,3). Igualmente habrá condenación definitiva para quien de modo contumaz rechace el plan del Padre. Pero no es Dios quien condena al ser humano, a quien creó por amor y lo destinó para la vida; sino que éste «se condena a sí mismo (Tt 3,11), porque resiste (2 Tim 2,25) a su salvación» (III, 1,2; cf. IV, 39,4; V, 27,2).
Finalmente culmina su obra en una profesión de esperanza: «En todo esto y a través de todo, se ha revelado el mismo Dios Padre, el Creador del ser humano que prometió la herencia de la tierra a los padres, el que la dará a los justos en la resurrección, cuando cumplirá las promesas en el Reino de su Hijo, y como Padre nos otorgará todo aquello que ni el ojo vio ni el oído oyó ni entró en el corazón del hombre (1 Cor 2,9). Porque hay un solo Hijo, el que cumplió la voluntad del Padre, y una sola raza humana, en la cual se cumplen los misterios de Dios que los ángeles desean contemplar (1 Pe 1,12)... Porque tuvo en su mente que su Hijo Primogénito, el Verbo, descendiese a su creatura, o sea a la obra que había modelado, a fin de que ésta lo acoja y a su vez sea acogida por él, y se eleve hasta el Verbo, superando a los ángeles por hacerse a imagen y semejanza de Dios» (V, 36,3).

[16] Cita en general el Antiguo Testamento en su versión de los LXX, que supone inspirada (cf. III, 21,2). El Espíritu Santo es quien conserva la integridad de la doctrina (cf. III, 24,1). El impulsó a algunos de los Apóstoles para que consignasen por escrito la predicación y actividad, sea de Cristo, sea de la Iglesia apostólica. Así han nacido los libros que la Iglesia conserva con particular veneración. Entre éstos destacan «el Evangelio en sus cuatro formas» (III, 9,1-11,9), los Hechos de los Apóstoles (cf. III, 11,9-12,15) y las cartas de San Pablo, cuya autoridad está unida a la de los Apóstoles y en particular a la de Pedro (cf. 13,1-15,1).
[17] «Lo viejo y nuevo que se saca del tesoro, puede sin dificultad representar los dos Testamentos: lo viejo, la Antigua Ley, y lo nuevo, la vida según el Evangelio» (IV, 9, 1).
[18] La autoridad de la Iglesia de Roma no tiene par, por haber sido fundada por los Apóstoles Pedro y Pablo. Por ello «es necesario que cualguier iglesia esté en armonía con ésta, que es la más garantizada» (III, 3,2). San Ireneo ofrece la lista de los obispos sucesores de Pedro hasta su tiempo, que él conoció durante su estancia en Roma (cf. III, 3,3).
[19] Así la llama en Demostración de la fe apostólica 3 (citada D); en ed. de E. Romero Pose (Fuentes Patrísticas 2), Madrid, Ciudad Nueva 1992, p. 56, nota 1: «La Regla de la fe (tòn tês písteos kanóna; cf. D 6), la Regla de la verdad (cf. I, 1,20; I, 9,4; I, 14,3; I, 22,1; III, 1,2-5; 4,1; IV, 35,2-4; V, 20,1) son los contenidos fundamentales del cristianismo, la doctrina de los apóstoles transmitida por la Magna Iglesia, garantizada por la sucesión apostólica y normativa para todas las iglesias. La Regla de fe la recibe el cristiano en el bautismo (cf. I, 9,4)».
[20] Cf. D 7. Criterio muy común en la Iglesia, por ej. cf. S. Basilio, Libro sobre el Espíritu Santo X, 24 y 26; XXVII, 67: PG 32, 112-113; 193.
[21] I, 10,1. Desde su juventud San Ireneo estuvo en contacto con la Tradición Apostólica a través de Policarpo, formado en la escuela joánea. Confirmó este criterio con su viaje a Roma, donde conoció los datos sobre la sucesión de la sede apostólica, la misma que consignó en III, 3,1-3. Constantemente procuraba informarse acerca del legado doctrinal a partir de los Apóstoles (cf. II, 22,5; V, Pr).
[22] Cf. V, 20,1. Esta fe viene de la Escritura, que Ireneo lee siempre de manera trinitaria, incluso interpretando así muchos de sus símbolos (cf. IV, 6,7; 9,2; 20,12; 33,7; V, 8,2).
[23] Cf. IV, 9,2. Es constante su insistencia en que fue el mismo Dios Padre quien creó por su Hijo en el Espíritu (cf. II, 30,9; IV, 20,1). Comenta J. MAMBRINO, "Les deux mains de Dieu dans l'oeuvre de saint Irénée", Nouvelle Revue Théologique 79 (1957) p. 360: «El abismo infranqueable que los gnósticos habían colocado entre Dios y el mundo, quedaba así abolido, san Ireneo va a sacar todas las consecuencias desarrollando a través de su obra esta idea primera, por la aplicación que hace a la Trinidad».
[24] Nos referimos al concepto de lo que, desde Tertuliano, comenzó a llamarse la Trinidad. San Ireneo aún no usa este vocablo.
[25] Vocablo posterior a Ireneo para identificar los caracteres del Padre, del Hijo y del Espíritu.
[26] J. MAMBRINO, Op. cit., p. 362.
[27] V, 5,1; cf. 1,3. Comenta C. GRANADO, "Las manos de Dios. Lectura de textos patrísticos", Proyección 29 (1982), p. 90: «En Adán aprendieron las manos de Dios a trabajar al hombre. En efecto, después de crearlo lo trasladaron al Paraíso. Ello supuso un aprendizaje. El texto es matizado. Dice que las manos de Dios se habían habituado en Adán a adaptarse a asir, a llevar en brazos, a transportar y a colocar al hombre, obra suya, donde quisieran. Ya se ve la imagen. Al hijo pequeño se le trata de este modo y no opone resistencia. Lo que hicieron aquellas manos una vez en Adán, se repite luego a lo largo de la historia de la salvación».
[28] Palabra muy común en San Ireneo y en los demás Padres de la Iglesia, que en general quiere decir el plan salvífico de Dios; pero en muchas ocasiones indica la encarnación que lleva a cabo ese proyecto.
[29] «Su doctrina es delincuencial, en cuanto que fabrica muchos dioses, imagina diversos Padres, y en cambio disminuye al Hijo de Dios y lo divide en muchos» (III, 16,8).
[30] IV, 33,11: «Quoniam Verbum caro erit, et Filius Dei Filius hominis, purus pure puram aperiens vulvam eam quae regenerat homines in Deum, quam ipse puram fecit»: ho katharòs katharôs tèn katharàn anoíxas métran tèn anagennôsan toùs anthrópous eis Theón, hèn autòs katharàn pepoíeke.
[31] J. PLAGNIEUX, "La doctrine mariale de saint Irénée", Revue des Sciences Religieuses 44 (1970) 181-183.
[32] Cf. P. GALTIER, "La Vierge que nous regénère (Adv. haer. III, 33,4.11)", Revue des Sciences Religieuses 5 (1914), pp. 138-141.
[33] Una multitud de pasajes: cf. Indice analítico general.
[34] Muchos textos. Cf. «Imagen» y «Semejanza» en índice analítico.

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