¿La democracia de quién? Las capacidades de la gente normal
Poco
antes de la independencia de Papúa New Guinea en 1975 tuve la gran
suerte de poder estudiar Antropología, Sociología y Política en la
universidad de ese país (UPNG), que había sido fundada diez años antes.
Era como un laboratorio de descolonización donde científicos y sabios de
todo el mundo compartían su experiencia en todo: agricultura y medicina
tropical, administración pública, estudios de desarrollo, literatura
del tercer mundo y mucho más. Eran años intelectualmente agitados,
activismo de los estudiantes (y profesores), marxismo, feminismo,
oposición a la guerra de Vietnam, “lo pequeño es hermoso” (Schumacher),
amor libre y fiestas, muchas fiestas. Muchos creíamos que Papúa New
Guinea sería diferente. No podía convertirse en otra neo colonia. Sus
futuros dirigentes eran compañeros de estudios y amigos. Sufrimos juntos
los efectos de los gases lacrimógenos en las manifestaciones en contra
de la invasión Timor Oriental y, codo con codo, luchamos contra los
burócratas para conseguir un huerto para los estudiantes (la porquería
que nos daban en el comedor era el preludio de enfermedades
nutricionales). Algunos de aquellos amigos llegaron a ser políticos en
este país de grandes recursos y contribuyeron a convertirlo en uno de
los más corruptos del mundo con un nivel de violencia (principalmente
sexual) muy alto y donde el porcentaje de población por debajo del
umbral de pobreza (1 dólar al día) es del 50 %. Algunos de aquellos
notables profesores realizaron carreras profesionales bastante anodinas
en otros lugares. Ken Good se mantuvo brillante y fiel a sus ideales.
Ken Good,
un respetado africanista, era deportado de Rhodesia en los primeros años
de la década de los setenta por haber herido los sentimientos de Ian
Smith con sus críticas cáusticas y aceradas. En el 2005, por ser “una
amenaza a la seguridad nacional” lo fue también de Botsuana donde era
catedrático en el Departamento de Ciencia Política y Administración
pública en la Universidad de Botsuana. ¿Por qué? Porque había su firma
en un estudio titulado “La sucesión presidencial en Botsuana no es un
modelo para África”. El Fiscal General calificó al profesor de 72 años y
de salud delicada de “bandido”.
El futuro
bandido fue uno de mis profesores en la UPNG, el mejor que nunca he
tenido. Después de cuarenta años es un gran amigo. Doy estas referencias
no para confesar mi partidismo, sino porque Ken, la persona, no puede
separarse de sus escritos. Siempre ha sido un acérrimo defensor de los
oprimidos y un crítico inflexible de cualquier élite antidemocrática y,
todavía hoy con más de ochenta años, es un incansable luchador. Este
último libro de Good destila la esencia de su pensamiento: “Confiad en
las capacidades de la gente, desconfiad de las élites”.
En la lista de diez libros de política más vendidos en marzo de 2015 del New York Times destacan American Sniper
en primer lugar, seguido de dos libros más de temática bélica y otro de
uno de los organizadores de la campaña de Obama. Encontrar una
editorial que quiera publicar una obra como la de Ken no sería fácil. Y
Ken tampoco no lo tenía fácil. El libro, por fin editado, cuesta 83,64
dólares en Amazon, un precio inalcanzable, lo que sugiere (juntamente
con el hecho de que, según las superventas, “la política” se hace por
los marines, francotiradores o colegas de Obama) que la democracia
autentica verdad se va a pique. Good tiene mucho que decir sobre ello,
pero los medios de comunicación del sistema no pondrán nunca su libro en
la lista de los más vendidos. Una voz como la de Ken molesta a personas
como al gran experto en “democracia” Festus Mogae, antiguo presidente
de Botsuana, y al 1% de personas que dominan el mundo. La democracia no
está bien, sin embargo este importante manual de democracia no ha
desplazado los libros de temática militar tipo Rambo de la lista. Dada
la grave crisis actual de la democracia, está en contra de toda lógica,
como mínimo.
La
democracia de Ken Good trata de las organizaciones de base, de la
educación radical y los eternos ideales de libertad, justicia y respeto
por la dignidad de todos los humanos, una sociedad y proceso
sociopolítico en el cual el pueblo toma las decisiones en los asuntos
que los afecta. Si la “democracia representativa” es el feudo de las
élites competitivas que son elegidas por su riqueza y fama – la lucha de
clases de Warren Buffet (“es mi clase, la clase de los ricos, que hace
la guerra, y estamos ganando”) – la democracia participativa de Good es
“la aspiración y el impulso por parte de hombres y mujeres resueltos”
que combaten las arraigadas desigualdades de poder, fracasan más veces
que las que ganan, y saben que otros van a seguir intentándolo guiados
por “la verdad natural y lustre” de los principios eternos: “No dudamos
que la posteridad pueda cosechar los beneficios de nuestras
tribulaciones a pesar de lo que nos pueda suceder” (Freeborn John
Lilburne, 1648).
Good se
mueve a sus anchas por el espacio y el tiempo mostrando como estos
principios han estado siempre vigentes y todavía lo están hoy. Empieza
con la democrática Atenas (508 – 322 ANE), donde “los límites impuestos
al poder de las élites hizo posible la extensión del poder entre el
pueblo” (p. viii) a lo largo de casi dos siglos durante los cuales el
pueblo común fue “sujeto activo, consciente y decidido por derecho
propio” (p. 17). En aquellos tiempos de guerra casi constante el sistema
no se colapsó por sus contradicciones internas sino por la fuerza
externa de Alejandro el Magno. Good acertadamente destaca el contraste
entre su longevidad y la brevedad de los estados totalitarios del siglo
veinte. El supuestamente milenario Reich de Hitler solo duró doce años.
El
siguiente estudio es de “la democratización profundamente incompleta del
Reino Unido”. La situación a mediados del siglo diecisiete era de
feudalismo moribundo: el nacimiento del capitalismo en la agricultura y
en el comercio, y los enfrentamientos entre el Catolicismo y las
iglesias protestantes, y también entre el Parlamento (de comerciantes y
nobles) y el rey Carlos I. La Guerra Civil (1642 – 1651) ocasionó la
pérdida de medio millón de vidas, si se incluyen los conflictos en
Escocia e Irlanda (p.22). Los pobres (alrededor de los 100,000),
representados por los Levellers(Niveladores), irrumpieron en el
escenario, reivindicando soberanía popular, rendimiento de cuentas y
respeto incluso por los derechos de “los más pobres que hay en
Inglaterra” (p.25). Sin embargo aquí hay una matización o advertencia.
Good (p. 26) cita a Pauline Gregg la biógrafa de Lilburne: “el
igualitarismo de los Niveladores fue más revolucionario en la idea que
no en contenido real, porque la doctrina no les llevaba a aliarse con
los desposeídos por debajo de ellos.”
A finales
del siglo XVII y principios del XVIII los héroes del pueblo llano eran
los bandidos, ladrones y los hombres y mujeres que resistían activamente
a los ricos y poderosos. La “tanatocracia” (término acuñado por Peter
Linebaugh) respondió con un “masacre legal”. Cada seis semanas un jurado
de pequeños propietarios realizaba el trabajo sucio de la oligarquía y
determinaba quién debía morir en los “días de los ahorcados” de Londres.
Estos días cinco personas murieron en el espectáculo de la horca – el
“árbol de Tyburn”, para dar la lección contundente: No hay que oponerse a
los ricos. Centenares de personas fueron ahorcadas, la mayoría mujeres y
hombres irlandeses, marinos, tejedores, carniceros y miembros de la
comunidad negra. “La oligarquía profundamente corrupta ahorcaba a los
pobres por razones triviales y a menudo por un hurto necesario
(necesario para sobrevivir), mientras los poderosos practicaba el robo y
la avaricia a gran escala” (p. 30). En Inglaterra, el advenimiento del
capitalismo industrial, el sistema de salarios calibrados y un régimen
disciplinario draconiano en las fábricas convirtió en obsoleto el
espectáculo de los ahorcados. No obstante, fue exportado y sobrevivió
hasta bien entrado el siglo XX en la colonia británica de Kenia, donde
1.090 Kikuyu – rebeldes Mau Mau− fueron ahorcados entre 1952 y 1960. Los
métodos que no son aceptables en casa pueden siempre ser usados en
otras partes (los actuales “asesinatos selectivos”, por ejemplo)
La
industrialización trajo una gran turbulencia social. “La transformación
de la organización de la producción fue un proceso potente y
totalizador” (p. 36). Como lo describe en el informe de 1832, en
términos propios de William Blake: “hombres, mujeres y niños están bajo
el yugo de hierro y vapor” (p. 37). Ante la brutalidad del sistema la
oligarquía necesitó protección. Hacia 1814 unos 890.000 hombres fueron
armados y “empleados regularmente” (p. 42) frente a los civiles
desarmados.
Sin embargo, con el Cartismo
(1838 – 1858) y los pocos medios disponibles para la gente más pobre
–revueltas, sublevaciones y otras acciones consideradas ilegales – unos
dos o tres millones de personas siguieron resistiendo. Los trabajadores
crearon organizaciones de ayuda, sociedades benéficas, cooperativas,
grupos educativos, sociedades de ayuda a los enfermos, sociedades
funerarias, sindicatos y, por último, el Partido Laborista. Con la
solidaridad y resistencia basadas en la antigua cultura democrática del
país se luchaba contra un sistema corrupto y se reivindicaba el sufragio
universal, un gobierno limpio y una democracia participativa. Lo que
siguió no tuvo mucho que ver con ello.
[…]los
éxitos de las clases trabajadoras se mezclaron con el fracaso.
Confiaron en sus propias capacidades para construir una serie de
organizaciones de ayuda y su confianza se tradujo en una mejora de las
condiciones de vida y de trabajo, en la reducción de la corrupción y en
una ampliación de sus capacidades de participación. Sin embargo
fracasaron en controlar a las élites que al fin surgieron en el Partido
Laborista […]. Las instituciones y los valores de la participación se
incorporaron a un modelo pasivo de democracia liberal dominada por las
élites. El resultado fue atrofia. La erosión del mundo cultural del
trabajo se finiquitó en los años noventa del siglo pasado. El mundo
cultural de la democracia popular se fue con él (pág.56).
En su
interesante capítulo sobre Sudáfrica subtitulado mordazmente “El pueblo
contra la predominante y militarista élite etno-nacionalista”, Good
desmonta a conciencia el mito de “los héroes de la lucha”, la fábula que
“la democracia es un don de unos hombres extraordinarios que a veces se
encuentran en circunstancias ‘milagrosas’, como Nelson Mandela y F. W.
De Klerk, 1990 – 1994, para proporcionar un buen gobierno al pueblo
afortunado” (p. ix). Los principales periódicos están llenos de
historias sobre las penas del presidario célebre, el atleta Oscar
Pistorius, que mató a su novia; pero casi nadie se atreve a hablar del
deplorable legado político y social del Congreso Nacional Africano de
Mandela, que ha ayudado a modelar esta cultura violenta. Tampoco se
reprime Good en describir los delitos y la inmunidad de
Madikizela-Mandela (más conocida por Winnie), o el “autoritarismo y
elitismo que se esconde en las ideas de Mandela” (p. 102) y como la
cuidadosamente cultivada imagen del Gran Hombre amordazó a los críticos.
“El gobierno de los héroes de la lucha fue democrático en sí mismo” (p.
103). Lo dictaron los héroes.
Los héroes
crearon un gobierno caracterizado por sectarismo y avaricia. La
Sudáfrica del presidente Zuma está sin liderazgo mientras él intenta
controlar las belicosas facciones de su partido, atender a sus seis
esposas (último recuento) y en acumular riqueza. El resultado se ve
claro con unos pocos datos (p. 208). En 2011 una mayoría de la gente de
Sudáfrica vivía en la pobreza; un 58% ganaban unos 30$ (24€) al mes; el
36% estaban sin trabajo pero, para los menores de 35, el paro alcanzaba
el 73%. La pobreza está empeorando. El número de personas que viven con
menos de 1$ al día aumentó 1,9 millones en 1996 a 4,2 millones en 2005.
Todo ello coincide con “la incapacidad del estado y la indiferencia de
la clase dirigente” (p. 209). La “incapacidad del estado” se manifiesta
en la indiferencia hacia áreas tan vitales como el agua y las
instalaciones sanitarias, vivienda, educación y la nula disposición a
atajar violencia endémica. Después de todo “el Estado” tiene casas
fortaleza con guardias armados.
El
capítulo seis está dedicado a la “política viva” del poco conocido
“Movimiento Autónomo de los Pobres”. Es tal vez la más importante
contribución de Good en este libro. Se pensó que el fin del apartheid
significaría el final de los tugurios en las periferias de las ciudades.
La situación era extrema: en 1994 el déficit de viviendas urbanas se
situó en 178.000 por año. Las condiciones de vida en muchos
asentamientos eran terrible, por ejemplo, 6.000 personas compartiendo
seis lavabos, viviendo entre sus propios desechos, intentando que los
niños no prendieran fuego con las velas y con horas de cola para
conseguir agua.
Un hombre
joven, S’bu Zikode, que había vivido en los asentamientos de los
suburbios de Durban, se propuso cambiar las cosas. A los 25 años era el
presidente del Kennedy Road Development Committee (KRDC) y decidió
“reestructurar todo en términos de democracia” (p. 202). El KRDC
movilizó a la gente joven con actividades juveniles e intentó trabajar
con organizaciones de la ANC y el Ayuntamiento de Durban para solucionar
los problemas de la comunidad. Las mentiras y las promesas incumplidas
les llevó a pasar a la acción. Se creó una nueva organización por y para
los habitantes de los asentamientos, Abahlali base Mjondolo (AbM), que
llegó a representar millares de personas en más de treinta
asentamientos. El AbM democratizó la administración de los
asentamientos, paralizó los desahucios, consiguió algunas concesiones
con relación a los servicios, conectó ilegalmente la electricidad,
construyó sanitarios, guarderías y combatió la exclusión de los pobres
de la vida y los servicios de la ciudad. Todo ello convirtió las
comunidades en activas, organizadas y reivindicativas.
Desde
luego la represión no tardó en llegar pero incluso cuando sus líderes
pasaron a la clandestinidad el movimiento persistió. Como un eco de los
Niveladores declararon que tenían la fuerza moral de “aquellos que saben
quiénes son… porque luchan… y dicen la verdad” (p. 206). La violencia
del estado contra los que protestan llegó a su punto más álgido el 16 de
agosto de 2012 en la mina de platino Marikana donde la policía causó 34
mineros muertos y unos 80 heridos. La lección del “árbol de Tyburn”
ahora se da mediante de balas: mira lo que te pasa si te sales del
rebaño. La policía sudafricana mató a 566 personas entre 2009 y 2010.
Esta es una guerra contra los pobres. Los miembros del AbM o los mineros
que viven y trabajan en condiciones duras y peligrosas que quieren
participar e influir en las decisiones que les afectan en sus vidas
diarias son “bandidos”, enemigos del estado. Las conexiones entre
militarismo, criminalidad y la ANC salieron a la luz con la masacre de
Marikana y producto de esta cultura de la violencia e impunidad es una
clase dirigente incapaz de administrar un estado moderno.
Los
pobres, trabajando con miembros no corruptos de los sindicatos,
especialmente, COSATU (Congreso de los Sindicatos de Sudáfrica), están
intentando construir una mayoría política a partir de una mayoría
social. Como AbM, el Movimiento de parados, ha declarado que su misión
es humanizar la política y “seguir trabajando para unir todas las luchas
– en los suburbios, en las minas y en los campos – en un movimiento
revolucionario de masas de los trabajadores y los pobres que pueden
cambiar esta sociedad desde abajo” (p. 224). Good destaca que ningún
país, tampoco la Sudáfrica del ANC, puede ser comprendido sin relación
con el resto del mundo. El elitismo generado internamente es un peligro
en todas partes. Y las élites locales, por muy represivas que sean, son
de poca monta en comparación a las élites globales y sus organizaciones
para auto-enriquecerse como el OMC que está rápidamente destruyendo el
planeta.
Los dos
impresionantes capítulos sobre Sudáfrica están separados – un error de
estructura en mi opinión – por los capítulos 4 y 5, “Democracia en el
núcleo del capitalismo: Alienación y Disfunciones” y “Democratización de
Portugal a Polonia, 70-90, y en Túnez desde 2010”. El anterior trata de
la forma liberal de la democracia capitalista dominante en el Reino
Unido y los Estados Unidos durante 150 años que actualmente está
desacreditada por la alienación, la corrupción, las instituciones
disfuncionales, las definiciones draconianas de “seguridad nacional”,
leyes mordaza, desprecio por el pueblo y la codicia de las élites. Todo
ello choca ahora con la democracia participativa con una clara ideología
de equidad apoyada institucionalmente. Durante siglos el pueblo luchó
para conseguir esto en el Reino Unido. Más recientemente, mientras el 1%
de los mega-ricos se enfrenta agresivamente al resto de nosotros, se
levantan también los ciudadanos de Portugal, Polonia, Túnez, Egipto,
Islandia y en otros países. Como Good observa, es necesario siempre
saber de qué clase de democracia se está hablando:
Los
modelos de democracia ya no son los Estados Unidos y el Reino Unido,
sistemas liberales establecidos, sino los movimientos populares basados
en grupos cívicos imbuidos con ideas claras sobre las desigualdades, en
las luchas por la democracia en Sudáfrica, Túnez y en otros lugares. Los
fracasos seguramente serán mayores que los éxitos, pero la democracia
como proceso de lucha y revolución está de nuevo en el centro del
escenario, y se ha desvinculado de los modelos anglo-americanos
liberales y elitistas. En Islandia la codicia de 30 individuos colapsó
el sistema financiero, pero los otros 320.000 han estado reconstruyendo
la estructura de su gobierno con medios innovadores y participativos que
nos recuerdan a Atenas (págs. x-xi).
En
conclusión el argumento clave del libro es que la democracia
participativa está apareciendo insistentemente en muchos lugares donde
el modelo democrático del capitalismo ha fracasado.
A parte de
su crítica feroz a la “democracia” liberal, Good muestra que la
organización de base por la democracia y la justicia social no es una
utopía disparatada sino una posibilidad real. Un reciente artículo en openDemocracytitulado
“Reinventando la democracia urbana en Barcelona” describe la
“plataforma ciudadana” (diferente de un partido político en el viejo
sentido del término) “Barcelona en comú”, añade mayor fundamento a las
ideas de Good, aunque apareció después que publicara su libro. Con un
nombre que recuerda a los “commoners” ingleses y su lucha
contra la privatización de la tierra común, este fuerte contendiente en
las elecciones municipales de mayo ha creado un “nuevo y relevante
lenguaje de derechos y democracia”. Muy bien organizado y disciplinado,
“Barcelona en Comú” surgió del movimiento anti desahucios y su modelo es
seguido en otras ciudades. En 2014 la OMS calculó que el 54% de la
población del mundo vivía en las ciudades. Conseguir el poder municipal
podría ser una forma muy efectiva de hacer funcionar la democracia
participativa en una escala pequeña, pero ampliamente conectada.
Ken Good
es un visionario muy sensato y consciente de la importancia de la
historia. En su reciente libro sobre el cambio climático, Esto lo cambia todo,
Naomi Klein, muestra como la neo-tanocracia se está dedicando a
destruir todo el planeta, pero destaca que históricamente “los
movimientos sociales se han apoderado del timón de la historia y pueden
hacerlo de nuevo”. Ken Good confía en la gente y también lo hacía el
nivelador Thomas Rainsborough (1610 – 1648): “la pobreza debe utilizar
el poder de la democracia para destruir el poder de la propiedad o la
propiedad atemorizada por la pobreza destruirá la democracia” (p. 25).
Artículo de Julie Wark, traducido por Víctor Feliu en sinpermiso.info
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