miércoles, 25 de enero de 2012

Expedición de Colón contra Los Indios de La Vega, Batalla (1494)


Expedición de Colón contra Los Indios de La Vega, Batalla (1494)
Fuentes: Washington Inving,  obra, Vida y Viajes de Cristóbal Colón, Editora de Santo Domingo, S.A. Sto Dgo, 1974, 1ra. Edición Gaspar y Roig,  Madrid, 1852, pps. 314 a327, grabados,  de la misma edición
A pesar de su derrota, los indios conservaban aún intenciones hostiles hacia los españoles. La idea de que su cacique estaba prisionero (se refiere al Cacique Caonabo),  y encadenado irritaba a los naturales de Maguana y la simpatía  de todas las tribus de la isla mostraba con  cuántas ramificaciones hacia aquel  inteligentes salvaje extendió su  influencia y con qué veneración miraban los isleños.
Aún le quedaban activos y poderosos parientes para recuperar su recate o vengar su muerte.  Uno de sus hermanos llamado Manicaotex, también Caribe y tan osado belicoso como él mismo, sucedió en el mando al prisionero. Su mujer favorita, Anacoona, de célebre hermosura, tenía gran  influjo con su hermano Bohechio,  cacique de las populosas provincias de Jaragua.
Por estos medios se generalizó  en la isla la hostilidad contra  los españoles y la formidable liga de los caciques, que Caonabo había en vano querido formar mientras estaba libre, se efectuó a consecuencia  de su cautiverio. Guacanagarí, el cacique de  Marien, fue  el único amigo que quedó a los españoles, dándoles oportunos informes de la tormenta que iba  a estallar y ofreciéndoles como fiel aliado, para salir al campo con ellos. 
La prolongada enfermedad de Colon, la escasez de su  fuerza militar y el miserable estado de los colonos, reducidos por el hambre y las enfermedades a mucha debilidad física, le habían hasta entonces  obligado a valerse exclusivamente de medios conciliatorios para impedir y disolver la liga. Pero ya  habría recobrado la salud y su gente se hallaba algo  repuesta y vigorosa con las provisiones venidas  en los buques. Al mismo tiempo recibió la noticia de que los caciques aliados estaban aglomerando considerable fuerzas en La Vega, a  dos días  de la marcha de  Isabela, con la intención de dar un  asalto general a la colonia y hacerla sucumbir a fuerza de gente.

La fuerza  efectiva que pudo  juntar, en el  mal estado de la colonia, no excedía de doscientos infantes y veinte caballos. Iban las tropas armadas de flechas, espadas, lanzas y espingardas o grandes arcabices, que se usaban entoces con descasos de hierro y hasta solian momtarse sobre ruedas como los cañones. Con  estas formidables armas, un puñado de europeos vestidos de acero y protegidos por escudos, podía pelear ventajosamente con millares de salvajes desnudos.
Llevaban también  ayuda de otra especie, que consistía en veinte perros de presa, animales casi tan asombros para los indios como lo caballos, pero infinitamente más letales, porque impávidos y feroces, nada le amedrentaba, ni cuando llegaban hacer presa bastaba fuerza alguna para hacérsela soltar. Los cuerpos desnudos de los indios no ofrecían defensa contra sus ataques. Se lanzaban  a ellos, los arrojaban  al suelo y los despedazaban. 
Iba el Almirante acompañado en la expedición  de su hermano Bartolomé, cuyo consejo solicitaba a  todas las  ocasiones críticas, pues estaba dotado no sólo de extraordinaria fuerza física y valor indomable, sino que también en su ánimo deicidamente militar. Guacanagarí también  llevó  al campo  sus gentes, aunque no eran de carácter guerrero, ni aptos para prestar mucha ayuda. La  principal ventaja de su cooperación  consistía en que por ella se separaba del todo de los demás caciques y aseguraba para siempre su fidelidad y la de sus  súbditos.  En el débil estado de la colonia dependía su seguridad principalmente de los celos y disensiones sembradas entre los soberanos indígenas de la isla.
El 27 de marzo de 1495 salió Colón de  Isabela con su pequeño ejército, aproximándose al enemigo, sus marchas eran de diez  leguas diarias. Subieron de nuevo  al paso de los Hidalgos, desde donde  la vez primera habían descubierto La Vega. Las  viles pasiones de los blancos habían convertido ya aquella risueña y hospitalaria región  en tierra de rencore4s y hostilidades. Dondequiera  que se levantaba el humo  de una población  india, había una horda de exasperados  enemigos y en aquellas extendidas y ricas selvas se ocultaban miríadas  de ofendidos guerreros.  En la pintura que su fantasía bosquejada de la condición suave y dulce de aquella gente, se había lisonjeado con la idea de gobernarlos como   el padre y bienhechor.


Supieron los indios por sus espías el movimiento de los españoles,  le llenaba de confianza  la superioridad de sus guerreros,  el ejército debía ser considerable, porque  la fuerza era la combinación de  todos los caciques de la isla. Comandada  por Manicaotex, hermano de Caonabo. Los  indios poco hábiles en la numeración  apena  sabían contar  hasta  diez,  tenían  un sencillo  método de averiguar y describir  la fuerza  de un enemigo, contando  un grano de maíz por cada guerrero. Cuando  los espías que habían seguido a Colón  volvieron con solo un puñadito  de maíz,  los caciques se mofaron de la tropa española, creían que tan reducido grupo  no podía resistir los esfuerzos de la multitud  de los guerreros  indios
 

Colón se acercó al enemigo por las inmediaciones del sitio, donde se edifico después la  ciudad de Santiago. Habiendo averiguado la mucha fuerza de los indios, aconsejó Bartolomé que se dividieran en  destacamento  el pequeño ejército y  que se atacase a un mismo tiempo por  varios puntos. Adoptase este plan: la infantería dividida en varias columnas avanzó repentinamente y en diversas direcciones con mucho estruendo de tambores y trompetas y una destructiva descarga de armas de  fuego, cobijándose al mismo tiempo con los arboles.
Sobrecogió a los indios un terror pánico y se dispersaron co9mo avispas en el aire. Parecía acometer un ejército por cada flanco, las balas de los arcabuces  hacían morder la tierra a muchos guerreros y relampagueaban, al parecer, por la selvas los rayos del cielo, retumbando en ellas espantosos truenos. Mientras los aterraban y ponían en fuga a estos ataques, Alfonso de Ojeda cargó impetuosamente el centro  del ejército a la cabeza de su caballería, penetrando con lanza y sable por  entre los indios.
Los caballos  atropellaban a los desnudos y amedrentados combatientes, en tanto los caballos herían  por todos lados sin oposición. Los perros de presa se soltaron y precipitándose sobre  los indios con sanguinaria  furia, le  asían  de la garganta, los derribaban, los arrastraban y le  hacían pedazos. Los indios no acostumbrados a grandes cuadrúpedos  de ninguna especie,  se horrorizaban al verse perseguidos por aquellos  tan feroces. Creían que los caballos eran también devoradores y sanguinarios. La contienda, si tal puede llamarse, fue  de corta duración. ¿ Que resistencia podían oponer una multitud desnuda, tímida, exenta de disciplinas, sin más armas  que clavas, flechas y dardos de madera, a soldados cubiertos de acero, provistos de armas de hierro y fuego y ayudados por monstruos feroces, cuya sola presencia cubría de terror el  corazón de los más fuertes?.
Colon, victorioso, ejecutó un paseo militar por varias partes de la isla, para deducirla a obediencia. En vano le oponían los naturales una resistencia obstinada. La caballería que  mandaba Ojeda, Jeda grandes servicios por la rapidez de sus movimientos, la intrepidez de su jefe y el mucho terror que los caballos inspiraban. A la menor señal de guerra en cualquier   punto de la isla se internaba un pequeño escuadrón por la espesura de las selvas y caía como un rayo  sobre los  aborígenes obligándole a someterse
La Vega Real quedó  muy pronto sujeta. Como era una llanura inmensa, sin una sola aspereza ni promontorio, la recorrían fácilmente los caballos, cuya  presencia llenaba de terror las más populosas ciudades. Guarionex, el Cacique Soberano era de apacible carácter, y  aunque  había salido  al campo, instigado por los caudillos vecinos, se sometió difícilmente al dominio de los españoles. Manicaotex, el hermano de Caonabo, se  vio también obligado a solicitar la Paz, y como era cabeza  de la liga, su ejemplo, fue seguido por los demás caciques.
 Solo bohechio, el cacique de  Jaragua, cuñado de Caonabo, rehusó someterse. Sus dominios estaban distantes de  Isabela, en el extremo occidental de la isla, alrededor de una profunda bahía y de la larga península llamada Cabo Tiburón. Eran casi inaccesibles y no  habían aún sido visitado por los blancos. Retiro  a su territorio con su hermana  la bella Anacaona, mujer de Caonabo, a quien acogió fraternamente  en su desgracia
Obligo Colón,  en La Vega, en el Cibao y en todas las provincias sometidas a  cada individuo de más de 14 años quedaba obligado a pagar por trimestre la medida de un cascabel flamenco, lleno de  polvo de oro. Los caciques debían satisfacer sumas muchas  mayores como tributo personal. Manicaotex, hermano de Caonabo, quedo obligado  individualmente a pagar cada tres meses media calabaza de oro, lo que ascendía a ciento cincuenta pesos. En los distritos  lejanos a las minas y que no producían oro,  cada individuo debía pagar una arroba  de algodón por trimestre. Al  entregar los individuos el tributo, se le  daba  por vía de recibo una medalla de  cobre,  que debían llevar colgada del cuello, quedando sujeto a prisión y castigo los que  se  hallaban sin este documento.

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