jueves, 27 de noviembre de 2014

Las FARC deben demostrar voluntad con una tregua unilateral incondicional

Las FARC deben demostrar voluntad con una tregua unilateral incondicional

 
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Un colombiano pasa en frente de un grafiti que hace alusión a las FARC en Cauca, Colombia, diciembre 2013. Luis Robayo/AFP/Getty Images
Un colombiano pasa en frente de un grafiti que hace alusión a las FARC en Cauca, Colombia, diciembre 2013. Luis Robayo/AFP/Getty Images
El fin del proceso de paz ya no es una opción, es tiempo de prudencia y responsabilidad histórica.
Las negociaciones de paz en Colombia se vienen ahogando desde hace unos meses a raíz de errores estratégicos tanto del Gobierno como de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), pero la irresponsable captura de un general las puso al borde del fracaso –con el futuro de 47 millones de personas en juego.
La liberación del general del Ejército Rubén Darío Alzate y otros cuatro en poder de las FARC –tres de ellos militares y una civil–, ya está en proceso con la mediación de la Cruz Roja Internacional, Noruega y Cuba. El presidente Juan Manual Santos anunció además que una vez liberados, reestablecerá el proceso de paz.
Esta crisis no debe ser en vano y mucho menos sumarse a una larga lista de embarradas. En esta coyuntura y tras dos años cumplidos desde el inicio del proceso, las FARC y el Gobierno deben saber que este desenlace es inaceptable. Solo queda una opción que exige la máxima valentía y responsabilidad histórica por parte de la guerrilla: declarar una tregua unilateral incondicional para demostrar su voluntad de paz.
La guerrilla arguye que Alzate, el militar de más alto rango capturado en más de medio siglo de guerra, era un objetivo legítimo, y además recuerdan que el último líder máximo de las FARC, Alfonso Cano, fue abatido por las fuerzas del Estado cuando éste ya había iniciado contactos con el gobierno de Santos, sin que ellos hayan renunciado a negociar.
Puede parecer banal o retórica la diferencia entre captura y secuestro, pero tiene implicaciones significativas. Las FARC y el Ejecutivo acordaron negociar en medio de la guerra, sobre todo porque ni los colombianos ni los militares habrían aceptado que se hiciera en medio de una tregua que la guerrilla podría utilizar para fortalecerse, como lo han hecho en otros intentos de paz fallidos.
Desde el punto de vista más técnico, Alzate es combatiente activo de un conflicto armado y por tanto un prisionero de guerra, y no un secuestrado, de acuerdo no solo a las condiciones que acordaron ambas partes para negociar, sino también al derecho internacional humanitario y las convenciones internacionales de la guerra. Este punto es fundamental y explica a medias las reacciones contradictorias del Gobierno.
Pero el revuelo en Colombia tras su captura obliga a las FARC a entender que el debate sobre la legitimidad de su operativo es irrelevante. Los colombianos exigen –y punto–que las FARC dejen de atacar (amparados o no por el derecho internacional humanitario), lo cual la guerrilla debería entender como una negociación paralela con la sociedad civil, no con el Estado.
Antes de la captura, numerosos encuestas sugerían que solo en torno al 40% de los colombianos pensaban que la paz se acordaría, aunque más de 70% apoya a Santos en su intentona negociadora. El escaso optimismo sin duda se desplomó esta semana y seguirá en picada mientras las FARC no le inyecten una sobredosis convincente de buenas intenciones.
Por ahora, la guerrilla insisten en ofrecer una tregua bilateral, que ellos saben muy bien no es realista, y mucho menos ahora, porque el Estado y los colombianos nunca aceptarán de nuevo darle un respiro militar a la organización
La mejor decisión táctica de las FARC en este momento sería declarar una tregua unilateral e incondicional para rescatar el proceso de paz, así como para legitimarse ante la población. No sería un síntoma de debilidad, sino de una madurez política que será necesaria para ejercer puestos de poder dentro de una democracia.
De entrada, hay que decir que la posibilidad de una tregua unilateral es remota. También las FARC están ancladas en una desconfianza visceral en torno a las intenciones del Gobierno y de los militares. Algunos sectores del Ejército han estado involucrados en intentos de sabotaje, incluyendo espionaje ilegal y filtraciones malintencionadas.
El Ejecutivo no controla completamente al Estado, eso está claro, y las FARC temen otra masacre de sus seguidores, como ha sucedido después de cada negociación frustrada. A lo largo de este año en el que Santos fue reelecto con un mandato flojo para buscar la paz, el Gobierno ha cambiado las reglas de juego y ha sido incapaz de contrarrestar la robusta oposición política del ex presidente Álvaro Uribe.
Dicho eso, todo proceso tiene un momento de inflexión. Las FARC han tenido varios de hecho y en cada ocasión han decidido extender su lucha armada. Las circunstancias han cambiado e incuestionablemente sería un error histórico que las FARC dejaran pasar esta oportunidad. Juzgando por la evolución de la opinión pública y los resultados de guerra, la lucha armada en Colombia tiene su tiempo contado. O las FARC logran una salida digna que les permita reconstituirse como un actor político o serán desprestigiadas política y militarmente hasta desaparecer.

El espejo ibérico
Colombia debería aprender de algunas experiencias que han contribuido al fin del terrorismo vasco en España. La lección más importante es el casi unánime rechazo a la violencia, cívico y estatal. Cuando una población se harta de la sangre y se mantiene unida en su reclamo,  la lucha armada se asfixia ante la ausencia de legitimidad.
Las FARC podrían aprender de ETA, con la cual ha tenido por cierto una relación estrecha. Ante la obvia futilidad de seguir matando, el independentismo vasco y finalmente ETA entendieron que la única salida era democratizar sus objetivos.
Asimismo, es fundamental que los colombianos y el Estado asuman una responsabilidad histórica en el proceso. No es posible que parte de la población insista que la única salida al conflicto es militar, sean guerrilleros o estadistas. En el mejor de los casos, derrotar a las FARC militarmente requerirá miles de muertos más y un gasto inútil que podría dirigirse a satisfacer las necesidades de la población y a mejorar la economía.
En este sentido, el sector de extrema derecha liderado por Uribe y también la incipiente extrema izquierda que justifica a las FARC y a su lucha armada deben dejar de torpedear las negociaciones de paz.
Como senador y líder del mayor partido de oposición, Uribe se ha dedicado a atacar el proceso, a presionar para que el Gobierno se levante de la mesa y ante todo a movilizar a la opinión pública. Santos se lo ha dejado fácil. Es cierto que no se puede negociar la paz a cualquier precio, pero Uribe propone guerra o rendición absoluta de las FARC, una propuesta irreal considerando que son una fuerza de algunos 8.000 combatientes bien entrenados, armados y financiados que aún controlan parte del territorio colombiano.
Uribe también tiene una oportunidad histórica para ser el estadista que aspira ser. Nuevamente España es un referente con sus acuerdos de Estado en la lucha antiterrorista. Diferencias ideológicas siempre habrá, pero en temas trascendentales para un país, como es la paz, solo cabe cerrar filas para apoyar al Estado, en vez de dividirlo y minar su credibilidad y capacidad de negociación.

Irresponsabilidad
Las negociaciones de paz han sido mal gestionadas por ambos lados. Es normal que haya obstáculos, pero se han cometido errores innecesarios que solo han minado el proceso.
Sin duda, el más grave de todos ha sido la captura de Alzate. Una vez sea liberado, él tendrá que responder cómo es posible que un oficial de su rango decidiera adentrarse en un área que le advirtieron estaba controlada por las FARC.
Además lo hizo sin escolta, con una civil y sin darle capacidad de reacción a la tropa que lo protege. Es tan incomprensible su irresponsabilidad ante el proceso, que el mismo Santos lo reconoció.
Pero es más incomprensible que las FARC hayan arriesgado las negociaciones por capturar a un general, sabiendo perfectamente que la opinión pública no lo aceptaría. No tiene valor militar alguno, de hecho.
Esta crisis expone además uno de los obstáculos más grandes al proceso desde el principio: el desacato dentro de las FARC y de las fuerzas del Estado. No es inesperado. En todo proceso de paz hay grupos opuestos a la paz que intentan torpedear las negociaciones.
En el caso de las FARC, desde un principio se asume que habrá escisiones que continuarán delinquiendo después de firmar la paz. Al fin y al cabo están involucradas en el narcotráfico, y como con los paramilitares, habrá muchos que simplemente cambien de nombre.
También se sabe que sectores militares se oponen, activamente inclusive, y ya Santos tuvo que cambiar la cúpula de las Fuerzas Armadas, entre otras cosas porque muchos se oponían abiertamente a las negociaciones de paz. Al fin y al cabo, es más de medio siglo peleando y se ha acumulado mucho más que rencor.
Pero los extremistas de ambos lados, muchos con intereses económicos en que se prolongue la guerra, son una minoría, de eso no hay duda. La mayoría de colombianos, incluyendo a los guerrilleros de las FARC, quieren la paz. Por eso hay negociaciones.
Es tiempo de prudencia y de responsabilidad histórica. Santos no debe ceder ante el chantaje de Uribe. Las FARC deben tomar la iniciativa y declarar una tregua unilateral. Los colombianos deben arropar al Estado y no dejarse persuadir por los guerreristas de ambos lados.
Ya habíamos advertido que habría momentos así. Y es ahora o nunca que se decide la paz.

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