jueves, 27 de noviembre de 2014

La maravilla del Renacimiento La Capilla Sixtina






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En 1508, el papa Julio II encargó a Miguel Ángel la decoración de la Capilla Sixtina. El resultado fue una creación monumental que rompió los moldes del arte renacentista
Por Laura Fedi. Instituto Nacional de Estudios sobre el Renacimiento (Florencia), Historia NG nº 130
Cuando Miguel Ángel Buonarroti comenzó a pintar los frescos de la capilla Sixtina, en 1508, ya era un artista consolidado. La belleza sublime de la Pietà de San Pedro, realizada en 1499, lo había consagrado ya a los 24 años de edad como el máximo escultor de su tiempo. Desde ese momento se lo disputaron los grandes clientes. En Florencia esculpió el gigantesco David, y se le encargó que pintara al fresco una pared de la Sala del Consejo del Palazzo Vecchio, junto a Leonardo. En 1505, el papa Julio II quiso traerlo a Roma para que realizara su tumba, un grandioso proyecto que entusiasmó inmediatamente al artista. Sin embargo, entre ambos se produjo una ruptura clamorosa. El papa –contará Miguel Ángel en 1523– «cambió de opinión y ya no quiso hacerlo», y llegó a expulsarlo cuando el artista se dirigió a él para obtener dinero.
Buonarroti abandonó Roma «por esta afrenta». Pero el papa insistió en que Miguel Ángel trabajase para él y reclamó enseguida su vuelta a Roma para un nuevo proyecto: los frescos de la bóveda de la capilla Sixtina.
En 1508, la Roma de Julio II era un taller extraordinario. Bramante estaba ocupado en la reconstrucción de la basílica de San Pedro y en las obras del palacio Vaticano. Rafael comenzaba los frescos de las habitaciones del papa. Y para la Sixtina, el papa Della Rovere quería a Miguel Ángel a cualquier precio, a pesar de sus protestas y también a pesar de su inexperiencia en la pintura, como Bramante señalaba con razón. En efecto, de joven Miguel Ángel había conocido la técnica de la pintura mural en el taller de Ghirlandaio, pero nunca la había puesto en práctica. Por lo que respecta a los frescos florentinos de la Batalla de Cascina, no había pasado de los cartones. En varias ocasiones proclamó que su arte, su «profesión», era la escultura, no la pintura. En las cartas a los parientes, las escasas menciones al trabajo de la Sixtina expresaban el «grandísimo esfuerzo» y también el desánimo por las dificultades «al no ser yo pintor». Aun así, no quiso renunciar a la anterior fuente de ganancias ni al nuevo y poderoso desafío que lo absorbió completamente durante cuatro años y medio.
En los muros de la capilla Sixtina se sucedían los frescos de Botticelli, Ghirlandaio, Cosimo Rossi, Perugino y Signorelli. La bóveda
había sufrido dos restauraciones, la última completada con vistas a la intervención de Miguel Ángel. El 8 de mayo de 1508 se acordó un primer plan, pero al artista le pareció «cosa pobre». Por ello el contrato se revisó en junio: se doblaron los emolumentos y el artista obtuvo pintar lo que quisiera, no sólo en el techo, sino también en las pechinas y en las lunetas.

Aprendiendo sobre la marcha

La bóveda de la capilla Sixtina, con su extensión y su altura, habría hecho temblar a los más expertos pintores. Los problemas comenzaron ya con el andamiaje. El erigido por Bramante, cuenta Vasari, fue criticado por Miguel Ángel, hasta el punto de que consiguió que lo desmantelasen y construyesen uno basado en su propio diseño. Pero la mayor dificultad era precisamente el fresco. Una técnica que no permite errores o vueltas atrás, y exige tiempos muy breves: una vez preparados los cartones de los dibujos hay que dividir el conjunto en partes que puedan ser completadas en un día, pues, pasado este tiempo, el enlucido se seca y ya no absorbe el color. La sección de pared elegida se prepara primero con el encalado y luego con el enlucido, una mezcla de puzolana, cal y agua. Una vez trasladado el dibujo sobre el enlucido todavía fresco, se extiende inmediatamente el color.
Miguel Ángel trajo de Florencia, como colaboradores, a unos pocos artistas de confianza. Sin embargo, los primeros intentos fueron decepcionantes. El fresco del Diluvio universal, realizado con técnicas heterogéneas, acabó en desastre: la receta «florentina» del enlucido no funcionaba con los materiales y el clima de Roma. En poco tiempo afloraron mohos y la pintura hubo de ser parcialmente suprimida y rehecha desde el principio. Hicieron falta meses de angustia y dificultades hasta que el artista consiguió dominar la técnica, lo que le permitió prescindir de sus ayudantes. El análisis de los gastos que realizó en la obra parece confirmar la leyenda según la cual él lo habría hecho todo, o casi todo.
En un soneto célebre el artista nos habla de los prolongados esfuerzos a los que se sometió trabajando sin descanso durante años en una postura muy incómoda: «Los lomos se me han metido en la tripa y con las posaderas hago de contrapeso y me muevo en vano sin poder ver». Mientras, el papa estaba impaciente, hasta el punto de que, según el biógrafo Condivi, amenazó con tirar al artista de los andamios y en una ocasión «le dio con un palo». Ablandado por medio de regalos, amenazado, acosado, Miguel Ángel acabó por fin la obra, que se inauguró el 31 de octubre de 1512. De su belleza había sido testigo, un poco antes de que se mostrara a todos, Alfonso d’Este, duque de Ferrara. Subido al andamiaje, la admiró durante largo tiempo, y cuando bajó se negó a ir a visitar las estancias donde trabajaba el gran rival de Miguel Ángel, Rafael.

El Juicio Universal

Miguel Ángel volvió a trabajar en la capilla Sixtina veinte años más tarde. En 1533, Clemente VII de Médicis le encargó que pintase al fresco el Juicio Universal en la pared del coro, encargo que Pablo III, nada más ser elegido papa en 1534, obligó al artista a cumplir, exigiendo que trabajara exclusivamente para él: «Hace ya treinta años que tengo este deseo, y ahora que soy papa, ¿no puedo satisfacerlo?». El fresco se realizó entre 1536 y 1541, pero la idea era, sin duda, anterior: en 1537, al célebre poeta Aretino, que insistía en hacer sugerencias para su obra, Miguel Ángel le respondía que ya había «cumplido buena parte del asunto». Fueron años inusualmente felices los que dedicó Miguel Ángel a trabajar en el Juicio, iluminados por el amor del joven Tommaso de’ Cavalieri y la amistad de Vittoria Colonna, una aristócrata de profundas inquietudes espirituales.
Sobre la enorme superficie de la pared, ampliada por la destrucción de dos lunetas e inclinada gracias a una «base de ladrillos» para evitar que se posara el polvo, Miguel Ángel colocó en el centro de la escena, una vez más, el cuerpo humano. Sin embargo, ahora los rostros y los miembros estaban en movimiento para expresar todos los sentimientos ligados a lo terrible de la situación. Alrededor del Cristo juez se agitan centenares de cuerpos, representados en su humanidad. Quienes se proyectan sobre el cielo azul de lapislázuli no son sólo los condenados, sino también los salvados, los doctores de la Iglesia, los santos sin sus aureolas y los ángeles sin sus alas. Todos los hombres se ven acosados por el juicio de Dios. Falta la Iglesia, con sus instituciones, sus ritos y su mediación. Y quizá fue esto lo que provocó escándalo, junto a los desnudos, e incluso más que éstos.

Aspavientos de los puritanos

Nada más ser exhibido, el fresco suscitó reacciones contradictorias. A las positivas de Vittoria Colonna, que opinaba de la obra que «nos muestra la muerte y lo que somos de manera suave», y de los admiradores incondicionales del artista, se opuso una oleada de escándalo que no parecía disminuir. El motivo era la desnudez de los personajes que poblaban la impactante escena. En una carta de Nino Sernini al cardenal Ercole Gonzaga, de noviembre de 1541, se recogía la opinión de algunos que pensaban que «no están bien los desnudos en semejante lugar, que enseñan sus cosas». Sin duda, detrás estaba la corriente más intransigente en la Iglesia de entonces, encabezada por el cardenal Gian Pietro Carafa, pronto inquisidor del Santo Oficio, instituido en 1542, y futuro papa Pablo IV (1555). En 1545, el Aretino, no sin hipocresía, escribió a Miguel Ángel una carta durísima, en la que lo acusaba de expresar «en la perfección de pintura» una «impiedad de irreligión», mostrando precisamente en el lugar más sagrado, «en la más grande capilla del mundo», «a los ángeles y a los santos, éstos sin ninguna honestidad terrenal, y aquéllos carentes de todo adorno celeste».

Las sucesivas censuras

Al ser elegido papa, Pablo IV dejó a Miguel Ángel sin sus pingües emolumentos y acarició la idea de destruir el Juicio. Habiendo sabido que el pontífice pensaba hacérselo «arreglar», Miguel Ángel al parecer replicó: «Decidle al papa que éste es un asunto pequeño y que se puede arreglar fácilmente; que arregle él el mundo, pues las pinturas se arreglan enseguida». Fue Pío IV quien ordenó el célebre imbraghettamento, el cubrimiento de los órganos sexuales de las figuras con telas pintadas. En 1563, en el concilio de Trento, se había aprobado un decreto que regulaba el uso de imágenes en las iglesias, especificando que no debía haber en ellas «nada profano y nada deshonesto», y el papa, apenas dos meses después de la clausura del concilio, decidió aplicarlo a los frescos de la capilla Sixtina.
Semanas después de la muerte de Miguel Ángel, el trabajo se confió a Daniele da
Volterra, que había estado junto al lecho del moribundo. A él se debe la ejecución de la primera censura, que consistió en cubrir las desnudeces de algunos personajes con intervenciones «en seco»; en el caso de dos figuras, san Blas y santa Catalina, se destruyó una parte del enlucido original y se reemplazó por otro nuevo. En siglos posteriores hubo muchas otras intervenciones, mucho menos delicadas y respetuosas con la obra. Ésta, con todo, gracias a una majestuosidad que  encajaba con la imagen triunfal de la Iglesia postridentina, fue conservada. Pero con las desnudeces tapadas.

Para saber más

La capilla Sixtina. Heinrich W. Pfeiffer. Lunwerg, Barcelona, 2007.
Miguel Ángel, una vida inquieta. Antonio Forcellino. Alianza, Madrid, 2009.
La capilla Sixtina

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