CRONICA
Mabalo Lokela fue el primer caso registrado, en 1976
Las cartas del ébola del misionero Miguel
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Historia de sacrificio y heroicidad de Miguelín, como le llaman los suyos
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El misionero español contagiado lucha por sobrevivir en una habitación-burbuja
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En exclusiva sus cartas desde el infierno del 'dichoso ébola'
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Pedía máscaras y guantes. No llegaron. Las últimas las escribe ya con fiebre
El misinero visita a una enferma en el hospital de Monrovia.
«Tenemos muchos problemas. Han fallecido dos
personas y 13 se niegan a venir a trabajar, quieren quedarse en
cuarentena. Yo he ido cada día y he saludado a todos, me meten miedo, la
muerte ronda. Se sospecha de algún caso más de ébola. Esperamos
resultados. Es penoso pero hay que estar. Lo comparo a la guerra, aunque
esto es más peligroso. El enemigo en casa. Estamos encomendando a Dios
que haga su parte, todo, y nosotros a sus órdenes».
El grito llegaba desde el mismo infierno. Era la voz de Miguel Pajares, Miguelín el misionero,
la voz del ébola. Aquel viernes, 10:08, dos horas menos que en España,
mientras tecleaba su desesperación en el dormitorio, el maligno virus ya
miraba de cerca al padre Miguel, siete años como capellán y enfermero
en el centro médico liberiano. Entre rezos y súplicas había despedido,
cuatro días antes, el cadáver de una mujer que había contraído la
«peste», como él llama a la infección. «Ojalá nos escuchen y la ayuda llegue pronto.
Esto puede complicarse. Temo lo peor», confesaba el sacerdote a sus
colaboradores en el hospital. Entonces aún le quedaban fuerzas, las
suficientes para aliviar en lo posible las almas y los cuerpos de
aquellos negros desvaídos a los que iba administrando la extremaunción
poco antes de que fallecieran desangrados por las
hemorragias del virus. De cerca, sin marcar distancia con nada ni con
nadie. Fiel a la promesa asumida desde que abrazara la orden de San Juan
de Dios de jugársela -«hasta morir si fuera preciso»- por los más
desgraciados. A través de los escritos que ha ido enviando a familiares y
amigos en España hacemos el retrato del heroico misionero español -el
primer paciente con ébola que llega a territorio español y europeo- que
hoy yace en una habitación-burbuja del hospital Carlos III de Madrid, y
la crónica de la pandemia que llena de muerte el continente africano.
11 de julio St. Joseph's Catholic Hospital de Monrovia, Liberia
Los enfermos empiezan a acudir como moscas al hospital. No existe vacuna ni tratamiento específico contra el ébola. La hidratación por vía venosa, el paracetamol y las penicilinas pueden ayudar a vencer el virus, pero comienzan a escasear. Los vómitos de algunos infectados dejan rastro en los colchones. La infección se va asentando. Las comunidades aisladas desconfían de la medicina occidental y prefieren a menudo la brujería o la magia. Muchos creen incluso que la fiebre es un complot o un invento de los blancos y que acudir a un centro médico sería garantía de muerte. Por eso las ceremonias de inhumación contra las que el padre Miguel ha de luchar. Cuando los integrantes del cortejo tienen contacto directo con el cadáver también pueden transmitir el mal. El propio presidente de la comisión de salud del Senado liberiano, Peter Coleman, aboga por una campaña informativa «pueblo a pueblo», «puerta a puerta». No hay precedentes, según Médicos Sin Fronteras, de un brote de ébola como este. «Estamos solos, en manos de Dios», confesaría el padre Miguel en una de sus misivas a familiares. El Gobierno, impotente para controlar la epidemia que se avecina, baraja cerrar las fronteras. EnSierra Leona, otro de los focos, los hospitales se defienden mejor. «Ellos, al menos, tienen material que les proporciona una mina de oro de Inglaterra», prosigue el sacerdote español en su carta. Aquí, en España, no hay oro ni voluntad a la vista en ese momento. Tanto sus hermanos de la orden como el Gobierno siguen a la espera contando muertes y enfermos a través de los periódicos. Nada se mueve. Y ya van más de dos centenares de fallecidos en África occidental. Como si el pasado no pudiera repetirse.
«Seguimos en la lucha sin parar, buscando
soluciones, todas de prevención. No hay tratamiento para nada. Cada día
más decepciones del personal [médicos, enfermeras, colaboradores] por la
falta de medios... Un abrazo y disfruta. Tu primo del alma, Miguel».
Mucho antes de que el sacerdote Miguel Pajares llegara a Liberia el
virus ya había dado la cara. La primera vez,1976, en dos brotes
simultáneos ocurridos en Nzara (Sudán) y Yambuku (República Democrática
del Congo). La aldea en que se produjo el segundo de ellos está situada cerca del río Ébola,
que da nombre al microorganismo. El 26 de agosto de ese año, Mabalo
Lokela escribía de forma involuntaria su nombre en la Historia. Ese día,
este profesor de escuela de 44 años residente en Yambuku, Zaire (actual
República Democrática del Congo), se convertía en el primer caso de ébola registrado en los libros de medicina modernos. La epidemia provocó 280 muertos, con 318 infectados sólo en la localidad.
12 de julio. St. Joseph's Catholic Hospital de Monrovia, Liberia
Ahora, casi cuatro décadas después de su descubrimiento, una nueva epidemia se extiende de forma mortal en el oeste de África occidental. Es un mal que hasta la fecha no cuenta con vacuna. Y las víctimas crecen a su paso: desde que se identificara el primer caso el pasado 2 de diciembre en Guinea-Conakry, 983 personas han perdido la vida en el intrincado cruce de caminos de Sierra Leona, Guinea y Liberia.
Desbordado por tanto horror, el misionero Pajares busca consuelo a 4.800 kilómetros de su casa natal, en la familia. «Él eligió morir por los más desgraciados», tercia Begoña, la prima de sus ojos, con la que Miguel ha compartido días alegres, privaciones y sueños en la misión hospitalaria de Liberia. «Allí estaba su paraíso, era el hombre más feliz de la tierra, era mi brújula y la de miles de personas que a él se acercaban». No puede contener las lágrimas Begoña. «No es justo, aquella gente no se puede morir así. ¡Que los saquen de allí cuanto antes! Los que vivimos como ricos, ¿qué somos, animales?». Tampoco su amiga Cruz reprime el llanto. Las dos saben del sufrimiento ajeno, son el bastón del héroe de La Iglesuela fuera de Liberia. «No somos de misa de domingo», apostillan. «Seguimos a Miguel». Lo mismo en la aldea que le vio nacer hace 75 años.
Bajo un almendro del huerto cercano a la puerta de su habitación, su hermano Félix, de 78 años, añora las tardes en que Miguel mataba las horas leyendo a la sombra del frutal. «Luego subía hasta la iglesia y por allí se ponía a charlar con los vecinos. Siempre le preguntaban por África», recuerda. «Él no quería volver, se debía a su otra familia, la de la orden, y a los pobres aquellos». En el saloncito del apartamento, justo debajo de la casa de piedra de sus hermanos, destaca nada más entrar un cuadro con rostros anónimos de africanos. Es la última cena. Y hasta Jesús es negro.
«Por aquí está su habitación, el baño y una pequeña cocina para que se sintiera más independiente», interviene Carmen, la cuñada. En un lateral del jardín, una piscina redonda donde Miguel se refrescaba en los días de verano. «No fallaba», dice la cuñada, «casó a todos los sobrinos y bautizó a todos los primos. Incluso estando con malaria vino a enterrar a su madre, Marcelina», de 99 años. Y cuando el calor apretaba por aquí «buscaba unos días para visitarnos, preguntaba cómo le iba la vida a la gente, si había alguna necesidad, y se acercaba a la iglesia para rezar».
El corazón empezaba a fallarle más de la cuenta y aprovechaba su estancia para que le hicieran «una ITV» en Madrid, dice su hermano Félix.
«Ayer me sentí mal, con fiebre y débil. La analítica dio fiebres tifoideas que comenzamos a tratar ayer por la tarde. La noche no ha bajado la fiebre...».
Diez días antes de aquel «seguimos en la lucha sin
parar del 12 de julio, el misionero habla de su salud por primera vez.
Mal tiene que sentirse para contárselo a sus seres queridos. En su casa
de La Iglesuela hay rezos. También en la de Begoña, Ester, Cruz, Emilio,
Félix... Hay miedo a que pudiera contagiarse. «Si tengo ébola, confío
en que España flete un avión para volver», diría a este periódico.
2 de julio. St. Joseph's Catholic Hospital de Monrovia, Liberia
El mismo día 2, finalizada la jornada, el padre Miguel escribe:
«Otra malísima noticia me llegó anoche con plena fiebre. El
administrador del hospital que hacía las veces de Patrick me vino a
preguntar si yo iba a ir hoy. Su mujer lleva una temporada con nosotros y
él tiene miedo»
Sigue escribiendo: «Esperamos que mañana vengan a fumigar el hospital,
se ha pospuesto de ayer, hasta que no vengan no me lo creo. De paso las
casas de hermanas y hermanos quieren otro tanto. También nos ha
prometido venir gente ajena al Gobierno para hacernos un estudio general
de sangre». La muerte ronda. «Si tenemos que quedarnos aquí será
horrible». Los médicos y enfermeras que los deberían tratar o están
enfermos o agotados. Y la Policía ha cortado carreteras, especialmente
las que comunican a las comunidades infectadas.No queda ahí la cosa. Ese 2 de julio, después de contar los problemas con el administrador, añadía: «Nuestro dolor es de impotencia. Si todos los hospitales se cierran, ¿qué pasará con otros pacientes? Esta misma mañana a un familiar de la cocinera que tiene diabetes nadie la recibe. Es terrible».
Momento en el que los sanitarios conducen al padre Miguel al hospital Carlos III.
[El misionero había regresado a Liberia con el corazón reparado tras ser intervenido el 20 de junio. Su corazón encajaba mal la angustia y el estrés de ver cómo el ébola se acercaba. Por eso tuvo que venir a España: le pusieron un stent (una especie de muelle) para ensancharle la arteria y evitar coágulos. Fue la última vez que vieron a Miguelito, como hablan de él en familia].
«Por culpa del ébola, una señora falleció hace tres días y ha dado
positivo. En su estancia pasaron al menos 13 personas. Aunque todas o
casi iban protegidas con blusa, guantes... tienen miedo y quieren dejar
de trabajar, estar en su casa en cuarentena. Lo que más urge ante esta
peste es material protector para el personal. El Gobierno no da nada,
como siempre bla, bla, bla. Te escribo para que veas si alguien lo puede
mandar gratis... Y si tuviera que ser hasta Ghana, por Iberia. Si ves
que te supera y no puedes hacer nada, no te preocupes. Dime algo».»
Mientras las autoridades planean el cierre de las escuelas, los
rituales de brujería aumentan en el interior del país. El último informe
de la OMS advertía de 16 nuevos casos y nueve
fallecidos en Liberia. Las cifras del país desde el inicio del brote:
131 casos (63 confirmados, 30 probables y 38 sospechosos) y 84 muertes
(41 confirmadas, 28 probables y 15 sospechosas). La propia directora de
la Organización Mundial de la Salud, la china Margaret Chan, reconoce
que el virus se está moviendo más rápido de lo normal.
10 de julio. St. Joseph's Catholic Hospital de Monrovia, Liberia
Patrick Nshamdze, estrecho colaborador del padre Miguel y director del hospital en Liberia, se multiplica junto al sacerdote. Desde la siete de la mañana del 10 de julio hasta la madrugada del día siguiente los dos, mano con mano, atienden personalmente las riadas de enfermos que llegan con fiebre. Los que tienen diarreas y vómitos -dos de las señales de ébola- son los primeros en pasar a las consultas. Las aerolíneas internacionales comienzan a cancelar algunos vuelos al país africano. «Te escribo para que veas si alguien lo puede mandar gratis», insiste el religioso a sus allegados en España. La prima Begoña moviliza a otros familiares y a su amiga Cruz. Entre todos juntan un contenedor repleto de mascarillas, guantes, batas, apósitos, medicinas. Pero desgraciadamente la ayuda no llegaría a tiempo. Se quedaría en un almacén del aeropuerto de Liberia.
Nshamdze, pese a los primeros diagnósticos que descartaban que tuviera ébola, terminó derrotado por el virus. Morirá en la madrugada del 1 al 2 de agosto. Ya para entonces, el padre Miguel llevaba días infectado. Aunque también sus primeros análisis sólo hablaran de fiebres tifoideas, el religioso de Toledo no se sentía tranquilo. Cuando Patrick estaba enfermo pero supuestamente no de ébola, Miguel y demás personas de su alrededor bajaron la guardia. Su error les costó el contagio.
«Por fin puedo brindaros una realidad que nos viene
preocupando desde hace meses, y que cada día tocamos o evitamos tocarla,
la epidemia de ébola (...). Os parecerá mentira, pero nos falta lo más
elemental para prevención: guantes, vestidos aislantes, máscaras,
desinfectantes, etc, dado que no hay tratamiento específico para el
ébola (...). El mismo problema lo está sufriendo otro hospital de Sierra
Leona, la campaña es común (...). Me gustaría daros mejores noticias.
No os asusto con casos alarmantes, prefiero que la esperanza sea nuestro
objetivo. Un abrazo fuerte, aunque aquí están prohibidos por la
enfermedad»
Predicaba en el desierto. Pasaban ya de 300 los
muertos en Liberia, Sierra Leona y Nigeria. En el hospital del padre
Miguel la fiebre, los mareos y los vómitos se multiplicaban al paso de
las horas. Los sueros, los antibióticos, incluso los termómetros,
comenzaban a escasear. Ya no quedaban camas donde reposar a los más
débiles. Y cuando ya no podía más -la ayuda no llegaba-, Miguel cambiaba
el fonendoscopio por el rosario.
14 de julio. St. Joseph's Catholic Hospital de Monrovia, Liberia
No se arrugaba. Exploraba y cuidaba, a pelo, a los que llegaban con sospechas de padecer ébola. «Él ha sido siempre así, un hombre con mucho valor», recuerda la misionera Esther Biribi, amiga y colaboradora tiempo atrás, que compartió con él tres años en Liberia. «Era habitual verle al pie de la cama de un afectado de malaria cogiéndole la mano y animándole a resistir», recuerda hoy desde Roma la sor guineana. «Él era consciente del peligro, claro, pero no reparaba en el mal, que alguien pudiera infectarlo. Miguel sólo veía a la persona, al ser humano. Es muy sereno, risueño, emana autoridad».
Biribi toma aire. Enmudece. Parece traumatizada al otro lado del teléfono. La noticia de que su compañero de misiones en África, al que había seguido como a un mesías durante 25 años, tiene el virus, le ciega la memoria por un instante. «A los enfermos él les decía: "No te preocupes". Y ellos le contestaban: "¿Por qué todo es tan sencillo para ti". Miguel era el referente. Era dios en el hospital».
Al final de la conversación, Biribi pregunta un tanto angustiada: «¿Y la ayuda de material? ¿Se la han mandado, les llegó bien?». Le damos un mala noticia. El contenedor con material sanitario que el propio Miguel solicitó insistentemente había salido, sí, pero nunca llegó a quienes lo necesitaban. Según pudo averiguar Crónica, hasta este martes seguía varado en el aeropuerto de Monrovia. Nadie se había hecho cargo de su traslado al hospital cercado por el ébola.
Al oírlo por boca del periodista, la monja Esther Biribi se queda sin palabras. Implora a Dios. Habían pasado 22 días desde el 14 de julio cuando el padre Miguel lanzaba la llamada de socorro a familiares y amigos, quienes advirtieron a la orden, encargada de hacer llegar el material a tiempo. La orden que abrazó hace 64 años. Tenía tan sólo 11 cuando reclutaron a aquel niño huesudo, educado y despierto, nacido en una familia humilde de campesinos de La Iglesuela.
Corría el año 1949 y en la aldea de Toledo los de San Juan de Dios andaban en busca de nuevas vocaciones. Algo debió de ver él, el cura Juan, párroco del lugar, que pronto le ofreció a Marcelina y Gregorio, padres del chico, llevárselo a Madrid. Iba con todos los gastos pagados, para recibir educación en la escolanía de la calle Concha Espina de la capital.
«Miguel se marchó muy animado», cuenta su hermano Emilio Pajares. «Ya de pequeño era un chico al que no le importaba quedarse sin las cosas en favor de un amigo. Lo de ser solidario nació con él». Y con esos mimbres se hizo sacerdote y luego enfermero. Tenía claro Miguel que su destino no estaba en una sacristía de ciudad ni por el púlpito de una catedral. Él predicaría en el infierno. «No necesitamos más, se pasa con lo que tenemos», solía repetir cada vez que alguien se ofrecía a mandarle un televisor u otro capricho occidental a África. Lo aplicaría en Ghana, en Sierra Leona o en Liberia, durante los más de 20 años que pasaría en África.
«Os comparto nuestro sufrimiento que no acaba. Espero vuestra oración»
Patrick Nshamdze, su compañero de lucha, al que
atendió al enfermar, ha muerto hace apenas unas horas tras permanecer
varios días ingresado. Las palabras de la carta de Miguel también
sonaban a despedida. Y en cierto modo, lo eran. El «dios» del hospital
ya no podía seguir haciendo milagros.
2 de agosto. St. Joseph's Catholic Hospital de Monrovia, Liberia
El virus que llevaba combatiendo se le había metido en las entrañas. «El diablo dentro», que diría él este jueves al embarcar en el avión medicalizado que le traía yacente a España. Horas antes, en el hospital de Liberia, se había resistido. No quería abandonar a Juliana, la monja hispanoguineana que lo ayudaba, y a Chantal (congoleña) y Paciencia (guineana). «Si ellas se quedan, yo me quedo», dijo a los sanitarios españoles enviados al rescate.
Temía lo peor. «Si se quedan aquí no tendrán a nadie que las cuide». Miguel no sabía que el vuelo estaba programado sólo para dos, Juliana y él. A los dos sedaron y los metieron en una urna de plástico esterilizada. La mujer vino sin que se supiera si tenía ébola. Lo suyo, al final, son fiebres tifoideas.
Suerte diferente a la de sus queridas Chantal y Paciencia, con diarreas masivas y vómitos. «Os comparto nuestro sufrimiento que no acaba. Espero vuestra oración». Palabra del «dios» del hospital de Liberia, que lucha por sobrevivir en una habitación-burbuja.
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