LOS GUÍAS
Fuente; Escrito por Lorenzo Despradel “Muley”, 1er. Capítulo de la Obra “Paginas, Editorial, El Día, La
Vega, octubre 1918, Pág. 7 al 14.
La vida es un aparato
complicado, de múltiples resortes, cada
uno de los cuales obedece a un determinado fin.
Fuera de las funciones materiales
que la naturaleza ha adjudicado a cada ser viviente y de manera muy especial, a
cada ser presente, hay más
trascendentales, de una alta significación que son las que regulan el movimiento
del mundo espiritual, que según la rara concepción aristotélica no se
efectúa ni fuera ni dentro de ninguna
esfera, sino en espiral gigantesca que va abriéndose graduablemente hacia el
infinito
El infinito, que es el
residuo de animalidad que hay en nosotros y que casi siempre se sobrepone a los
vacilantes dictados de la razón. Es lo
que nos empuja al egoísmo, freno de todo impulso que quiera llevarnos a la realización de grandes
y nobles ideales.
Los enamorados de la
gloria, los ambiciosos de renombre y que quieren alcanzarlo así sea por medios reprobables que los logró
Erostrato; los que se apasionan, en fin, por
esas bellas abstracciones que han servido de vehículo a la humanidad
para ensanchar el círculo de todo lo que es grande en el campo de lo moral,
esos son hombres en cuya alma no se ha animado el gusanillo ruin del egoísmo.
Y que han podido con el
auxilio de la voluntad encadenar la fiera del instinto, que nos lleva por
medio del disimulo al mimetismo, y por
medio de la innata propensión de
conservar la vida, a la cobardía y a la degradación.
Darse, ofrendarse es el
más constante afán de toda alma generosa, El Cubano Martí, el Dominicano
Sánchez, el universal Jhon Brown, son hombres sobre los cuales descendió la gracia divina para ungir con óleo de
purificación la parte material que lo cubría. En ellos son sagradas y santas
hasta las pasiones; y no hay en su
existencia ni un ápice de mezquindad que empañe el brillo de su alma.
Tanto como lo es fácil
a los hombres vulgares debatirse en la arena de esas realidades impuras que
forman el acervo de la humanidad, le es difícil a ellos apearse de su pedestal
de grandeza para intervenir sosegadamente en claudicarte transacciones
que rebajan ostensiblemente la
majestad del hombre superior, del hombre del genio.
La misma abstracción
mística de los que recabaron la santidad
por medio del ascetismo, es amable siquiera sea porque su ejemplaridad
puso austeramente la parte espiritual
que en ellos se desviaba de todo bien terreno por encima de las deleznables cosas materiales.
Bien en verdad que la tebaida musitadora y triste no puede tener en nuestro tiempo la resonancia altruista de
Dos Ríos, del El Cercado, o de
Harper s Ferry, sellado con la sangre de Brown,
tres veces santos.
Hombre verdaderamente
grande es el que, es cuando en la fe de
su destino se da al sacrificio sin otro galardón que el íntimo contexto del
deber cumplido. El Gólgota es grande
cuando redime, cuando regenera, cuando enseña, y la sangre que se vierte desde
su cima deslumbrante se hace indeleble únicamente cuando esos altos móviles la orean con el calor de su propia
virtualidad.
Si la existencia no
tuviera esas orientaciones espirituales que desvían al hombre a la natural
propensión de rastrear por entre las impurezas corrosivas del materialismos, el
mundo fuera una vasta feria en donde se cotizaran los apetitos al precios de
las mas degradantes claudicaciones. “·
Los que se enamoran de
la gloria no piensan tanto en sí como en sus semejantes”. Se siente impulsados por agentes secretos a la
realización de sus proezas y obran as instancia de una solicitud que está fuera de ellos, como si un genio
presidiera sus actos y un gran designio marcara
la ruta de su vida. Jesús, Mahoma, Washington, Bolívar, Martí, ¿no aparecen como iluminados, más que por su
magnitud de la obra que realizaron, por la tendencia, el ardor, la fe que pusieron para llevarla a
la cima?, no hay en la vida del genio ni un resquicio de jactancia, de vanidad o de pueril ensimismamiento que merme el caudal intrínseco
del merito propio, que se traduce
en actos impregnados de noble y emulador altruismo.
El hombre grande
dice Carlyle, “no está nunca contento
de sí mismo, y obra siempre
empujado por el afán ereciente de hacer más”. Cada obra realizada le marca
una etapa de tristeza, porque está obsesionado con la visión del infinito.
Cuando sus semejantes se ufanan por tejerle una genealogía celestial, envolviéndolo en un nimbo de
exaltado providencialismo, el se cree solamente un hombre, un hombre en la acepción rígida de la palabra, unido
al yugo de los más grande deberes y de las más indeclinables responsabilidades morales.
Espíritus selectos,
afinados casi siempre por la
hospitalidad del medio circundante, van ascendiendo `por la escalera de las
generalidades hasta ceñirlo todo a una
fórmula que excluye completamente la
idea individualista. Esos afectos nimios en los cuales vincula el vulgo la
mayor parte de las excelencias morales, no
caben sino muy relativamente en
el alma del hombre genial. Se le llama casi siempre ingrato porque
la misma amplitud de sus afectos
imposibilita a los que lo rodean, de usufructuar el natural ascendiente que él tiene sobre la sociedad.
Ama en grande, y por
esa misma razón el hombre para él, vale monos
que la colectividad, a quien hace constantemente la ofrenda de su vida. Por donde pasa el genio queda una estela luminosa, un vivo
esplendor que no se extingue ni con el soplo
aniquilador del tiempo. Cuando muere
su alma se convierte en estrella que como la de los magos guía a la
humanidad a sus más grandes y ennoblecedores destinos
(octubre de 1918)
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