Dagoberto Tejeda, y la vida cotidiana colonial
28 de septiembre de 2015 - 6:00 am - 1
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Un recorrido por la vida cotidiana de Santo Domingo Colonial, yendo de la mano de Dagoberto Tejeda, nos deja con mucha claridad que, durante tres agitados siglos, entre ellos el siglo XVIII que yo llamaría el “siglo de la melancolía”, esta ciudad era la cuna de una voraz organización político-militar y político-religiosa
Dagoberto Tejeda escribió Vida cotidiana del Santo Domingo colonial, un libro que, a nuestro modo de ver, es una nueva re-lectura a la vida colonial del Santo Domingo de antaño; una lectura curiosa, con ingenio y delicia, y toques de fábulas del devenir y sus gentes de esta población de “ultramar” que la península abandonó a su destino. El autor se desplaza, sin extrañeza, por la anécdota, la crónica, la recreación, la compilación de cuadros, curiosidades, creencias, de escenas de teatro guiñol de una ciudad que cobró celebridad por sus hechos y los desconciertos que sus habitantes protagonizaban.
Los habitantes del Santo Domingo colonial, tomando como base la lectura de las memorias errantes que este texto recrea, asumían sus vidas desde un espacio imaginario, y al mismo tiempo real, que estaba sembrado de episodios inauditos y acciones de carácter público o privado de sus gentes.
En la “Mar Océano” del Caribe, según nos relata Tejeda, la vida cotidiana no era igual a la de la península, con excepción de los conflictivos de fe de las almas de sus habitantes. Aquí como allá, no había el arte del buen gobierno. Los rebeldes criollos con un guiño de ojo, sabían cómo de manera engañosa y fraudulenta traicionar a su amo, expandir falsas verdades o difundir noticias o difamaciones gratuitas para que la Corona persiguiera a los herejes o violadores de la autoridad del Rey.
Los “dones” de las llamadas encomiendas se adquirieron a través de Capitulaciones y Cédulas Reales, dando lugar a que la repartición de las tierras y los privilegios se extendieran durante todo el siglo XVI, teniendo como resultado el origen de una estructura estamental basada en la explotación sin misericordia de indios y negros. La relatoría de acontecimientos que recoge este libro, sobre todo lo concerniente a su vida y práctica espiritual, a través de la contemplación de imágenes de santos y advocaciones religiosas difundidas por toda la Isla, nos hace formarnos la idea de que los habitantes de esta ciudad construida en piedra viva, no conocían una frontera entre el “pretender ser” y “el no ser”.
Caballeros ilustres, caballeros hijosdalgo llegaron a estas tierras de murmuraciones para sucumbir en la tentación de la hacienda, tomando el oro que abundada en las corrientes de los ríos. Así, durante todo el siglo XVI, la élite política militar, social, económica y religiosa de la ciudad se engañó a sí misma creyendo en el milagro de la riqueza eterna, de la apropiación impune de lo ajeno, derramando sangre de otros. Ellos, civiles, militares y curas, tenían el ilusorio interés de pretender ser en Santo Domingo mediohidalgos, por la impunidad ofrecida a distancia por la península para sus conquistas, con cortes y vasallos, cuando Castilla estaba a los pies de la teocracia cristiana, quisieron elevarse a la altura de ciudadanos en un siglo que marcaba áureo.
El libro [1] de Dagoberto Tejeda nos recuerda, desde el inicio de su narratología, capítulo tras capítulo, en total once, que Santo Domingo, La Hispaniola, representó, y aun lo es, un género de utopía hispánica, aunque confluían aquí la utopía renacentista, a la luz del evangelio europeo en base a la Biblia, y un eurocentrismo de función pragmática con una base “ética” de hipócrita moral cristiana, el ideal humanístico de un grupo minoritario.
En el desvivir y sobrevivir a ataques, saqueos, etc., pereció la colonia en el siglo XVIII, sin ningún tipo de convergencias con otras realidades que no fuera el sincretismo.
De los once capítulos de esta obra de Dagoberto Tejeda, tres son la causa, la impronta de mi lectura: “Parafernalia y folklore de las festividades religiosas y los desfiles políticos-militares” (Capítulo II), “Las cofradías como centros de festividades y de folklore” (Capítulo V) y “El folklore de la ética y de las manifestaciones morales” (Capítulo VIII), donde de manera irreverente, el autor haciendo uso de la intertextualidad, a través de sus fuentes literarias, transcribe como muestras fragmentos de expedientes jurídicos o comparecencias de las partes ante las autoridades, entre ellas, diversas historias de amantes de turnos de oidores y otros dignatarios de la colonia, a escondidas; siendo, en todos los casos, la mujer el símbolo de los pecados de los hombres.
La ciudad de Santo Domingo, resultado de la cruzada evangelizadora del Almirante al llegar al “Paraíso Terrenal” recién descubierto, era heredera del modelo de ciudad castellana, tenía, no obstante, ulteriormente sus características propias: una Plaza Principal, la disposición en cuadratura de su espacio a través de sus calles, edificios oficiales, e iglesias (muchas) para la comunidad de sus pobladores. Estaba influida de una condición de Virreinato, teniendo de frente la narración utópica de creerse una villa, un proyecto urbanístico, para albergar la complejidad de vida de una realidad inusual de feligreses que en el siglo XVI amaban lo profano y lo sagrado a la vez, y convivían colonizadores, criollos nativos, indios, negros y mulatos, amándose y odiándose.
No podía Europa, y la Madre España, que hizo de esta Isla un infame botín de seres que no conocían de apremios ni de castigos físicos y divinos, ni el poder de un amo usurpador, creer que los dioses telúricos, los dioses de la inmanente naturaleza no impondrían sus cantos para alivio de las crueldades a las que sumieron a sus indefensos vasallos.
Dagoberto Tejeda en todo el Capítulo V “Las cofradías como centros de festividades y de folklore” nos ofrece una aproximación sobre esta sociedad utópica que describimos, que devino en América en una visión áurea de sociedad injusta; resultado de que Santo Domingo sin utopías, luego de que la navegación conectara los puntos de dos mundos con sus instrumentos áureos: la Biblia, la espada y las leyes de la crueldad, no tenía otra salida subliminal que ser el puerto de entrada para crear el mito, no como un drama épico ni utopía experimental, ni como reinserción en la leyenda, en las cartas o crónicas de viajes del descubrimiento sobre el buen salvaje y la edad dorada.
Un recorrido por la vida cotidiana de Santo Domingo Colonial, yendo de la mano de Dagoberto Tejeda, nos deja con mucha claridad que, durante tres agitados siglos, entre ellos el siglo XVIII que yo llamaría el “siglo de la melancolía”, esta ciudad era la cuna de una voraz organización político-militar y político-religiosa. La vida material y espiritual de la naciente urbe se creía natural y saludable para todos los cristianos. Los misioneros y una reducida intelectualidad construían aquí un clon imperfecto de la hegemonía cultural de España en las Américas.
Esta era, tal como Dagoberto Tejeda recrea en su obra, una ciudad híbrida, en la encrucijada de dos utopías: la utopía teórica y la utopía experimental. Entonces, si observamos los elementos, el cuerpo, la temática de los cuidadosamente seleccionados recuerdos de esta cotidianidad colonial realizada por Tejeda, se observa que como “rara avis” en esta ciudad nace la subversión ante el cautiverio teocristiano, y las creencias, la religión toma un corpus de rituales prácticos. La vigilancia oficial se encuentra ahora ante una cosmovisión de nostalgia ancestral, de negación de la espiritualidad eurocentrista.
Tejeda nos recuerda que, esta ciudad colonial y sus complejas costumbres, así como su lucha “entre dos culturas”, tiene como madre fraterna a las etnias africanas como sus hijas de crianza, para dar de manera bendecida a los humillados esclavos, a los negros libertos y los mestizos, una manera, a través del folklore, de ser pregoneros de su subjetividad dormida por siglos, pero no castrada.
El capítulo que me hubiera gustado escribir del libro de Dagoberto Tejeda. “El folklore de la ética y de las manifestaciones morales” (Capítulo VIII).
Nuestro cronista (Tejeda) presenta en este capítulo seis historias donde las mujeres son protagonistas, las cuales titula: “Las amantes del oidor Esteban de Quero”, “Las mozas de Miguel de Pasamonte”, “El Duque de Veragua y Marqués de Jamaica”, “Las travesuras amorosas de algunos eclesiásticos”, “Los amores tortuosos de Sebastián López y María Paula”, y “Las relaciones escandalosas de un fraile y la frágil Andrea”.
¿Qué eran las mujeres en la colonia? ¿Qué “cosas” eran las sumisas “cosas” para tutelar los valores cristianos? Las mujeres en estos siglos eran “nom personas”.
El discurso patriarcal de los cronistas en torno a las mujeres colonizadas hace muy vagas referencias a las “causas de las acciones femeninas”. Sin derecho a deliberaciones, ni derecho a las letras, de ellas sólo se transmiten historias de lamentos y de desdichas. Son célebres los discursos de imputaciones donde las presentan, únicamente, en causas o cuestiones placenteras; alejadas de la buena fortuna del poder político-colonial, arrojadas al silencio, víctimas del apetito irracional o la lujuria de los conquistadores, víctimas de la violencia.
Las mujeres de los siglos XVI, XVII, XVIII son invisibles en “cuestiones relacionadas con el hecho” (negotiorum quaestions), y detestables si por propia voluntad y empeño hurgan o se inmiscuyen en la vida pública y cotidiana. El tema mujer, es un capítulo que me hubiera gustado escribir en este libro de la autoría de Dagoberto Tejeda.
Doncellas y señoras son parte de ese imaginario-ideal de la cotidianidad de la ciudad que nos relata Tejeda; de esa ciudad irracional-utópica de Santo Domingo, concupiscente, llena de lasciva, del carácter de un siglo, sumisas a la “voluntad del marido”. Las obedientes doncellas y señoras no forman parte de la mentalidad de esta época. El personaje femenino de esta ciudad sólo tenía que adquirir virtudes, entre ellas tejer y rezar, y aprender las costumbres, nunca actuar por sí mismas.
Pero el narrador colonizador, sí habla de ellas: como amancebadas envueltas en las trampas de los celos, dueñas de la chismografía, obrando con envidia, con frecuentes llantos, porque (al decir de ellos) las “mujeres rústicas”, que solo entienden de su deber, son como cualquiera mujercilla, sin refinamientos, que se dejan llevar por la cólera, la ira y la venganza.
El sujeto femenino, en los labios y en las plumas de los discursos “humanísticos” de estos siglos, solo es un “vehículo de intercambio” entre los hombres. Aun, en el proceso civilizador del español, la voluntad femenina solo recibe el discurso de la alabanza cuando de su decoro se trata, cuando son como una flor tierna, y además santa.
La mujer en la colonia está signada por la mimesis del discurso amoroso, y es cuando lexicalmente experimenta un cambio la narratio, y no la trata con desdén total, sino con galantería. El arte de amar en la colonia, la correspondencia amorosa, queda al descubierto por los escándalos entre los sexos, porque mujeres de distintas condiciones sociales y estadio civil (doncellas, casadas, viudas, señoras, etc.), se encuentran en medio de “quejas” o “pleitos” amorosos o en medio de la tempestad de las infidelidades.
La ciudad colonial de Santo Domingo y su vida cotidiana, es protagonista y testigo de excepción, del arte de amar de Ovidio; maliciosamente, silencia unos casos; otros los hace comentario de boca en boca; algunos los somete al la represión hipócrita, dándole un papel activo a la mujer amante. La ciudad hace del amor un filtro de asechanzas, donde la destinataria de la deshonra suele ser la mujer, no el colonizador o el colonizado.
Las historias contadas por los oidores con tanta exaltación, y que reproduce Tejeda en su libro, están llenas de mordacidad, por la vida cotidiana del Santo Domingo colonial, y nos traen como realidad sublime, y un tanto argumentativa sobre la pericia en el amor que, se “ama y se quiere, a quien nos aborrece”. Ironía de la ciudad, también tener que ondular como protagonista en medio de una desacralizante lírica cotidiana de enredos de amor.
Es así como la vida cotidiana colonial en Santo Domingo se convierte en una ciudad de historias amorosas, de diversos tipos femeninos y de prototipos masculinos medievalistas, con sus leyendas, crueldades, riesgos e intentonas de “crímenes pasionales”.
La ciudad de Santo Domingo, desde entonces, adquirió una rentabilidad literaria, aunque en ruinas en el siglo XIX, permitió a los poetas hacer del sueño un hábito para contemplar, desde la palabra, las excusas más anodinas sobre las tragedias políticas a las cuales les conducían sus gobernantes.
“El Carnaval del Santo Domingo Colonial” (Capítulo III), de nuestro Rey del Carnaval, Dagoberto Tejada.
La ciudad, entre murallas, de Santo Domingo, se desenvolvía, a veces, en una cotidiana languidez o en una cotidianidad quijotesca. Era una cotidianidad de episodios, de metáforas irracionales, de naturaleza febril, de ardor tropical. Todo se mezclaba (mar, puerto, tierra, piedra, ruinas, ciudad); todo competía entre-sí (la indiferencia, el tiempo, el destino); todo hacía ruido (los sonetos, las coplas, las cadenas y la muerte).
La ciudad, entre murallas, de Santo Domingo, se desenvolvía, a veces, en una cotidiana languidez o en una cotidianidad quijotesca. Era una cotidianidad de episodios, de metáforas irracionales, de naturaleza febril, de ardor tropical. Todo se mezclaba (mar, puerto, tierra, piedra, ruinas, ciudad); todo competía entre-sí (la indiferencia, el tiempo, el destino); todo hacía ruido (los sonetos, las coplas, las cadenas y la muerte).
…Y, entonces, la muerte adquirió una estética de imitación, un vocativo en la ciudad cristiana del Nuevo Mundo. La muerte no se encerraría de manera ermitaña en las losas frías de las iglesias y el cementerio; se exhibiría públicamente, no sería lúgubre y macabra ni de excitación al sacrificio de la sangre y el dolor.
La muerte, en el Santo Domingo colonial, desterraría las osamentas y las lápidas sepulcrales. El horror devendría en lo lúdico, en la danza, en la fantasía irrecusable, en el espíritu libre, en el aturdimiento existencial, en una saga de representación de alucinaciones.
La religiosidad, la emoción de la espiritualidad desbordante y de su fantasía se apropiaría de la vida cotidiana de la ciudad, para darle resonancia al sentir de la multitud. Los habitantes de la ciudad apegados a la expresión de las glorias celestiales, se sumergirían en las bondades del realismo y del pensamiento prefigurado. Traducirían las representaciones eternas de Dios, en un lenguaje humano, sencillamente humano, de vida terrenal-mágica.
Los creyentes piadosos del cristianismo también estarían de frente ante la llaneza de la vida cotidiana que traería una tensión: entre la vida religiosa de la grey piadosa y aquellas personas (entregadas) a la vida mundanal.
Es así, que la cotidianidad de la ciudad se llena del carnaval, de una excepcional plasticidad de manifestaciones curiosas y excepcionales, donde el rostro, como imagen invocación-fija, de una deidad ancestral, recibe el elogio y “meticulosamente fiel representación” en las vestiduras.
De esta manera, lo simbólico-formal, de lo propio del espíritu popular, se arraiga en los pobladores de la ciudad colonial, y de ahí que el carnaval en el siglo XVII se hace parte de sus vidas, elemento de disipación de las cargas del trabajo cotidiano, y va adhiriéndose a este exceso de ardor. El carnaval era parte de la vida religiosa colonial. Todos acudían, como concurrentes, religiosos, laicos, a su concelebración; era el gran momento de ocio, de divertimento de la ciudad, la novedad vibrante del año, la liberación de las tensiones.
El carnaval más antiguo que conozco es el que se inicia en Venecia; ya en el año de 1444, para el mes de febrero, era un lugar de encuentro, para las parejas encontrarse y cortejarse detrás de un antifaz o máscara. El carnaval prolija suntuosidad, sensualidad, divertimento, creencias, un “corpus demini” de espíritu mundanal; no son almas herejes que se cubren con vestiduras de cueros, de seda, de papel, piedras preciosas color escarlata, azul celeste, verde, rojo, negro… adornados como ingenios o deidades.
Así, en la ciudad todo se convierte en pompa, en hipérbole, en alegorías, en halagadora extravagancia; en modo habitual de darle a la virtud como prenda el placer. El carnaval atrae a los círculos cortesanos, a ilustres caballeros, a dignidades eclesiásticas, teniendo de testigo a la cotidiana vida de la ciudad.
Legitimado por cuatro siglos, este exótico furor del pueblo, mezcla de religiosidad primitiva e inspiración sagrada, no es sino signo de simple y espontáneo fetichismo del pueblo; como no lo son otras manifestaciones de veneración religiosa. Es pintoresco, dirán algunos, pero es el huésped de esta ciudad más auténtico que tenemos; es una celebración de carne y hueso, donde ante lo traumático del mundo, nos mofamos con difuntas representaciones a los insensibles parroquianos que no escuchan el corazón de su pueblo.
Así, esta ciudad en su cotidianidad, de apariencia ingenua, disfrazada de naturalidad y afectiva humanidad, viéndose a sí misma oscilando –como hoy- entre la realidad, la fantasía y la ilusión, empezó a jugar con sus habitantes un juego dialéctico: el juego de la honra y la deshonra, en medio de la corrupción institucionalizada.
La ciudad, la hermosa ciudad colonial ovandina, la que recrea al natural Dagoberto Tejeda, se convierte en protagonista de su propia narración: se llena de vida y estilos de vidas diferentes; se convierte en una ciudad jocosa, donde el “rancio abolengo” de sus habitantes en los siglos XVII y XVIII es un retrato de lo irónico, de exageración y poses caricaturescas. La ciudad procura su autorrepresentación, su modelo fisonómico, para transgredir los cánones y los valores caballerescos teocristianos.
Es así, como leyendo la cotidianidad que nos presenta Tejeda, de la ciudad, la misma en la cual abrí los ojos, en la calle de Las Atarazanas, re-descubro, sin el menor de los asombros, que esta ciudad de Santo Domingo nunca ha dejado de oscilar entre dos valores: el ideal de la modernidad y el ofuscamiento del progreso, y, por cierto, entre dos recurrentes estadios emocionales: la locura y la cordura. Así fue en los siglos áureos, y continua siendo hoy.
La sobremesa de esta cotidianidad, que nos describe Dagoberto Tejeda, no era la contemplación sutil para distraer a sus gentes. Recordemos que los parroquianos de la ciudad, levantada en la margen oeste del río Ozama, sufrieron plagas y epidemias, temporales y terremotos, además la soberbia y la avaricia de los conquistadores europeos que emprendieron aquí una nueva forma de acumulación originaria.
Así, la ciudad, en medio de su cotidianidad con festividades patronales, advocaciones de las vírgenes de Las Mercedes y de la Altagracia, procesiones religiosas, cultos en Corpus Christi, desfiles militares-políticos, romerías, manifestaciones folklóricas, cofradías religiosas y étnicos-culturales, celebración de la santa cruz, expresiones de misticismos, milagros atribuidos a santos, pecados de mujeres y de hombres, teatro de calle, poesía popular, música y danza, y frenético carnaval, vivía la cotidianidad de su gran pecado: la soberbia.
El gran pecado, el pecado capital y de extrema fatalidad que ha marcado a esta ciudad colonial de apariencia sutil, y, por igual, a sus habitantes en toda su cotidianidad es la soberbia, que ha permanecido desde entonces como una herencia maldita desde los tiempos del nefasto gobernador Osorio.
En la cotidianidad de la ciudad colonial, que describe Dagoberto Tejeda, confluyen, al igual que ahora, como signos inequívocos de esta soberbia ancestral: 1. La imponente apariencia de los poderosos. 2. La codicia al dinero. 3. El despliegue del poder político y económico con soberbia. 4. “La apreciación del valer personal se torna operación simbólica” y 5. La “impalpabilidad fantasmal” del bienestar de la mayoría.
No obstante, deseo decirle a nuestro amigo Dagoberto que, esta ciudad colonial, nuestra ciudad, es una ciudad que a través de tu obra, reconozco con dolor, tiene a la soberbia como la raíz, tronco y cabeza de todas sus desventuras; la soberbia (superbia) de entonces es igual a la de ahora: soberbia que hace que las ciudades se tornen nichos de violencias, de chismes, de rumores, de calumnias, de lujurias, de difamaciones, más aun cuando sus habitantes aman la avaricia desenfrenada.
Los siglos áureos fueron los siglos de la soberbia y de la avaricia, del placer y del boato, del placer, de la magnificencia y de lo fatuo. Era la época de las mitras color púrpura. Aquella ciudad colonial, llena de soberbia primitiva, se recrea en el presente, de una manera tan desvergonzada que ya se asume como una forma espontánea de ser-en-el-yo, que el oscuro presentimiento de las luchas de clases, prevalece a través de la indignación moral.
… Y, PARA CONCLUIR
No deseo concluir sin ofrecerles, mis impresiones finales sobre este libro que Dagoberto me ha pedido con mucha cordialidad comentar. Cuando me llamó hace una semana y media para recordarme un compromiso que él tomó como suyo a inicios de los años noventa, le dije que a él no podía decirle que no, pero que recordara que no era experta en temas de folklore, a lo cual él me contestó: “Pero Nacidit, es precisamente eso lo que quiero, que no hable un experto, sólo quiero una persona que me lea, y esa eres tú”.
Es dándole cumplimiento a esa petición que escribo como lectora. Y, asumiendo ese rol asignado por Dago, me permito expresar que, el libro de Dagoberto es una rica crónica sencilla de la cotidiana vida de esta ciudad; esa ciudad cotidiana que nos muestran los cronistas, él nos la da a conocer a través de la intertextualidad literaria.
La cotidianidad de una ciudad que tenía en sus adentros un pueblo que no sabía ver su propio destino: los engaños, la rapacidad de la voraz administración colonial y los latrocinios de la jerarquía política. Una ciudad donde la cotidiana vida de los pobres y los humildes del Santo Domingo colonial transcurría en medio de la inseguridad, mientras la bastardía de la nobleza criolla procuraba el placer y la comodidad.
Es cierto que Tejeda no ha ido como un surcador de mares detrás de las fuentes primarias originales, es decir a los archivos documentales, o en lo legajos de manuscritos inéditos, pero su afán mágico de ser un pesquisidor de la cotidianidad al desnudo, del ritmo telúrico de los tiempos, del vivir de su pueblo, lo ha llevado a recrearnos a través de fuentes legítimas fundamentales de autores nacionales y extranjeros de la historiografía colonialista de la isla y de las Antillas (Carlos Esteban Deive, Flérida de Nolasco, Manuel de Jesús Mañón Arredondo, Américo Lugo, Pedro Justo Santiago, Tirso Mejía-Ricart, entre otros), una historia amena reunida como un diario de notas, de la vida y las acciones de toda clase de gentes de la ciudad colonial de Santo Domingo.
Dagoberto Tejeda, que ama la fortuna de lo onírico de manera singular, nos entrega un texto dominado por la providencia narrativa, aquella que fue en el ingenioso Quijote, el recurso de lo venturoso, de conectar lo que ocurrió en el tiempo con los lugares y las gentes, recreando en capítulos, con fuerza ficcional, lo rutilante de la cotidianidad que se asoma de manera encantadora haciendo oposición entre la memoria y la voz.
Su obra nos permite, de manera general, hacer un diagnóstico posible a través de la intertextualidad, de cuál era el germen arrebatador con que se administraba esta ciudad marítima; cuál era su aprendizaje latente de sus creencias, las psicosis narcisistas del clero, de los miembros de la Real Audiencia, las causas del empobrecimiento de la sensibilidad del pueblo, las razones de las desmemorias colectivas, el silencio atónito ante las injusticias, la bastardía de la transgresión desmedida, las masculinización del poder, la vida cotidiana, en fin, detrás de las cortinas, en el Estado, la cama, o en las Iglesias.
NOTA
[1] Dagoberto Tejeda. Vida cotidiana del Santo Domingo colonial (Santo Domingo: Editora Nacional, 2011), 194 páginas.
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