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Legitimidad, Adoctrinamiento y Pensamiento Crítico
Maquiavelo dice en El Príncipe
(escrito en 1513) que la función de todo gobernante es, básicamente,
mantenerse en el poder y, si puede, ampliarlo. Para hacerlo, vale
cualquier método y él discute principalmente el medio del amor del
pueblo y del miedo (que él prefiere, todo sea dicho). Desde una
perspectiva de realpolitik, esto sigue siendo cierto hoy en
día, cinco siglos más tarde de que él escribiese su obra más célebre.
Pero el mundo ha cambiado, de modo que esto es cierto pero con matices
importantes.
Y es que nos encontramos en un mundo donde el principio básico de todo el modelo político es la legitimidad
democrática: el pueblo es el depositario del poder y el legitimador de
las instituciones que nos gobiernan a través de elecciones periódicas.
Elecciones a las que confluyen los partidos políticos y donde tratan de
ganarse el amor del pueblo para que este les vote. He ahí una primera
diferencia: el amor/aprecio del pueblo vale hoy en día mucho más que su
miedo, aún cuando manejar el miedo del pueblo a otros agentes también
pueda ser un mecanismo muy útil para llegar al poder (sirva el ejemplo
del impacto de la Guerra contra el Terror de George Bush en las
elecciones que le llevaron por segunda vez a la Presidencia de Estados
Unidos). Así pues, ya deberíamos reformular la primera base de la
afirmación de Maquiavelo diciendo que el gobernante, hoy en día, tiene
como función principal salir elegido en las urnas, a través de ganarse
el apoyo del pueblo.
La parte
de ampliar su poder probablemente siga siendo válida, aunque encuentra
numerosos problemas a la hora de legitimar los cambios en las
instituciones para ampliar los poderes de una persona. Porque ahora, en
vez de importar tanto la persona que ocupa el poder, importa el encaje
que el cargo tiene en el marco del sistema. Estos años habrá un
Presidente X, pero dentro de una elección, o dos, o las que sean, este
Presidente será sustituido por otro y no necesariamente queremos que ese
otro tenga los poderes ampliados. Muestra de ello es el rechazo que
suele provocar en partes amplias de la sociedad el cambio de poderes
entre los cargos, que deben contar con un enorme apoyo social antes de
lanzarse a esas aventuras, o sino pondrán en riesgo la función principal
de perpetuarse en el poder.
Por tanto, la parte más importante hoy en día es que el sistema siga funcionando. Ya no importa quien sea el Príncipe, sino que el Príncipe exista.
Y, para hacerlo, ya no vale con la imposición militar que sofocaba las
rebeliones por medio de picas y cañones como se hacía antiguamente.
Imagino que ahora muchos estaréis pensando en las cargas policiales y
otros abusos del poder coercitivo sobre la sociedad; ni de lejos quiero
afirmar que el poder ha perdido su dimensión represiva, pero si que el
poder ha evolucionado. Ya no vivimos en las sociedades de la vigilancia
propias del panóptico sino que, como Foucault ha mostrado con su propia evolución como autor, vivimos en el mundo del biopoder.
En un
entorno donde existe el biopoder, la capacidad principal del poder es la
de construir las identidades de sus ciudadanos. Es un Principe que usa
su capacidad como productor de identidades
para construir ciudadanos que lo defiendan, apoyen y legitimen. El
poder nos dice lo que queremos por medio de muchos mecanismos: el
consumo ostentoso de las clases altas que envidiamos (como ilustra
Veblen), la publicidad, los discursos de los líderes, la definición de
la moral, las leyes… Pero hay un mecanismo que destaca por encima de
todos: la educación.
Todos, y
yo el primero, estamos a favor de una educación pública de calidad. Sin
embargo, hemos de entender que la educación que da el Estado nunca es
neutral (ninguna educación puede ser neutra, realmente), sino que va
llena con multitud de elementos que no aparecen en el currículum. Nos
encontramos así que además de enseñar física, matemáticas o literatura,
el colegio y el instituto sirven como las instituciones principales que
nos enseñan una forma de entender el mundo. Así, en su interior vemos la
defensa de ciertos ideales (la igualdad de géneros, la libertad de
opinión, la propiedad privada, etc.), vemos modelos de estructuras y
diferencias (diferencias por clase social, la diferencia entre profesor y
alumno, etc.) e incluso recibimos educación sobre conjuntos enteros de ideologías (al explicar la Revolución Francesa y el ascenso de la democracia, en las clases de ética o religión, etc.).
El
resultado es que el colegio, junto a otras instituciones como los medios
de comunicación, nos adoctrina para que aceptemos la sociedad en la que
vivimos y no la critiquemos. Nos enseña que la democracia es buena en
si misma, y que el capitalismo es la forma más civilizada de
organización de los bienes, y que quien quiere ser algo en la vida tiene
que estudiar porque vivimos en una sociedad de la información. Y que quien va en contra de eso es un rebelde, un inadaptado y alguien socialmente perjudicial.
A menudo
se habla de que el colegio y las universidades tienen que fomentar el
desarrollo del pensamiento crítico. Lo cierto es que, por muy deseable
que eso fuese, jamás lo van a hacer porque lo que se estudia en los
colegios no depende de los intereses de la sociedad, sino de los
programas de estudios discutidos en el Parlamento (y de ahí que cada
partido político cambie el plan de estudios nada más llegue al poder,
para legitimar más su posición ideológica y deslegitimar la del
oponente, como ilustran los conflictos en torno a la religión como
asignatura). Todo centro educativo replica y perpetúa la sociedad como
está en el momento en que se establece y sirve para legitimar el status quo
existente. El pensamiento crítico, por otro lado, tiene la función
completamente opuesta: que cada uno piense por si mismo y decida si el
mundo en el que vive es como debe ser o, por el contrario, ha de ser
cambiado.
Con esto
no digo que no existan espacios para el pensamiento crítico en los
colegios y universidades, pero la mayor parte de los espacios existentes
no son fruto de los mismos como instituciones sino de la acción de las
personas en su interior, tanto profesores como alumnos; a menudo,
incluso de espaldas o independientemente a cómo se supone que funciona
la institución. Y esto se debe a una razón fundamental: el pensamiento
crítico no se puede enseñar. Que alguien piense por si mismo no se puede
codificar en un libro de texto, no se puede transmitir de persona a
persona como un conocimiento-receta o como un conjunto de lecciones aprendidas.
Al
contrario, es una lección que necesariamente empieza por el principio de
duda de Descartes: duda de todo, ponlo todo en tela de juicio. No te
fíes de lo que dicen los libros de texto, ni los posts en blogs, ni la
prensa, piensa tú mismo sobre todo ello y decide con cuales de las cosas
que lees estás de acuerdo y con cuales no. Aprender a pensar por uno
mismo es algo que cada uno debe hacer, fruto de sus propias reflexiones
sobre el mundo que le rodea y la maduración en torno a cómo este es y
cómo debería ser; es un proceso que convierte a una persona en un
verdadero ciudadano.
Y lo
convierte en aquello que el poder, el Príncipe, considera más peligroso
del mundo: alguien independiente y verdaderamente libre. Aprender a
pensar por uno mismo es, por ello, el acto más revolucionario que
cualquier persona puede hacer por si mismo, el más subversivo y el más
poderoso. El primer paso en dirección a cambiar el mundo de verdad.
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