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Enrique Serna: un filibustero contra la cultura
Día 05/11/2014 - 16.52h
http://www.abc.es/cultura/cultural/20141103/abci-genealogia-soberbia-intelectual-enrique-201411031036.html
Una cruzada contra la cultura, eso es «Genealogía de la soberbia intelectual». En palabras de César Antonio Molina, «un ensayo digno de Hitler, Stalin y Mao. Una justificación de las atrocidades que ellos hicieron con escritores y artistas»
Sólo por satisfacer un complejo de inferioridad cultural se puede escribir un libro tan infame como este. No hay mayor impostura y desvergüenza que
escribir una obra en donde todo cuanto se dice no proviene de lecturas
de los originales, sino de citas entresacadas de otros ensayos que han
sido tergiversados según los fines del autor.
Una persona que se expresa de esta manera: despreciativa,
violenta, acusadora y amenazadora, es incapaz de haber leído a ninguno
de los autores a los que persigue. Los vomita, no los entiende, es
incapaz de juzgarlos teóricamente y se pierde en banalidades, anécdotas y
disquisiciones ajenas a su verdadera realidad creadora. ¿Cómo hacer una crítica de unos libros que no se han leído? ¿Cómo hacer una crítica de unos autores, según sus propios criterios, impenetrables?
Ya en la contraportada que firma descaradamente el propio
«autor», citándose a sí mismo, se refiere a la cultura en general y a
las élites culturales nada menos que como terroristas. Para él, desde
Egipto hasta nuestros días, gran parte de los filósofos, escritores,
pensadores, intelectuales y artistas han sido unos terroristas. Nombres como Platón, Aristóteles, Séneca, Nietzsche, Mallarmé o Valéry, entre otros muchos, han sido verdugos y cómplices del poder. Enrique Serna debería aplicarse aquello que dijo Aristóteles: filosofar para huir de la ignorancia.
De vergüenza ajena
Hegel y Nietzsche están en las más altas cotas de ese
genocidio cultural que unas élites prepararon para destruir al resto de
la humanidad. Serna, desde la mediocridad de su discurso de odio (una
especie de Mein Kampf
contra la cultura, en la que los intelectuales serían los judíos), ni
siquiera plantea ese absurdo de una supuesta lucha –que en realidad
nunca existió, sino que convivió y sufrió a veces semejantes
consecuencias– entre la alta cultura y la cultura popular. Lo mezcla todo, lo confunde todo,
y pone en las listas de sus buenos y justos a aquellos perseguidos,
desplazados o suicidas, como piensa él que fueron Boccaccio, Rousseau,
Balzac, Baudelaire, Zola, Poe, Blake, Rimbaud, Nerval, etc.; es decir,
unos autores «francamente claros» y «accesibles». Según él, prefirieron
asumir el papel de lacras sociales.
Serna califica a las élites culturales nada menos que como «terroristas»
Los comentarios sobre alguno de los diálogos de Platón,
sacados de fragmentos citados por otros autores perfectamente
localizables, reflejan una incultura generalizada y una incapacidad de
interpretación debida a su enajenación mental, producida por el afán de
ver, en todo cuanto lee, pistas para perseguir a quienes detesta. El
comentario sobre el Fedro de Platón y sobre el asunto de la oralidad y
la escritura es digno de pasar a los anales del vilipendio. Lo mismo
sucede cuando se refiere a Aristóteles y Séneca; apenas habla de Cicerón
u Horacio. Desconoce la Historia, la terminología filosófica, la
mitología; da palos de ciego en torno a su propia ignorancia, para la que no tiene límites.
Según este «autor»
De Séneca dice verdaderas estupideces (página 127),
llegándolo a comparar con los intelectuales pro-nazis. Pero qué se puede
esperar de alguien que escribe lo siguiente: «Los romanos eran un
pueblo guerrero que desconfiaba de la inteligencia, y por lo mismo,
trataba de sobajarla». Así, no crearon el derecho, la arquitectura, las
artes y las ciencias, etc. Dado que Sócrates se suicidó, según él,
acosado por la propia inteligencia griega y no por el poder político, es
el único al que tiene cierto respeto. El mundo clásico grecorromano, la
Edad Media y, durante el resto de los siglos, toda la cultura indujo al analfabetismo.
A Flaubert lo califica de reaccionario. Masacra a Paul Valéry
La erudición, según este «autor», ha sido algo estéril,
no hace falta leer, el latín (origen de tantas lenguas, incluso en la
que él escribe, probablemente sin saberlo) fue una lengua de opresión,
los intelectuales impusieron una dictadura del gusto y, finalmente, se
alza contra todos los movimientos y novedades estéticas y estilos a lo
largo del tiempo. Evidentemente las universidades, como vendedoras de
monopolios de títulos, tampoco quedan bien paradas.
Titiritero de la incultura
Los ataques contra Nietzsche muestran su ignorancia
filosófica. Hay libros como este que no sólo son capaces de insultar a
la inteligencia, sino, sobre todo, a la ignorancia enrojecida de sí misma.
Pero es quizá Mallarmé, del que no se hace la más mínima reflexión
teórica, quien recibe los ataques más furibundos de este filibustero de
la cultura. A Flaubert, a través de Bouvard y Pécuchet,
lo califica de reaccionario. Novalis, Schlegel y un sinfín de poetas
son acusados de haberse apropiado de las funciones de la vieja casta
sacerdotal y son llevados a su particular inquisición. Otro de los
poetas masacrados es Paul Valéry.
Odio, envidia y rencor emanan cada una de estas páginas
Los comentarios sobre Montaigne ejemplifican a las claras la no lectura de los Ensayos.
Da a entender que al pensador francés no le gustaba leer; él, que
releyó y reinterpretó a los clásicos. Se olvida de que dijo: «Voy
indagando e ignorando», es decir, voy leyendo, aprendiendo y, cuanto más
sé, más me queda por saber. Sin embargo, curiosamente, no clama contra
Copérnico, Vesalio, Galileo o Kepler, pues parece ser que sus teorías
eran «fáciles» de divulgar entre todo el mundo. De Leonardo afirma que
era un hombre sin letras. Gutenberg tampoco le apasiona,
pues fue el inventor de un aparato opresor. La métrica también era una
opresión política, así como las reglas dramáticas de las tres unidades,
la ortografía, las matemáticas, etc.
¡Tome nota la editorial!
A la literatura del Siglo de Oro español le dedica curiosos
comentarios, de los que sale más o menos bien parado –otro tópico–
Quevedo. Góngora, Lope y Calderón –a Cervantes apenas le cita,
desconociendo entonces aquello que escribió de que «el que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho»– reciben reprimendas, sobre todo este último; según él, un publicista clerical.
A Montesquieu y Voltaire los tacha de escritores frívolos, y
de Victor Hugo, al que aprecia como realista, dice, nada menos, que es
un poeta pedagogo. A Tolstói y Dostoievski nada menos que los acusa de
hablar lenguas, de saber francés: «Lo que no ha variado hasta hoy es la
proclividad de las élites a usar las lenguas extranjeras como
herramientas de exclusión y como pretexto para ver al inferior por
encima del hombro» (pág. 230). De Fernando Pessoa lo desconoce todo. A
Ortega lo respeta porque, como a un ciego, le sirve de lazarillo.
Él juzga a los siglos no desde su tiempo, sino desde este tiempo, como
si la cultura, la civilización y la sociedad no hubieran tenido
necesidad de espacio y tiempo para evolucionar.
Escribe este «autor» que los libros pueden producir ceguera
Cualquier persona no necesita –según él– el auxilio de los
libros. ¡Tome nota la editorial Taurus cuando se queje de la poca venta
de libros! ¿Qué se puede esperar de amigos y editandos de esta clase?
Pero aún más, en la página 235 escribe este «autor» que los libros
pueden producir ceguera.
Tristes tópicos
Desgracia al gran ensayista William Hazlitt (de
nuevo citado de refritos de citas) al hacerle decir lo que no dijo.
Pero si tú, lector de este suplemento, no crees lo que escribo,
transcribo lo siguiente: «Frente a la arrogancia de los intelectuales
parapetados tras los cristales de sus lentes, el saber práctico sostiene
hasta nuestros días que no tiene sentido arruinarse la vista leyendo
por el simple capricho de sobresalir en algo» (pág. 235). Su campaña contra los bibliófilos es también sangrante, e igualmente contra los ensayistas y la crítica.
Todo intelectual, para este señor, es un pedante inútil y prescindible
Internet aparece como el gran salvador, el gran
democratizador de la cultura. Internet nos ocupa todo el tiempo y nos
evita el pensar, el estar a solas con los pensamientos, «porque muy
pocos salen bien librados de esas confrontaciones». Serna hace una
defensa encendida del espíritu gregario contra el individuo: «Los
individuos descontentos de serlo pueden integrarse al verdadero núcleo
de su existencia, el corrillo de ociosos, en cualquier momento y lugar»
(pág. 46).
Todo intelectual, para este señor, es un pedante (págs. 209 y siguientes) inútil y prescindible, un corruptor. También los profesores.
«La erudición está en crisis porque gracias a la informática, las
grandes compilaciones de conocimientos que antes deslumbraban al público
ingenuo ya no acreditan como antes la superioridad intelectual de sus
autores» (pág. 217). Ni siquiera defiende la cultura de masas, sino sólo
la popular (goliardos, picaresca, realista, novela negra, novela
histórica, ciencia ficción). Ni siquiera Lorca le merece mucha simpatía
(pág. 177).
Pirateo descarado
Después de seguir vilipendiando a Mallarmé y Valéry, en la
página 189 escribe lo siguiente: «Por eso José Alfredo Jiménez, Bob
Dylan o Joaquín Sabina han tomado el lugar que antes ocupaban
Shakespeare, Victor Hugo o García Lorca, y cuando surge un gran poeta
popular como Jaime Sabines, los guardianes de la Tiniebla sienten
amenazadas las bases de su poder». En fin, un despropósito de libro
que habla del supuesto odio al vulgo como una fobia elitista, racional y
fría. Un «ensayo» digno de Hitler y Mussolini, de Stalin y Mao. Una
justificación de las atrocidades que ellos hicieron con los
intelectuales, escritores y artistas.
Este libro es una alabanza de la barbarie, un filibusterismo anti-intelectual
Cada libro, a su manera, debe crear lectores. Este los
destruye y justifica la inutilidad de que existan. Un libro debe
provocar el pensamiento, la reflexión, este sólo exalta el odio hacia la
cultura. Libro poco edificante, nada educativo, y menos en unos tiempos
tan difíciles como los presentes. Una alabanza de la barbarie, un
filibusterismo anti-intelectual, un pirateo descarado de las
investigaciones y trabajos de quienes se critica para utilizarlos en su
torpe beneficio de tergiversación. Una sociología barata repleta de
chismorreos.
Que no se quejen luego los editores de no tener lectores.
¿Para qué?, si publican libros contra ellos, libros que justifican la
necedad del saber. Libro inútil y, como decía Gracián –uno de los pocos
salvados de la quema, por desconocido–, «peor es ocuparse de lo inútil
que no hacer nada».
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