martes, 6 de marzo de 2012


Tzendales, la gran ciudad maya perdida
Carlos Tello Díaz ( Ver todos sus artículos )
En México, en la profundidad de la Selva Lacandona, existe una ciudad que sólo un arqueólogo ha visto: Alfred Tozzer. Esta es la historia de su descubrimiento y de su extraña desaparición

 
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En México, en la profundidad de la Selva Lacandona, existe una ciudad que sólo un arqueólogo
ha visto: Alfred Tozzer. Esta es la historia de su descubrimiento y de su extraña desaparición

En la primavera de 2000 me fui a vivir a la Selva Lacandona. Hacía tiempo que quería salir de la ciudad. Estaba cansado de ver calles, edificios y postes de luz. Ya no soportaba más las bocinas de los taxis, el motor de los camiones, la música de los radios, el ruido de mi refrigerador, los altavoces, la histeria de las alarmas contra robos. No me quería acostumbrar a vivir en el polvo y el cemento, a respirar con asco el aire que me rodeaba. Necesitaba dejar la ciudad, pero sabía que salir al campo no era suficiente. Me gustaba, desde luego, caminar entre las milpas que crecían al pie de las montañas, sentir el olor a tierra de los agostaderos, respirar el perfume del anís que crecía a orillas del camino. Pero todo eso, que era mucho, no bastaba, pues formaba parte de un mundo que quería dejar: el de los hombres. El mundo que yo buscaba —más elemental, pero también más raro— estaba suspendido en el pasado. Para llegar a él era necesario volver atrás, hacia los sitios, muy pocos, que permitían aún esa posibilidad. Por un tiempo pensé en el desierto, que conocía, pero luego descubrí la selva.
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Éstas fueron las razones que me empujaron a salir de la ciudad, como las enumeré después en un libro de viaje que registra los meses que pasé en la Selva Lacandona.* Pero los motivos que me llevaron a permanecer allá, a volver a la selva, acabaron confundidos con los objetivos de una expedición en la que participé con un grupo de biólogos en la región de Tzendales, la más remota de la Lacandona. Queríamos explorar los restos de una montería del siglo XIX, abandonada tras la Revolución, que sabíamos estaba situada en la confluencia del río Tzendales con el arroyo Negro: la central de San Román, y queríamos avanzar después por el Tzendales hasta llegar a la boca del río Colorado, para remontar sus aguas en busca de unas ruinas mayas descubiertas por el antropólogo Alfred Tozzer al comienzo del siglo XX. Tozzer había encontrado esas ruinas el 24 de febrero de 1905, dos días después de salir a pie de la central de San Román.

El río Tzendales
El Tzendales nace en la profundidad de la selva, al sur de la Sierra del Caribe, en la frontera de Chiapas con Guatemala. Escurre de forma muy accidentada, como serpentina, entre meandros y raudales, en general hacia el este, alimentado por otros ríos de la región, como el Negro y el Colorado. Escuché su nombre por primera vez en la primavera de 2000, al remontar su curso en una lancha de fibra de vidrio con motor fuera de borda. Es un río mágico, con un color parecido al jade, opaco, entre azul y verde, muy distinto al río San Pedro, que es más obscuro, entre negro y café, a pesar de tener un origen similar: la Sierra de San Pedro. Ambos ríos convergen en un solo cauce momentos antes de llegar al Lacantún, que es el principal afluente del Usumacinta.

El Tzendales debía tener en la parte más amplia de su cauce 60 metros de ancho. Sus orillas estaban tachonadas de troncos arrastrados por las crecientes, sus ramas inertes y grises erizadas en el aire, como despojos de un naufragio. Las partes más bajas estaban llenas de jimbales, con espinas muy filosas y hojas largas y diminutas movidas en oleadas por el viento. Conforme remontábamos el río, su cauce era cada vez más estrecho. El paisaje cambió. A menudo navegábamos bajo la sombra, cerca de la ribera, donde las ramas de los árboles pasaban por encima de nosotros. En las orillas, entre las palmas y los helechos, aparecían los troncos claros y delgados de los árboles más pequeños, como el guarumbo, y arriba de sus ramas los árboles más grandes: majaguas, guapaques, jobillos y cornizuelos, cubiertos por una red de lianas sobre la que destacaban los troncos de los árboles más corpulentos, algunos enormes, cubiertos de musgos y bromelias y abrazados por bejucos muy antiguos. Eran los pilares de la selva, las columnas que sostenían los techos más elevados, aunque por encima de todos ellos destacaban las ramas solitarias y torcidas de la ceiba. Aquel árbol era siempre, en todas partes, el más grande. Yo lo conocía de cerca. Sus raíces parecían muros de piedra.

Llegamos al atardecer a la confluencia del Tzendales con el arroyo Negro, el sitio que los mapas del INEGI llaman Paraje Romano. Ahí acampamos. Más tarde me fui a bañar al río, donde permanecí hasta que cayó la noche, acompañado por un sentimiento de gratitud. Lejos de todo, envuelto por la selva, sobre un tronco sumergido en el agua, que era tibia, recuerdo que pensé: Qué extraño es el mundo sin los hombres.

Al día siguiente recorrimos el terreno en busca de las ruinas de la montería de San Román. La vegetación era tan densa que no podíamos ver más que unos metros adelante de nosotros. Subimos entonces por una loma, donde tropezamos de pronto con una rueda de metal sumergida en la vegetación. Era bastante grande: tenía por lo menos un metro de diámetro, y estaba cubierta de matas que crecían entre las aspas y los engranes. A su lado descubrimos objetos más o menos similares: ejes, rodillos, cables de metal, todos ya muy oxidados, llenos de tierra, esparcidos entre plantas y raíces y tapados por las hojas de guarumbo que cubrían el suelo. Estábamos parados en el cuarto de máquinas de la central de San Román.
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Muy cerca del lugar donde yacían las máquinas encontramos una serie de cuartos de 30 metros de largo por seis de ancho, sin techo, flanqueados por columnas de ladrillo similares a las que había en el exterior. Eran parte de la casa principal de la central. Las paredes estaban derruidas y las aberturas de las puertas tapiadas por una red de ramas y bejucos. El piso de tierra estaba cubierto con trozos de teja, arrumbados entre la maleza que crecía sin orden en el interior del edificio. En uno de los cuartos, sobre las tejas despedazadas, descubrimos unas ollas de peltre, azules y blancas, con el fondo carcomido por el tiempo. El lugar parecía un campamento de fugitivos que de pronto había tenido que ser abandonado.

Una noche, luego de cenar, aparecieron unas notas en la mesa. No recuerdo quién las trajo: cuando yo las vi se hallaban ya sobre la mesa. Parecían extractos de un diario de campo, con el mapa de unas ruinas garabateadas en desorden. Todos en la mesa las trataban con un aire de misterio. Aquellas ruinas, según su autor, eran muy importantes. Tenían estelas esculpidas con figuras de guerreros y dinteles de piedra marcados con glifos, así como pirámides de varios pisos, con ventanas abiertas en el corredor del techo. ¿Qué eran esas notas? ¿Y cómo habían llegado hasta nosotros? Lo supe tiempo después, por casualidad, como supe también la historia del descubrimiento de las ruinas de Tzendales.


Alfred Tozzer
En el otoño de 1901 el joven estudiante Alfred Tozzer estaba de regreso en la ciudad de Boston, luego de pasar algunos meses en Arizona, entre los navajos de Pueblo Bonito, a los que pensaba consagrar sus estudios de postgrado en Harvard. En una reunión con sus profesores de etnología, convocada por esos días, conoció a Charles Bowditch, hombre de negocios aficionado a los mayas del Periodo Clásico. El encuentro transformó todos sus planes. Bowditch creía que los glifos del Periodo Clásico podrían ser descifrados con el apoyo de grupos de indios aún no conocidos, en quienes podría estar viva todavía la memoria de su antigua civilización, y tenía la esperanza de encontrar aquellos grupos en el interior de Yucatán. Convencido por sus argumentos, Tozzer aceptó la propuesta de pasar unos meses con los mayas que vivían en la hacienda de Chichén, para aprender su lengua, pero sus planes de viajar al interior tuvieron que ser abandonados al estallar una guerra de castas en la península. La guerra coincidió con una comunicación de Bowditch que le habría de cambiar la vida para siempre: los indios que buscaban, le dijo, acababan de ser descubiertos en la selva de Chiapas. Eran unos caribes —así llamaban entonces a los lacandones— que habían vivido durante siglos al margen de la civilización.

Tozzer dejó Chichén en 1903 para vivir entre los lacandones de Nahá, a quienes consagró su tesis doctoral en Harvard. A fines de 1904, ya titulado, salió de Boston con el fin de visitar un grupo todavía más retirado, que habitaba la región de Tzendales. Sabía ya que los caribes no tenían la clave para resolver el misterio de los mayas (“entre ellos”, escribió, “no hay nadie que nos pueda proporcionar la más leve ayuda para descifrar las inscripciones jeroglíficas”), pero tenía interés en conocer mejor las costumbres de esos indios que vivían perdidos en la selva. El viaje, hecho sin ilusiones, habría de culminar con el descubrimiento de las ruinas de Tzendales.

El 4 de enero de 1905 Tozzer llegó al puerto de Progreso, en Yucatán, a bordo del vapor Havana. Descansó por unos días en Mérida, para salir después por mar hacia La Laguna. Ahí visitó las oficinas de las compañías dedicadas a la explotación de la caoba que tenían monterías en el Tzendales. El 16 de enero comenzó a remontar el Usumacinta, en dirección a Tenosique. El viaje por río duró casi tres días. Sus compañeros en el vapor, armados con sus escopetas, deambulaban sobre la cubierta sin saber qué hacer para no morir de aburrimiento. Tozzer los miraba con envidia. “A cada rato escucho los disparos que hace alguno de los pasajeros cuando ve un lagarto o un ave en el agua”, escribió en una carta, la mano protegida con un guante para no ser devorada por los zancudos. “Ahora es cuando más lamento no saber usar un arma”.

En Tenosique, Tozzer tuvo que dejar el río para continuar a pie por las brechas de la selva, con un grupo formado por ocho monteros, dos mujeres, un bebé, seis mulas y un arriero llamado Jesús que huía de la justicia por haber asesinado a un hombre. “Es el más grosero, pero también el más simpático”, comentó Tozzer. “Tiene a todo mundo de buen humor y se la pasa cantando”. Así transcurrieron los días. El 31 de enero, a petición de Tozzer, el grupo hizo una pausa para visitar las ruinas de Piedras Negras, en Guatemala, entonces recién descubiertas por el explorador Teobert Maler. En el camino mataron a una mona, que cayó a tierra sin soltar a su crío, un animalito de apenas unos días. Pasaron algunos caseríos. Más tarde llegaron al raudal de San José, que libraron por una brecha para continuar en cayuco por el Usumacinta. Tozzer iba sentado en medio del cayuco más grande, bajo una sombrilla, mientras los bogas clavaban sus canaletes en el fondo, luchando por avanzar contra la corriente. Al cabo de los días arribó con ellos a Yaxchilán. Pasó la noche cerca de las ruinas, en las champas de los monteros que trabajaban en el sitio, pero no pudo dormir por la razón que le confió a su diario: “Tenía dos putas a mi lado, que olían feo”. Era el 8 de febrero de 1905. Hacía 23 días que viajaba por la cuenca del Usumacinta.
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El doctor Tozzer recibió noticias sobre los caribes que vivían en Tzendales al llegar al Lacantún. Las noticias eran buenas, pero fueron opacadas por un informe que le transmitió después un montero que bajaba por el río: habían sido descubiertas unas casas de piedra. Tozzer registró en su diario la noticia del hallazgo el 15 de febrero: “Ruinas reportadas cerca de San Román. Maler las va a visitar. Yo voy a tratar de verlas antes”. A la mañana siguiente comenzó a remontar el Tzendales. Le tomó casi tres días, en cayuco. El domingo 19, a las cinco de la tarde, con el sol ya recostado, llegó por fin a la central de San Román. Esa noche apuntó: “Los caribes han huido, pero las ruinas son una realidad”.

El paisaje que vio Tozzer al llegar a San Román era totalmente diferente del que veíamos nosotros ahí mismo, un siglo después, rodeados por la selva en el campamento del Tzendales. El río parecía tachado de cayucos que iban y venían y la ribera, talada por completo, estaba sembrada con zacate para darle de comer a los 600 bueyes que tenía en sus potreros la central de San Román. Tozzer describió la locación de la central en una carta. “San Román es uno de los sitios más pintorescos que conozco”, dijo. “Hacia el poniente se ven las montañas, una larga cordillera de picos abruptos, y hacia el norte, más allá de la planicie, que está despejada y cultivada, se ve la selva virgen. El arroyo Negro y el Tzendales se encuentran aquí y eso le da un encanto adicional al paisaje”. En aquel entonces no existía todavía el edificio de ladrillo, cuyas ruinas nosotros visitábamos todos los días. Había nada más una casa de madera con techo de lámina de zinc, situada en la cima de la colina. Tozzer pasó la noche en esa casa, hospedado en la recámara del administrador, un tal Domingo Morgadanes. Sus interiores lo dejaron maravillado. “Aquí todo está hecho de caoba, las ventanas, las puertas e incluso los pisos, por no mencionar los muebles y hasta los más comunes y vulgares utensilios”. Más tarde descubrió que las cocineras de la central también utilizaban la caoba como leña, para calentar sus tortillas.

Alrededor de 400 hombres trabajaban por esos años en San Román. Sus chozas estaban acomodadas en hileras, bajo la casa del administrador. Había tumbadores y labradores, que eran los encargados de talar y preparar los troncos, así como boyeros, gañanes y callejoneros, responsables del arrastre de las trozas hacia el río. Había también herreros, carpinteros, tenderos y mecánicos. Muchos vivían ahí con sus mujeres, que preparaban la comida y lavaban la ropa. “El lugar parece un pequeño pueblo”, escribió Tozzer, que observaba desde su ventana las actividades de la central. “Lo único que lo distingue de los pueblos de verdad es que aquí la gente tiene que trabajar todo el tiempo. El herrero no puede ir a ver lo que está haciendo el carpintero ni pasar a la cantina para tomar un trago. El juego y el trago están prohibidos”.


La central de San Román
A fines del siglo XIX las empresas tabasqueñas dedicadas a la explotación de la madera llegaron a trabajar a la Selva Lacandona. Entre ellas destacaba la Casa Romano, que tenía su centro de operaciones en San Juan Bautista, la capital de Tabasco. Estaba dirigida por dos hermanos, Manuel y Román, nacidos ambos en Oviedo, España, pero que llevaban años de residir en el sureste de México.

En abril de 1889, según un documento que leí en los archivos de la Cancillería, Manuel Romano le escribió una carta a un ingeniero, miembro de la Comisión Mexicana de Límites, para discutir la posibilidad de abrir un camino de 50 leguas —unos 275 kilómetros— a través de la selva de Chiapas. El camino debía contar, añadió, “con desmontes, puentes y calzadas de un ancho de 4 a 6 metros para el tráfico de mulas de carga”. Los Romano tenían entonces concentradas sus operaciones en la finca La Reforma, cerca de Tenosique, donde sus mozos recogían las trozas de caoba que llegaban a flote por el Usumacinta. El objeto del camino era unir La Reforma con sus propiedades más grandes, localizadas muy al fondo de la selva, en la región de Tzendales. Los Romano tenían ahí 149 mil hectáreas de caoba, acaso las más ricas del país.

Las obras terminaron al cabo de cinco años, con el trabajo forzado de cientos de trabajadores, muchos de los cuales dejaron ahí sus huesos, y con un costo que superó los 50 mil pesos que había previsto desembolsar en sus cálculos más abultados don Manuel Romano. El camino salía de la finca La Reforma con dirección al sureste, en una línea más o menos paralela al curso del Usumacinta. Avanzaba por un terreno sumamente pantanoso, lleno de bajos, hasta llegar a la montería El Cambio. Continuaba después hacia el río Chocolhá, que cruzaba laboriosamente por un vado para llegar a El Resbalón y, con suerte, arribar después a la central que dominaba la región: Las Tinieblas. Ese punto era apenas el comienzo. El camino tenía que atravesar entonces la parte más vasta de la selva, la más solitaria, ensombrecida por la vegetación y fragmentada por un laberinto de ríos y de pantanos infestados de lagartos. Así continuaba por el resto del trayecto, hasta llegar por fin a su destino: la ribera del Tzendales.
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Aquel trazo de lodo que pasaba por en medio de la selva fue conocido más tarde con un nombre que sería legendario: el camino de Tzendales. Cruzaba la región por un terreno bajo y plano, por lo que raras veces era transitado durante las lluvias, salvo por las recuas de mulas que tenían que abastecer a las monterías de los Romano. Eran recuas que llegaban a tener cerca de 200 bestias, que marchaban en silencio por el lodo, llenas de carga, con sus patas hundidas hasta la caña. Muchas de ellas morían bajo el peso de la carga. Las demás tardaban entre 15 y 20 días en llegar a su destino.

Yo conocí los restos de aquel camino con un tzeltal que lo había recorrido de niño, en los cincuenta, cuando su padre lo llevaba a buscar árboles de chicle. Todavía quedaban rastros de su trazo, al pie de la Sierra de San Pedro. Era una franja levantada sobre el terreno, plana y regular, con unos cinco metros de ancho, totalmente cubierta de árboles, que desaparecía de pronto en la penumbra de la selva. Los Romano construyeron una central al final de aquel camino, en el punto donde el arroyo Negro toca las aguas del río Tzendales. La bautizaron con el nombre de San Román, en honor al santo de Román Romano. Habría de ser la más grande y la más lujosa y también, por las crueldades cometidas ahí contra sus trabajadores, la más célebre de todas las monterías que operaron en la Selva Lacandona.


Fernando Mijares

Era español, al igual que los Romano. Dedicó buena parte de su vida, junto con ellos, al negocio de la caoba. No era nada más un contratista sino, de hecho, uno de los socios más importantes de la compañía, que desde comienzos del siglo administraba con ayuda de sus sobrinos. El centro de sus operaciones fue siempre San Román, en el corazón de Tzendales. Muchos de sus peones eran reclutados en las cárceles de San Juan Bautista; otros eran prófugos de la justicia que buscaban la protección de la Selva Lacandona. San Román fue para todos ellos un infierno.

Son abundantes los testimonios sobre la crueldad de Fernando Mijares. “Era un hombre malísimo” (Rubén Navarro, montero de San Quintín). “Mandaba castigar con azotes a los que se enfermaban” (Joaquín Chacón, hachero de Tenosique). “Tenía guardias armados, el que se escapaba era difícil que llegara a Ocosingo” (Francisco Ruiz, boyero de San Román). Algunos sí llegaron, como los chinos que huyeron por la selva vestidos con su filipina blanca. Otros no, como los tzeltales que fueron apresados por sus guardias cerca del arroyo Negro, cuya suerte a manos de Mijares fue descrita por un testigo: “Los amarró y les cortó los pies, luego los soltó y les dijo: Ahora... váyanse”.

Los días de gloria de Mijares terminaron con el triunfo de la Revolución. Hacia 1914, la Brigada Usumacinta recorrió las monterías de la Lacandona bajo las órdenes del general Luis Felipe Domínguez, un terrateniente de Tabasco. Su propósito, más que liberar a los peones o castigar a los capataces, era confiscar el ganado que tenían las monterías. En marzo, Domínguez llegó con sus hombres a San Román. Ahí radicaba todavía Mijares, quien alternaba sus días con una central en la cuenca del río de la Pasión. El general Domínguez amenazó con pasarlo por las armas de no recibir en el acto 35 mil pesos a cuenta de la Casa Romano. Mijares tuvo que pagar, pero no fue detenido.

El golpe de muerte vino después. En diciembre de 1925 el presidente Plutarco Elías Calles expropió los terrenos que controlaba la central de San Román. Pocos días más tarde, Mijares fue recluido en la cárcel de San Juan Bautista por orden del gobierno de Tabasco. Aquel hombre, culpable de tantas atrocidades, acabó su vida detenido por negar al cabildo de la ciudad la caoba que solicitaba para construir una plaza de toros. Mijares no sobrevivió la experiencia de la cárcel. Son varias las versiones de su muerte. Según Pedro Vega, comerciante de Tabasco, “le dio pulmonía y falleció en la prisión”. Según Ramiro Pascacio, contratista de los Romano, “lo bañaron con orines y don Fernando se murió de coraje”. Según Faustino Barrios, cónsul de Guatemala en el puerto de Frontera, “salió de la cárcel profundamente humillado y gravemente enfermo, y murió poco después”.
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Nunca pude ver una foto de Fernando Mijares. Me intrigaba conocer las facciones de un personaje que había sido tan odiado. Conozco nada más este retrato, demasiado breve: “Era un hombre gordo, de barba, que pesaba más de 100 kilos”.


Traven
En 1926 partió hacia Chiapas una expedición organizada por el Instituto Nacional de Antropología e Historia. En la lista de los participantes aparecía un “fotógrafo noruego”. Era el escritor B. Traven, alias Hal Croves, alias Traven Torsvan, alias Ret Marut. ¿Quién era de verdad? Nadie lo supo jamás —es posible que ni siquiera él mismo—. Traven afirmó ser americano, noruego, croata, sueco, lituano, inglés y nicaragüense, y difundió la idea de que era el hijo ilegítimo del kaiser Wilhelm von Hohenzollern o el heredero verdadero del empresario Emil Rathenau. Pero esa vez no mentía, al menos no por completo. Entre sus maestros en el arte de la fotografía, que no desconocía, estaban sus amigos Edward Weston y Tina Modotti. La expedición a Chiapas tenía la intención de recorrer todo el estado, pero llegó nada más hasta la ciudad de San Cristóbal, donde Traven la dejó para tomar imágenes de las comunidades de los Altos. Ahí escuchó hablar por vez primera de la selva, donde medio siglo después habría de disponer que sus cenizas fueran esparcidas desde el aire.

Traven visitó las monterías que sobrevivían aún en la Selva Lacandona durante la primavera de 1930. Acababa de conocer en San Cristóbal al contador de la Casa Romano, un tal Yarela, quien le proporcionó una carta de introducción para Sergio Mijares. Traven estaba interesado en platicar con él sobre su tío, el finado don Fernando, y en visitar los restos de la central que había dirigido con mano de hierro, San Román, en el corazón de Tzendales. A pesar de que nunca llegó allá, un año después empezó a publicar su ciclo de novelas sobre la caoba, que culminó en 1936 con la más brutal de todas, traducida al español por Esperanza López Mateos, la hermana del presidente, con un título que sería célebre: La rebelión de los colgados.

La novela está basada en la historia de la central de San Román y en la figura de Mijares, aunque tiene detalles que le restan credibilidad, como situar a los tzotziles de los Altos —protagonistas de la rebelión— en las fincas de caoba de la Selva Lacandona. Los monteros tenían un origen muy distinto: en general eran mestizos, hacheros de Bachajón y vaqueros de Ocosingo, y también hombres de río de Cabecera, Balancán y Comalcalco. Pero todo eso no importó. Los errores resultaron al final irrelevantes, pues con el paso de los años la influencia del libro fue tan grande que la realidad terminó por imitar a la ficción. Los papeles acabaron invertidos: la historia basada en la novela. Es imposible no ver hoy la vida de las monterías a través de Traven.


Na Bolom
Pasamos el resto de la expedición a la Lacandona concentrados en las notas de Tozzer. Decían sólo que había salido de San Román el 22 de febrero, con dirección a las ruinas de Tzendales. No decían por qué rumbo. Mencionaban varios lugares, pero ya sus nombres no significaban nada: San Paulino, Esperanza Vieja, Nacimiento, El Zapote, un sitio llamado Cayon. Esos nombres eran la clave para llegar a las ruinas. ¿Qué podían significar? Lo traté de averiguar al salir de la selva, tres meses después, en San Cristóbal de Las Casas.

La biblioteca de Na Bolom está situada en uno de los patios de la que fue la casa del explorador Frans Blom. Tiene miles de volúmenes —y también mapas y manuscritos— dedicados a los mayas, en especial a los que habitaron la Selva Lacandona. Blom la formó con donaciones de amigos y de instituciones con las que mantenía contacto, entre ellas el Museo Británico, la Biblioteca Nacional de Francia, el Archivo de Indias y el Instituto Carnegie de Washington. La sala de lecturas, que es preciosa, huele a piel y a madera de cedro. En una de sus mesas, entre cartas y manuscritos, perfectamente feliz, pasé la mayor parte de mi estancia en San Cristóbal.
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La responsable de la biblioteca me mostró la correspondencia de Blom. Había cartas dirigidas a todos los mayistas de su tiempo: Tozzer, Morley, Thompson, incluso a quienes no le simpatizaban, como Tatiana Proskouriakoff. Eran en su mayoría borradores escritos por él en hojas de papel rayado, con la tinta sepia y la letra grande, clara y redonda, como de niño de primaria. Las tomé en mis manos. Un expediente en particular me llamó la atención. Estaba encuadernado en un folio de cartón, con un encabezado que decía así: Alfred M. Tozzer: extracto de notas personales sobre las ruinas de Tzendales, visitadas por él en 1905. El expediente estaba precedido por una carta de Blom a Tozzer, escrita a máquina, con algunas correcciones, fechada el 5 de marzo de 1948 en Alumnos 48, su casa de Tacubaya. “Querido Maestro”, decía, “tengo ahora un buen trabajo. Voy a ir en un proyecto de dos años al Desierto de Tzendales. Es por eso que me dirijo a usted. ¿Me podría mandar una copia de sus notas sobre las ruinas de Tzendales? Hace tiempo que estuvo usted ahí, pero estoy seguro que, siendo tan meticuloso, conserva todavía las notas. Apreciaría de verdad recibir una copia de las originales. Como siempre su devoto y errático estudiante, Frans Blom”.

La respuesta de Tozzer estaba engrapada al borrador de Blom, escrita a máquina en un papel membreteado del Museo Peabody de Harvard. La leí de corrido. “Busqué en mi diario de campo y en otras partes”, le dice, “y me llena de vergüenza tener tan poco que ofrecerle. Copié las notas que aquí le envío. Debe usted recordar que en esos días no era un arqueólogo sino un etnólogo trabajando con los lacandones, demasiado inexperto para comprender el valor de lo que había encontrado”. Anexas al expediente, en efecto, estaban las copias hechas por Tozzer a su diario de campo de 1905, junto con un mapa bastante rudimentario de las ruinas de Tzendales. Una hojeada bastó para darme cuenta de que eran las notas que había visto bajo la luz de una bombilla de cristal, atormentado por los zancudos, hacía apenas unos meses, en febrero de 2000, durante la expedición al Tzendales, cuando buscaba con mis amigos la ciudad descubierta por el doctor Tozzer. Todo me pareció claro y contundente, y sentí de pronto que estaba a punto de cerrar el círculo.

La correspondencia de Blom con su maestro, averigüé después, había comenzado hacía ya 25 años, en el momento que Tozzer le notificó que había sido aceptado en Harvard. Blom recibió la propuesta de estudiar allá cuando vivía en la ciudad de México, arriba de una sala de billar, en la esquina de Tacuba e Isabel la Católica. Pasó un par de años en la universidad, contento, aunque extrañaba el rumor de la selva. “Estudiar está bien pero, francamente, la música más dulce que conozco es la del cencerro de las mulas y el canto de los insectos en la noche tropical”. Tozzer, que tenía fama de ser un profesor generoso y entusiasta, le desaconsejó seguir con sus estudios de doctorado. Para qué, le dijo, si no pensaba dedicar su vida a la academia. Mantuvo con él, en cambio, una correspondencia larga y afectuosa.

Un mes después de recibir la carta de su antiguo profesor, en el verano de 1948, Blom partió a la Selva Lacandona en una expedición patrocinada por la Secretaría de Salubridad. Regresó con fotos, mapas, notas, planos, dibujos y películas de cine. En su correspondencia con Tozzer, que entonces retomó, describió con parquedad su viaje por el sur de Chiapas. “Querido don Alfredo”, le dijo, “hace ya dos meses que salí del monte. Durante seis meses caminamos por la selva con ayuda de tres mozos y cinco animales de carga. Hay al menos una docena de ruinas que investigar —una de ellas por sus rumbos cerca de San Román, en Tzendales”. Blom redactó aquella carta el 21 de febrero de 1949. Más tarde, el 8 de mayo, publicó en El Nacional un artículo sobre las ruinas de la Selva Lacandona, en el que menciona también las de Tzendales. “En 1905”, dice, “el eminente antropólogo doctor Alfred Tozzer visitó una ciudad antigua en los terrenos de Tzendales, donde encontró varios edificios y un monumento muy interesante, dado a conocer más tarde por el doctor H. J. Spinden en su famosa obra A Study of Maya Art. Desde entonces nadie ha visto esta ciudad que, según los diarios de Tozzer, es muy importante”.

Frans Blom nunca llegó a las ruinas de Tzendales, a pesar de que las registró en el mapa de la Selva Lacandona que dio a conocer en 1953. Existe una copia de ese mapa en Na Bolom, donde aparecen señaladas con un marcador las rutas de todos los viajes que Blom realizó por aquella parte de Chiapas. Las marcas, rojas y gruesas, siguen el curso del Jataté, el Lacanhá, el Santo Domingo, el Usumacinta, atraviesan las lagunas de Miramar y Metzabok, pasan por Bonampak, llegan hasta San Román, pero no penetran en el corazón de Tzendales. El mapa, de hecho, es muy confuso en esa zona: no resultan claros ni siquiera los cursos de los ríos. “Siento por Tzendales una especial atracción de la que nunca me podré sustraer”, confesó alguna vez Frans Blom. Lo entiendo muy bien: era la atracción hacia lo desconocido.


Harvard
El Museo Peabody de Harvard está situado en el número 11 de Divinity Avenue, en Cambridge, Massachusetts. Es un edificio de ladrillo, vagamente neoclásico, construido a fines del siglo XIX. En uno de sus anexos están guardados los archivos de Alfred Tozzer, que había que consultar para saber más sobre las ruinas de Tzendales. Yo quería… y tuve suerte, pues justamente por esas fechas, en 2000, al salir de Chiapas, recibí una invitación para pasar un tiempo en Harvard.

Eran los comienzos del otoño, hacía frío, los árboles habían perdido ya sus hojas. El Museo Peabody parecía desierto. Crucé la puerta de madera, que era grande y pesada y estaba flanqueada por unos macetones de barro, y penetré en un cuarto amplio y solitario. Ahí seguí las instrucciones del portero. El piso de duela rechinaba mientras caminaba por los pasillos y las escaleras, como en un laberinto, hacia los pisos más altos del edificio, donde topé por fin con una puerta gris y lustrosa marcada con el número 42, que decía a la altura de los ojos Mesoamerican Laboratory - Staff Only.

Ahí lo vi de pie, rodeado de mapas y libros, al fondo de una sala iluminada por una luz de neón: Ian Graham, director del Maya Corpus Program del Museo Peabody. Lo conocía de nombre, pero esa tarde lo veía por vez primera: alto y delgado, los ojos claros, los labios tenues, las piernas largas, vestido con pantalones de pana anaranjados y camisa de popelina de rayas azules y lilas, y con una corbata de moño Hilditch & Key. Era inglés, originario de Suffolk, aunque llevaba 32 años en Harvard, dedicado al estudio de los glifos del Periodo Clásico. No nos estrechamos la mano para saludarnos pues me di cuenta que el gesto lo mortificaba, como a todos los ingleses. Me enseñó una foto que tenía sobre la mesa: un hombre disfrazado de mujer, parado de perfil, con un velo de novia. Sir Alfred Maudslay, me dijo.
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Ian Graham era la persona que nos había mandado a México, por conducto de un amigo, las transcripciones del diario de campo de Tozzer sobre las ruinas de Tzendales. Era el origen de las notas que habíamos tratado de entender meses atrás, en febrero, bajo la luz de un quinqué, en el campamento de la central de San Román, las mismas que había descubierto más tarde, por mi cuenta, en la biblioteca de Na Bolom. Le sorprendió saber que yo también hubiera participado en la expedición por el Tzendales. Conocía desde luego la importancia de las ruinas, igual que sus demás colegas en Harvard, con quienes también hablé, el arqueólogo William Fash y el epigrafista David Stuart. Me sugirió consultar el material de Tozzer que guardaba la biblioteca del Museo Peabody, en una sección llamada Sala de Libros Raros. Ahí estaba su diario de campo, así como también su correspondencia. Aunque sus dibujos y sus planos de las ruinas permanecían guardados en un sitio más inaccesible: los archivos del Museo Peabody. Para consultarlos había que pedir autorización a la responsable, una muchacha pelirroja con el rostro lleno de pecas llamada Sarah Demb.

Pasé varias semanas absorbido por los diarios, las cartas y los dibujos de Tozzer. Encontré también el mapa que llevaba durante la expedición al Tzendales, un mapa que resultó fundamental para aclarar los nombres de los sitios que visitó, realizado en 1900 por el explorador Teobert Maler a instancias del Museo Peabody. Esta es la historia que averigüé, toda una historia, que resumo aquí:


Las ruinas de Tzendales

La noche del 20 de febrero de 1905 Alfred Tozzer escribió a sus padres desde la central de San Román. Les comunicaba sus planes de visitar unas ruinas que acababan de ser descubiertas unos meses antes, en junio, por un montero de la central llamado Celedonio Vargas. Había pasado todo el día copiando mapas y preparando su equipaje. “Voy a ser el primer arqueólogo en visitarlas y seré probablemente el primero en reportarlas al mundo científico. El señor Maler sabe de su existencia pero creo que todavía no dice nada. Estoy naturalmente bastante excitado con la idea de ser el primero en verlas. Maler va a hacer un berrinche cuando sepa la noticia”.

Al día siguiente Tozzer salió de San Román en un cayuco, en busca de las ruinas de Tzendales. Iban ocho personas con él, entre guías y bogas. El plan era navegar por el Tzendales hacia el nacimiento del río Colorado, para caminar después hasta las ruinas descubiertas por Celedonio Vargas. Llevaban ya bastante recorrido cuando toparon con un tronco de caoba derribado sobre el río. No pudieron cargar el cayuco por encima del tronco, era demasiado pesado, ni pudieron cortar el tronco, era demasiado grande, por lo que tuvieron que regresar a San Román. Tozzer no lo podía creer. “Uno de los grandes reveses a los que se tiene uno que acostumbrar en estos rumbos acaba de suceder hoy”, escribió esa noche a su familia.
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Alfred Tozzer volvió a salir de San Román a la mañana siguiente, esta vez a pie, en dirección al nacimiento del río Colorado. Con él iban Juan García (“un cubano que fungía como mi acompañante”) y tres mozos que cargaban las mochilas y las provisiones: Pedro, Epitasio y Pomposo (“buenos muchachos”, según el arqueólogo de Harvard). Los detalles del viaje están documentados en las páginas de su diario, que leí con atención en la biblioteca del Museo Peabody. “Lluvia y cantidad de lodo”, anotó en una parada. “El norte está muy feo”. Más tarde, hacia las 11 de la mañana, llegó por fin al sitio llamado Nacimiento, que describe con estas palabras: “No es realmente el verdadero nacimiento del río, pero aquí el agua surge bajo la tierra. Más arriba, el río es subterráneo”.

Leer estas líneas me conmocionó, pues de inmediato identifiqué ese sitio: era la cueva de los murciélagos, la que tenía los vestigios de los chicleros, aquella por la que brotaba el agua del río Colorado, un río caudaloso y profundo, que recorrimos cuando remontamos el Tzendales desde la central de San Román. Sabía ya, entonces, la locación del lugar en el que había comenzado a caminar hacia las ruinas. Y sabía algo más: que las ruinas, desde ahí, estaban situadas a “36 grados al noroeste”, según afirma su diario ese 22 de febrero, con una letra negra y diminuta.

Pasaron la tarde alrededor del fuego, tratando de secar sus ropas, que por el resto del viaje conservaron un olor a humo. Por la noche la lluvia los sorprendió de nuevo, más o menos abrigados bajo el techo que formaron con sus mangas de hule. Dormitaron hasta el amanecer, que los recibió con nubes, pero ya sin lluvia.

A las siete de la mañana del jueves 23 comenzaron a caminar hacia la montaña, por una pendiente salpicada de pedruscos. Más adelante tuvieron que cruzar un vado de 200 metros con el agua hasta la cintura. Al salir, uno de los muchachos cazó dos cojolitas, por lo que decidieron acampar ahí, en un lugar que conocían los guías, un semaneo llamado El Zapote. Eran apenas las 12, pero estaban enlodados y extenuados, así que secaron sus ropas al fuego, prepararon las cojolitas y cayeron como troncos sobre sus hamacas.

El viernes 24 despertaron antes del alba, en medio de la obscuridad. Alumbrados por una vela prepararon los restos de las cojolitas, para salir tan pronto como pudieron ver señales de la picada. Estaba de nuevo nublado. A las 8:30 pasaron por un claro en la selva que tenía rastros de milpa, un viejo caribal que Tozzer identifica en su diario con el nombre de Cayon. Hay un sitio llamado así en el mapa que llevaba consigo, el que produjo Maler para el Museo Peabody. ¿Era esa la dirección que tomó? No lo creo. Pues Cayon —o más bien, Kayum, el nombre del lacandón que tenía su caribal ahí, famoso por robarles las mujeres a sus enemigos— está situado, en el mapa de Maler, al noreste (y no al noroeste) del nacimiento del río Colorado.

Pocas horas después de pasar por Cayon, hacia el mediodía, llegaron a las ruinas de Tzendales. Los guías levantaron unas champas, luego procedieron a preparar el pecarí que acababan de cazar esa mañana. Tozzer no dejó de trabajar hasta el anochecer. “Puse manos a la obra de inmediato, haciendo dibujos y planos y midiendo los edificios y los cuartos. El conjunto me pareció de no poca importancia y destinado a ser contado entre los sitios notables de la civilización maya. Hay cuatro edificios grandes de piedra y uno que está casi en ruinas, además de un gran número de montículos artificiales cuyos templos han caído en ruinas. Dos de los edificios tienen un segundo piso muy curioso, con un pasillo que corre a lo largo y seis aberturas en forma de ventanas en cada lado. Las aberturas tienen unas repisas de piedra, probablemente para depositar ídolos de algún tipo. No había signos de escaleras para subir al segundo piso”.

En uno de los templos Tozzer encontró seis braseros acomodados en hilera por los lacandones, uno de los cuales yacía frente a lo que fue sin duda su descubrimiento más importante: “una estela de piedra con trece glifos y la escultura maravillosamente bella de un hombre con un tocado muy complejo y un bastón de mando”. La estela estaba de pie, situada en el interior de una sala que tenía los muros teñidos con humo de copal. El cubano Juan García, que llevaba una cámara, tomó varias fotografías de la figura, pero ninguna sobrevivió: estaban todas destinadas a desaparecer en el viaje de regreso, al zozobrar su cayuco en un raudal del Tzendales.

Esa noche los exploradores festejaron con carne del pecarí. Luego se dividieron en grupos. Tozzer y García pasaron la noche en un cuarto del templo mejor conservado del sitio, uno notablemente grande, que medía 40 metros de largo, situado en el vértice de la pirámide de plataformas. Sus mozos, en cambio, prefirieron dormir en las champas de guano que levantaron junto al arroyo de las ruinas. Tenían miedo.

Al día siguiente Tozzer dedicó toda la jornada a reproducir la figura de la estela de Tzendales. La escultura representa un ahau con orejeras de jade y tocado de plumas de quetzal que sostiene un cetro y un escudo, ataviado con pieles de jaguar, con el pecho cubierto por un collar de piedras. Tozzer la copió por partes, a lápiz, en las hojas blancas de la libreta de dibujo que llevaba, alumbrado en la penumbra del templo por una vela de cera. “Estuve hasta las once copiando la complicada figura de la estela”, anotó en su diario, “una bella cosa, un maravilloso tocado”. La escultura fue después reproducida por Herbert J. Spinden en su libro A Study of Maya Art, publicado en 1913. “Ella pertenece sin duda al periodo más ilustre de los mayas”, escribió en su comentario, “y sin embargo la inscripción declara lo siguiente: 9.13.0.0.0 8 ahau 8 uo”. Es decir, el 8 de septiembre de 422, una fecha muy anterior a los años de gloria del Periodo Clásico.

Hacia el mediodía los exploradores dejaron las ruinas para emprender el regreso a la central de San Román. En el camino, uno de los mozos tuvo un ataque de malaria que dejó a sus compañeros pasmados (“quería quedarse en el camino y morir ahí”), por lo que tuvieron que acampar un día más en aquel sitio. Por fin, el 26 de febrero llegaron a San Román, luego de caminar casi 12 horas sin parar por la ribera del Tzendales. Tozzer estaba feliz. “A las cinco”, anotó esa noche, “me tomaba un baño de agua caliente con 8 ligas, más de 22 millas tras de mí”. Pasó tres días más en la central, poniendo en orden sus notas, pasando en limpio sus glifos y redactando cartas a su familia. La víspera de su partida, por la noche, el administrador tocó en su honor el fonógrafo de la central.

Alfred Tozzer regresó a su país lleno de ilusiones con las maravillas que acababa de explorar en el Tzendales. “Estas ruinas tienen mucha importancia”, escribió después, “y espero dar de ellas una noticia más extensa en el futuro”. Pero nunca lo hizo. Nadie volvió jamás a ver aquellas ruinas.

Carlos Tello Díaz. Escritor. Entre sus libros: El exilio: un relato de familia, La rebelión de las CañadasEn la selva 2 de julio.

• En la selva, Joaquín Mortiz, México, 2004. He retomado extractos de este libro para reconstruir la historia de las ruinas de Tzendales.

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