Los diez españoles del Titanic
Era el viaje soñado para una pareja de recién casados, un empresario textil, dos criadas, cuatro emigrantes y un camarero del barco. Siete de ellos lograron salvarse
Día 01/04/2012 - 02.45h
Profundamente enamorados, Víctor Peñasco y María Josefa Pérez de Soto contraen matrimonio el día 8 de diciembre de 1910 en Madrid y, como era habitual entre las parejas de recién casados de las clases adineradas, emprenden una larguísima luna de miel por las principales capitales europeas, un romántico itinerario que se va a prolongar durante casi un año y medio. Los felices esposos irán acompañados por el mayordomo de Víctor, Eulogio, pero van a necesitar una doncella. María Josefa conoce a una costurera que le merece gran confianza y le hace el ofrecimiento. Se llama Fermina Oliva Ocaña y tiene instalado su modesto taller de costura en una vivienda de la madrileña calle Regueros.
Una hermosa noche de la deliciosa primavera parisina, Víctor y Josefa acuden a cenar al cercano restaurante Maxim's, en el número 3 de la rue Royale, que con su estilo art nouveau y su clientela mundana y elegante seduce desde a la más ilustre nobleza hasta a eminentes intelectuales y aclamados artistas del cine y del teatro. Y, allí, cae en sus manos un cuadernillo publicitario que atrae su atención. Va a zarpar con destino a Nueva York, haciendo escala en Francia, el vapor más grande jamás construido. Se llama Titanic.
Entusiasmados, Víctor y María Josefa deciden embarcarse en el Titanic. Pero Fermina se sentía inquieta. «A mí de pronto me dio miedo y no quise ir —relataría años después—. Me acordaba del hundimiento del Reina Regente y tuve un mal presentimiento». La madre de Víctortambién había presagiado algún peligro y había rogado a la pareja que no navegasen. «Viajad a donde queráis, pero no toméis ningún barco», les suplicó. Serán sólo dos de las muchas premoniciones que hubo de la catástrofe.
Obviando las recomendaciones de Purificación, Víctor y María Josefa compran los pasajes para el Titanic en la agencia que la White Star tiene abierta en París, en el número 9 de la rue Scribe, justo en frente del Palacio de la Ópera. Adquieren un billete conjunto con la numeración 17.758 por el que abonan 108 libras esterlinas y 18 chelines, una suma elevada para la época, y que incluye dos cabinas, una para el matrimonio y otra para Fermina. Eulogio se quedará en la capital francesa.
Cartas de mentira
Para no preocupar a su madre, Víctor ha urdido un divertido plan. Dejarán escritas unas cuantas postales y el mayordomo se encargará de enviar a Madrid una cada día. Con este ocurrente ardid, Purificación creerá que continúan en París mientras ellos ponen rumbo a Nueva York. A primera hora de la mañana del miércoles 10 de abril, Víctor, María Josefa y Fermina toman un taxi en dirección a la estación ferroviaria de Saint-Lazare para coger el tren que les llevará hasta el puerto de Cherburgo, donde embarcarán en el Titanic. Felices como siempre, están muy lejos de sospechar el trágico destino que les aguarda.
Escoltados por decenas de mayordomos, los pasajeros de primera clase atraviesan los largos pasillos de madera blanca lacada para acomodarse en sus aposentos. Víctor Peñasco y María Josefa habían reservado un compartimento en la cubierta C, sólo tres niveles por debajo de la cubierta superior. La espléndida cabina C-65 estaba situada en el sector de proa de estribor y tenía vistas al mar. Como todos los camarotes estándar de primera clase era espacioso, confortable y refinado, con paredes paneladas con ricos tapices y entelados y profusión de molduras, una tendencia decorativa inspirada en la ornamentación del Palacio de Versalles, que era una constante en la mayoría de las estancias del buque. Un elegante mobiliario en estilo Luis XV completaba el conjunto. Fermina Oliva se aloja casi enfrente del matrimonio, en la cabina C-109, en dependencias destinadas al personal doméstico, muy agradables y acogedoras. En total, el barco transporta a 2.222 personas, entre pasaje y tripulación. A la una y media de la tarde, el Titanic leva anclas y pone rumbo hacia su primera travesía transatlántica.
La noche de la tragedia
En la cabina C-65, el matrimonio Peñasco se dispone a descansar después de disfrutar de una deliciosa velada nocturna a bordo del Titanic. Aquel domingo había sido un día muy especial en el buque y la joven pareja se había retirado a su camarote más tarde de lo habitual, alrededor de las once de la noche, cuando ya las luces de los pasillos estaban apagadas y sólo cuatro mayordomos cumplían guardia para atender a los pasajeros más trasnochadores. Al otro lado del corredor, en la cabina de enfrente,Fermina está cosiendo con mimo uno de sus corsés antes de acostarse. Nada más tenderse sobre la cama, Fermina percibe una inusual vibración que recorre la nave. El leve desconcierto inicial se transforma en una inquietud creciente cuando, minutos después, se percata de que el barco se ha detenido. La parada de motores en un gran transatlántico en alta mar genera un silencio turbador que inspira la sensación de que algo no funciona de la manera correcta.
Atemorizada, sale de su habitación y golpea con los nudillos en el camarote de sus señores. María Josefa ya está en la cama y Víctor abre la puerta mientras se desabotona la chaqueta. Por la galería apenas transita nadie y los escasos mayordomos les aseguran que no existe motivo de preocupación. «No es nada, no es nada, decían los empleados», recordará Fermina. No obstante, María Josefa y su doncella se sienten nerviosas y Víctor decide subir a cubierta para investigar qué está ocurriendo.
Cuando alcanza la cubierta superior, observa cómo los marineros corren apresurados de un lado a otro retirando las lonas que cubren los botes salvavidas. Aunque, como todos los viajeros a bordo, Víctor es ajeno a esta espantosa realidad, al averiguar que el Titanic ha colisionado contra un iceberg, se alarma y desciende a la cubierta C tan deprisa como le es posible irrumpiendo en la cabina donde, ansiosas, esperan noticias María Josefa y Fermina. «¡Que se hunde, que se hunde!», exclama. En esos momentos, una escuadrilla de mayordomos va recorriendo los pasillos, ya profusamente iluminados, y llamando a las puertas de los camarotes con fingida calma. «Todo el mundo a cubierta con los chalecos salvavidas», resuena como un eco por las galerías.
...] Es inútil intentar salvar algo del equipaje. No hay tiempo. «Yo sólo cogí una estampa de San José que tenía encima de la cama, me la metí bajo el salvavidas y me encomendé a él —relatará Fermina—. Nunca me arrepentí de haber sabido elegir esa estampa entre tantas cosas que hubiera podido llevarme». Tras abandonar sus cabinas, y dando por hecho que no han logrado entrar en los atestados ascensores, giran a la derecha en dirección a la gran escalera principal, que se encuentra muy próxima. Procurando no extraviarse entre la cada vez mayor afluencia de pasajeros que circula por los pasillos, ascienden tres pisos hasta alcanzar la cubierta superior. Al final de la escalera, doblando de nuevo hacia la derecha, acceden al vestíbulo adyacente de primera clase y, desde allí, desembocan en el mismo borde del bote número 8.
Justo al lado, la orquesta del Titanic está interpretando ritmos alegres. La banda acaba de trasladarse desde el salón-comedor de primera clase hasta la cubierta de botes en una tentativa de crear una atmósfera de frágil optimismo en una situación tan inverosímil como aquella. Erigiéndose casi por encima de ellos, la monumental segunda chimenea de proa expele estrepitosas nubes de vapor. Pero los vals y las melodías ligeras se abren paso entre el fragor de las chimeneas que protestan iracundas desde que el capitán Smith ha ordenado apagarlas.
En la precipitación de la huida, Josefa ha olvidado sus joyas más preciadas en el camarote. En especial, le preocupa su magnífico collar de perlas de cuatro vueltas. Víctor decide retornar a la cabina para recuperarlas. Desamparadas y casi ocultas tras el bote 8, las dos solitarias mujeres aguardan mientras Fermina procura serenar a su señora, que se ve incapaz de contener el llanto. A medida que avanzan los minutos, se deja notar una ligera escora por proa y una progresiva desazón se va apoderando de los pasajeros. A las doce y veinticinco de la noche, el oficial Lightoller, encargado de supervisar la evacuación por la banda de babor, da la orden de embarcar a las mujeres y los niños. Aislados de la muchedumbre, María Josefa, Fermina y Víctor, que ya ha regresado a cubierta, permanecen juntos al amparo del bote 8. Cuando María Josefa comprende que sólo podrán embarcar las mujeres y los niños se abraza a Víctor entre afligidos sollozos y se niega en rotundo a despegarse de su lado. Los esfuerzos de Víctor para persuadirla resultan infructuosos.
Muy cerca, La condesa de Rothes y Gladys Cherry presencian la terrible escena de la separación de los recién casados. La condesa, conmovida, se atreve a intervenir. Se acerca a la pareja y musitando confortadoras palabras en italiano procura convencer a María Josefa de que entre en el bote. Pero ella, sin dejar de llorar, se opone. Víctor, abrumado, la arroja en los brazos de la condesa y de su prima. «Cuiden de ella», les ruega. Quizás presintiendo que no sobrevivirá, Víctor se despide para siempre de su esposa: «Pepita, que seas muy feliz». Cuando Víctor se asegura de que su esposa se encuentra a salvo, da un paso atrás y desaparece en las sombras. En un instante, sin apenas darse cuenta, Fermina se ha quedado sola y desvalida en cubierta. Desconcertada, no sabe qué hacer. Llamándole a voces, se pierde entre la multitud para ir en su busca. Aunque está medio vacío, el oficial Wilde considera que ya hay suficientes mujeres a bordo. Consulta con el capitán Smith, que grita varias veces: «¿Hay más mujeres? ¿Hay más mujeres?». Ante la ausencia de respuesta, se inician las maniobras de descenso.
Salto al vacío
[…] A la una y cinco de la madrugada, el bote 8, cargado solamente con damas de primera clase y sus sirvientas, además de los marinos, empieza a ser arriado. Fermina no ha conseguido localizar a Víctor y, orientándose con dificultad entre el gentío, logra acceder a las inmediaciones de la embarcación cuando ésta ya ha comenzado a bajar por el costado del Titanic. «A mí me dejaron fuera. Pero empecé a gritar desesperada, y no tuvieron más remedio que llevarme. Me echaron como un saco de paja desde más de un metro de altura, cuando ya bajaba la barca —rememoraba con horror—. Fue el momento más terrible de mi vida. Cada vez que me acuerdo, me parece que acaba de ocurrir y acabo de salvarme de milagro».
En cubierta, el sacerdote católico Thomas Byles está dirigiendo el rezo de un rosario. Muchos se unen a la oración postrados estrechando entre las manos sus crucifijos, la mayoría son mujeres de tercera clase a las que el clérigo ha ayudado a ascender desde las dependencias inferiores del barco. «Dios te salve, María, llena eres de Gracia...», invoca el padre Byles. «Ruega por nosotros», súplica un coro de voces. Hasta las barcas en el agua llega el sonido de la plegaria mezclado con los acordes de la orquesta y el bullicio ronco de los pasajeros que deambulan por los corredores. Desde el bote 8, la condesa de Rothes contempla emocionada cómo Víctor Peñasco cae de rodillas sobre cubierta en actitud de orar.
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