“Indios contra indios en la conquista”
Piensa bien que en el fondo de la fosa, llevaremos la misma sepultura. Es todo lo que importa. Esta historia empezó hace siglos, tiene mucho que ver con nuestra fibra de largo aliento y toca el nervio de nuestro actual tejido social. Cubiertas por el manto del misterio, centenares de momias aguardaban medio milenio (y más) el momento de sorprendernos con la flor de su secreto, el momento de acercarnos a una imagen más reconocible de nosotros mismos.
Toquemos tierra. Hacia finales de 1999 el milenio llegaba a su destino en medio de profecías, salpicado de dudas, sismos, erupciones volcánicas y oleadas de objetos voladores no identificados que parecían anunciar el fin de los tiempos. Entretanto, en el arenal de Ate, cuerpos y cuerpos empezaron a emerger para asombro del equipo de arqueólogos liderado por mi estimado amigo Guillermo Cock.
Excepcional. Cerca de 1200 cuerpos de diferentes regiones, enterrados de acuerdo a una lógica geográfica y social que prometo explorar con ustedes otro día. En grueso, estamos hablando de la Lima prehispánica, pero más precisamente de Lima bajo la tutela del paraguas incaico representado, también, en el cementerio de Puruchuco. El hallazgo estaba densamente revestido con muestras de poder y señorío, incluyendo grandes talleres textiles y otros detalles de la vida cotidiana que puedan reflejarse en el ornamento fúnebre, aquello que no puede faltarle a uno en la otra vida.
Y entonces aparecieron “los Telas”
El ojo educado de los arqueólogos pudo notar, ya en 2004, una diferencia de coloración en el cerro, indicador de la posible existencia de otro cementerio. Y así fue. Había en ese segundo cementerio casi medio millar de cuerpos pero en lo que toca a nuestra historia, la evidencia más importante la guardaban algo menos de cien fardos funerarios de aspecto externo singular.
Este otro grupo de momias con un acabado rudimentario y como enterradas al paso, fue pronto calificado como “los telas”, aludiendo los arqueólogos a que por su aspecto externo eran los de menor interés o los peor presentados. Pero los “telas” terminarían por levantar el velo final del misterio.
El trabajo de los arqueólogos, contundente y sin necesidad de adjetivos, hablaba por sí solo. Allí estaban los cuerpos de gente joven y casi todos de edad similar. Todos habían muerto al mismo tiempo y luego de sufrir contusiones y traumas que solamente se pueden asociar a la guerra. Hechas las pruebas de datación, el panorama se completó. Eran indígenas muertos durante el alzamiento de 1536 y todos habían sido enterrados a paso ligero y con relativo descuido.
El análisis detallado arrojó un resultado sorprendente: por lo menos uno de los cráneos mostraba el agujero propio del impacto de un arma de fuego. De hecho estamos ante la primera evidencia arqueológica de uso de arma de fuego en las Américas, una incidencia tan temprana que coloca el pistoletazo de Ate entre los diez primeros del mundo. Para nosotros, como país, quedan duras lecciones por digerir. Tres de cada cuatro heridas mortales fueron causadas por arma indígena. La conquista fue en gran medida el resultado de un enfrentamiento de indios contra indios.
Indios contra indios
Cuesta aceptarlo pero la verdad sale a luz. La así llamada conquista fue en muchos aspectos un enfrentamiento de indios contra indios. Se conoce las escenas de temor en Lima, aumentadas cuando se supo que miles de indígenas llegaban hasta Lima al mando de Quizo Yupanqui. Pronto el cerro San Cristóbal amaneció ennegrecido por una tupida y desafiante multitud que levantó el celebrado grito: “¡A la mar barbudos!”. Pero pasaron los días, cinco o seis, sin que se cerrase el círculo indígena, porque los indios de Huaylas, que debían cerrar el cerco por el norte, simplemente apoyaron a Pizarro siguiendo las indicaciones de Ccontar Huacho: señora de Huaylas y suegra de Francisco Pizarro. Al final hubo algunas escaramuzas, pero los de Quizo Yupanqui terminaron retirándose sin dar esa gran batalla.
Solo me queda un sentimiento por ventilar. Resulta difícil mirar la imaginería de la conquista (tal y como la habíamos acuñado a fines del milenio) sin terminar afluyendo, tarde o temprano, a una imagen muy dura de aceptar. Me refiero a la imagen del Perú nuestro que somos como el resultado histórico de una violación indeseada, el resultado de la irrupción inadvertida del macho español en el horizonte vencido de la hembra indígena.
Ahora que felizmente estamos en otro siglo y en otro umbral, responda cada uno para sí la siguiente pregunta. ¿Qué resulta mejor para el tejido social de un país con medio milenio de fusión: considerarse el resultado de un violación o saberse, más bien, el resultado de un fratricidio?
Yo por mi parte me siento bastante más aliviado sabiendo que podemos concebirnos como el resultado de un fratricidio y no de una violación. De, momento me basta. Pero si volviera a perder la tranquilidad con este tema, me bastaría con conseguir la dirección de Caín para preguntarle por qué. Si cabe. A lo mejor ese antepasado leal a Pizarro me enrostra un ¡ódiame por piedad, yo te lo pido! Así, sin medida ni clemencia. A lo mejor odiarlo estaría a mi alcance pues, como ya sabemos, tan solo se odia lo querido. Es un decir pero también representa un compromiso por nutrir mejor nuestro tejido social. Gracias por la atención.
Epílogo
Hace muy poco, el 7 de marzo de 2012, se inauguró una muestra titulada “Puruchuco: La Rebelión” en el Museo de la Nación. Fue conmovedor ver nuevamente a Mochito, indígena muerto por arma indígena, ver nuevamente fragmentos óseos capaces de contarnos en detalle el drama de la conquista vista como un enfrentamiento de indios contra indios. Mochito y su martirio. Lo llamaron Mochito, los arqueólogos, porque le faltaba un dedo. Mochito y sus huesos lastimados. Fue emocionante verlo, removía la sangre. Esa misma noche, cerca de ahí, se presentó Enrique Bumbury, maño juglar contemporáneo que, sin más, se soltó una estupenda versión global de Ódiame. Y fue ahí que terminé de entender las cosas. Creo.
De pronto, como en un discurso de Quevedo, vi a una multitud de jóvenes entonar un vals criollo a todo pulmón y en flor de identidad, como si estuviéramos vivos y nunca hubiéramos muerto. Sus cabezas iluminadas, levantaban los brazos al cielo y entonaban, perdón, entonábamos eso de piensa bien que en fondo de la fosa llevaremos la misma vestidura. Y ese es el mensaje de Mochito y los suyos, desde el fondo de la fosa, con la misma vestidura que nos aguarda a todos, invitándonos a acercarnos a una verdad desnuda capaz de ayudarnos a cerrar heridas.
Permíteme, Mochito, recorrer una vez más tu martirio. A ver si un día entendemos. Y dice así. El ensañamiento en combate cuerpo a cuerpo tiende a indicar la importancia de la víctima. Siguiendo esta regla de oro, el personaje bautizado por los arqueólogos como “Mochito” debe haber sido alguien de suma importancia. Para Mochito no hubo piedad, tampoco límite. Intentó defenderse empuñando su escudo con la izquierda pero un acero certero le cercenó las falanges de los dos dedos centrales. A escudo caído, lo derribó un golpe muy fuerte en el lado izquierdo de la cara. Nada más caer, “Mochito” recibió otro impacto contundente que le fracturó por la mitad la mandíbula inferior. El pecho aplastado por un gran peso, acaso un caballo, “Mochito” fue víctima de un corte sobre la rodilla izquierda, de arriba hacia abajo, mostrando hasta hoy la mitad del hueso cortada y la otra fracturada. Como en la escena de otra pasión, una daga se alojó en sus costillas y estando ya boca abajo y reducido, una lanza le produjo tres orificios rectangulares en el cráneo.
Y ese fue el fin del querido y emblemático Mochito, aunque sus deudos alcanzaron a recoger su cuerpo lastimado para enfardelarlo a la volanda, colocar un tocado de color azul en su cabeza y depositar el cuerpo en las faldas de Puruchuco. Grande Mochito. Saluda a los tuyos y gracias por mostrarnos la vestidura común que nos aguarda y el duro camino a la verdad.
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