La ambigüedad ideológica del populismo
En un
artículo anterior hemos analizado en qué consiste la teoría populista,
su lógica como acción política. Ahora explicamos una de sus
insuficiencias: su ambigüedad ideológica o programática.
Diversidad de la orientación política de los movimientos populares
El
significado del proceso de sustitución del poder establecido por el
movimiento popular, para la teoría populista, está indefinido
ideológicamente, así como el carácter de los dos principales tipos de
agentes y si el cambio institucional va en un sentido emancipador e
igualitario o en otro opresivo y desigual. La apelación al pueblo no es
suficiente para explicar el sentido completo de un movimiento populista y
tampoco es un rasgo específico de él. Nos encontramos que,
históricamente, ha habido populismos de ‘izquierda’ y de ‘derecha’,
incluso de izquierda radical y de extrema derecha o, también,
nacionalistas y estatistas, autoritarios y emancipadores. Los
movimientos populares considerados populistas tienen un rasgo común: una
lógica política que consiste en la polarización de los dos bloques,
poder y pueblo, la constitución de éste en sujeto global de cambio, con
plena identificación con sus demandas populares, para la conquista de la
hegemonía, cultural y política, frente a la oligarquía o poder
establecido.
No
obstante, esas dinámicas pueden tener suficientes diferencias
sustantivas y ese rasgo común ser muy secundario para su identificación.
Dicho de otro modo, el conflicto sociopolítico y la hegemonía de unos
actores sociales y políticos no son mecanismos analíticos o normativos
específicos de la teoría populista. Son compartidos por otras corrientes
de pensamiento: desde el marxismo y el hegelianismo hasta el
nacionalismo y el fascismo, pasando por la teoría política progresista y
social-liberal. Si Maquiavelo, fundador de las ciencias políticas, ya
aportaba elementos para la gestión política y la dominación por parte
del Príncipe, luego clase dominante y Estado, el populismo pretende ser
una doctrina al servicio del pueblo frente al poder instituido. Pero esa
idea genérica también es compartida por otras corrientes doctrinales.
Sin
embargo, esos mecanismos, en ausencia de la interpretación de la
dinámica efectiva y la concreción explícita respecto de una función o un
proyecto igualitario, emancipador y democrático, son compatibles con
distintos tipos de movimientos sociales y procesos de protesta social.
La apelación al pueblo la realizan todo tipo de élites y fracciones del
poder para incrementar su legitimidad social o su representatividad
parlamentaria. No obstante, no es un indicio suficiente para la
evaluación de su sentido reaccionario o emancipador. Tampoco son
completamente definitorios otros elementos como el liderazgo o el
presidencialismo, utilizados por todo tipo de partidos políticos y
grupos sociales, con un impacto mucho más pernicioso cuando se tiene más
poder, así como el querer acceder al poder desde una posición
subordinada.
Su
valoración sustantiva depende de qué tipo de poder se pretende derribar y
qué características tiene la fuerza emergente, más allá de poseer una
base popular, que también la suelen tener grupos conservadores o
reaccionarios, y homogeneizar algunas demandas sociales bloqueadas desde
el poder establecido. Con solo esos elementos de identificación, de
lógica política, se produce una dispersión del significado de cada
movimiento populista real que habría que juzgar por esa orientación de
fondo (el qué, por qué y para qué), que precisamente no entra en su
definición de populismo (centrada en el cómo) y más allá de su
pretensión de disputar el poder.
Sin ánimo
de ser exhaustivos, Laclau considera populistas los siguientes
movimientos populares: el populismo ruso del siglo XIX, basado en el
campesinado frente al zarismo; el partido comunista italiano en la
posguerra mundial, con Togliatti y su propuesta de llevar a cabo las
‘tareas nacionales de la clase obrera’ y constituir un ‘pueblo’; la
Larga Marcha de Mao y el partido comunista chino, en los años treinta,
con su ‘frente anti-japonés’, incluido la alianza con el Kuomintang; el
peronismo de Argentina, desde la década de los cincuenta; el neofascismo
xenófobo del Frente Nacional del francés Le Pen y distintos movimientos
similares de extrema derecha aparecidos en Europa en los últimos años.
El
concepto de ‘fronteras flotantes’ de este autor tiene sentido para
explicar estos casos. Expresa que tanto el poder cuanto el pueblo se
construyen políticamente en un contexto determinado y son autónomos de
la configuración estricta del poder económico o la estructura social.
Supone que incluso una fracción del poder financiero o institucional
puede pasar a ser considerado parte del pueblo (o aliado), frente a otra
fracción del poder todavía más regresivo. En esta situación no
significa que no importe el carácter político-ideológico de una fuerza,
sino que la línea de demarcación de amigo-enemigo se fija precisamente
por ese significado político o geoestratégico, no por su estatus
económico. A esa idea de variación de los límites de cada uno de los dos
campos principales podríamos añadir la existencia de sectores
‘flotantes’ o intermedios, que van y vienen o no se definen
completamente por ninguno de los dos bandos en conflicto abierto.
Lógica populista e indefinición de su orientación política e ideológica
La teoría
populista mantiene una ambigüedad ideológica o la indefinición doctrinal
de su orientación política, lo que da lugar a que bajo esa palabra
exista una dispersión de distintos movimientos populistas (o populares)
en el eje principal del sentido autoritario-regresivo o
emancipador-igualitario. Debido a ese cajón de sastre, con dinámicas
sustantivas contrapuestas, desechamos cualquier identificación de un
movimiento social democrático como el español con esa corriente de
pensamiento o bajo su etiqueta, ya que no define lo sustancial del mismo
y genera confusión. Su indefinición respecto a valores centrales de
libertad, igualdad y democracia, la incapacita para la identificación
con su discurso, cuya ambigüedad ideológica deja el campo libre para que
su contenido identificador lo rellenen otros o con materiales
reaccionarios.
Sinteticemos
los elementos centrales de la teoría populista de la mano de Ernesto
Laclau, que se autodefine como populista de izquierdas. El populismo
como teoría es, sobre todo, una ‘lógica política’, una forma de
construir lo político y acceder al poder. Tiene una base popular, sin
especificar su composición interna y el condicionamiento de sus
intereses materiales, que se enfrenta a un poder (oligárquico o
minoritario), sin definir su carácter. No tiene una orientación
ideológica determinada, de izquierdas o de derechas (o de centro).
Lo
específico del populismo sería la existencia o la construcción de dos
bloques diferenciados, uno el poder establecido, otro el sujeto político
popular que se conforma con la unificación de las demandas sociales
(insatisfechas por el bloqueo del poder). Se parte de las demandas
sociales, inicialmente heterogéneas o ‘democráticas’, para construir las
demandas ‘populares’, a través de un proceso ‘equivalencial’ de juntar
lo común de aquellas e impulsarlas y superarlas en una dimensión global.
Básicamente, el populismo son estos dos rasgos encadenados:
constitución de dos bloques antagónicos, con claras fronteras (aunque
‘flotantes’) entre poder y pueblo, y construcción de un sujeto de cambio
a través de la identificación y la hegemonía de las demandas populares,
con el discurso, el liderazgo y la retórica correspondientes.
No
obstante, existe la evidencia histórica de diversas polarizaciones
sociopolíticas en dos campos fundamentales contrapuestos, los dos con
cierta base popular y con gestión del poder o vocación de ejercerlo. Por
tanto, es importante precisar dos cuestiones: 1) los mayores vínculos
de cada uno de ellos con los poderosos y fracciones de ellos o con las
capas populares; 2) si sus proyectos y tendencias transformadoras van en
un sentido progresista en lo socioeconómico y democratizador en lo
político o lo contrario, de mayor subordinación popular y autoritarismo
del poder. Con esa formulación de pueblo frente a poder, no se terminan
de definir los objetivos, los valores y los proyectos de sociedad y
sistemas políticos y económicos. El elemento clave para esa teoría es
partir de las demandas de abajo, del pueblo, pero no se nos dice cómo se
han conformado, a qué intereses y prioridades obedecen y qué función
tienen en relación con el avance hacia esos objetivos globales, de menor
desigualdad y mayor libertad de los grupos subalternos y dominados.
El paso de
necesidades e intereses de las clases trabajadoras (incluyendo
precariado y desempleados) y clases medias (estancadas o descendentes) a
reivindicaciones inmediatas requiere unas mediaciones y una
articulación, que solo aparecen en el paso siguiente: de las exigencias
básicas y democráticas a su transformación en demandas populares, con
una dimensión global y una identidad popular antagónica con el poder o
la casta. Esa identidad de antagonismo se asemeja a la conciencia de
clase del marxismo que permitía la formación de un conjunto social
(clase obrera o trabajadora) diferenciado y opuesto a la clase dominante
(burguesía u oligarquía).
Esta
teoría populista define un mecanismo o un procedimiento: antagonismo de
dos sujetos, el poder popular emergente frente al poder existente. Y
luego señala las pautas para la constitución del sujeto (pueblo) para
acceder y construir un nuevo poder a través de la hegemonía.
Laclau no
es determinista como las versiones ortodoxas o rígidas del marxismo.
Para él lo principal es la existencia dentro de la población de esas
demandas iniciales insatisfechas, como una cosa dada. Pero las demandas
populares aunque son de la gente corriente, es decir, obedecen a
intereses de las capas subalternas, dependen menos de las condiciones
materiales del pueblo. En su conformación tiene un papel mucho más
fundamental el activismo constructivista o la articulación de una élite
que ofrece un discurso y una retórica, por una parte, con suficiente
ambigüedad –significante vacío- para englobar el máximo de descontento y
exigencias populares y, por otra parte, que facilite la construcción de
la identificación del pueblo frente al poder oligárquico. Así, el dar
nombre a las realidades sería fundamental para conseguir hegemonía.
La
cuestión es que esa ‘nominación’ tiene que tener un nexo con la realidad
social y la experiencia vivida por la mayoría de la población. Es
decir, debe representar o expresar un significado relacionado con la
mejora de su situación de desventaja o subordinación o, lo que es lo
mismo, debe señalar un camino hacia mayor emancipación e igualdad.
En
resumen, el discurso sobre unos mecanismos políticos (polarización,
hegemonía, demandas populares), para evitar ambigüedades que permitan
orientaciones, prácticas o significados distintos y contradictorios,
debe ir acompañado con ideas críticas, asumidas masivamente, que definan
un proyecto transformador democrático, igualitario y solidario. Queda
abierta, por tanto, la necesidad de un esfuerzo específico en el campo
cultural e ideológico para avanzar en una teoría social crítica y
emancipadora y el correspondiente desarrollo programático, en conexión
con la experiencia sociopolítica popular, que sirvan para un cambio
social y político de progreso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario