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sábado, 23 de febrero de 2013
ALEJANDRO MAGNO
Para la historia de la civilización antigua las hazañas de Alejandro Magno supusieron un torbellino de tales proporciones que aún hoy se puede hablar sin paliativos de un antes y un después de su paso por el mundo. Y aunque su legado providencial (la extensión de la cultura helénica hasta los confines más remotos) se vio favorecido por todo un abanico de circunstancias favorables que reseñan puntualmente los historiadores,
su biografía es en verdad una auténtica epopeya, la manifestación en el tiempo de las fantásticas visiones homéricas y el vivo ejemplo de cómo algunos hombres descuellan sobre sus contemporáneos para alimentar incesantemente la imaginación de las generaciones venideras.
Hacia la segunda mitad del siglo IV a.C., un pequeño territorio del norte de Grecia, menospreciado por los altivos atenienses y tachado de bárbaro, inició su fulgurante expansión bajo la égida de un militar de genio: Filipo II, rey de Macedonia. La clave de sus éxitos bélicos fue el perfeccionamiento del "orden de batalla oblicuo", experimentado con anterioridad por Epaminondas. Consistía en disponer la caballería en el ala atacante, pero sobre todo en dotar de movilidad, reduciendo el número de filas, a las falanges de infantería, que hasta entonces sólo podían maniobrar en una dirección. La célebre falange macedónica estaba formada por hileras de dieciséis hombres en fondo con casco y escudo de hierro, y una lanza llamada sarissa.
Alejandro Magno
Alejandro nació en Pela, capital de la antigua comarca macedónica de Pelagonia, en octubre del 356 a.C. Ese año proporcionó numerosas felicidades a la ambiciosa comunidad macedonia: uno de sus más reputados generales, Parmenión, venció a los ilirios; uno de sus jinetes resultó vencedor en los Juegos celebrados en Olimpia; y Filipo tuvo a su hijo Alejandro, que en su imponente trayectoria guerrera jamás conocería la derrota.
Quiere la leyenda que, el mismo día en que nació Alejandro, un extravagante pirómano incendiase una de las Siete Maravillas del Mundo, el templo de Artemisa en Éfeso, aprovechando la ausencia de la diosa, que había acudido a tutelar el nacimiento del príncipe. Cuando fue detenido, confesó que lo había hecho para que su nombre pasara a la historia. Las autoridades lo ejecutaron, ordenaron que desapareciese hasta el más recóndito testimonio de su paso por el mundo y prohibieron que nadie pronunciase jamás su nombre. Pero más de dos mil años después todavía se recuerda la infame tropelía del perturbado Eróstrato, y los sacerdotes de Éfeso, según la leyenda, vieron en la catástrofe el símbolo inequívoco de que alguien, en alguna parte del mundo, acababa de nacer para reinar sobre todo el Oriente. Según otra descripción, la de Plutarco, su nacimiento ocurrió durante una noche de vientos huracanados, que los augures interpretaron como el anuncio de Júpiter de que su existencia sería gloriosa.
Nacido para conquistar
Predestinado por dioses y oráculos a gobernar a la vez dos imperios, la confirmación de ese destino excepcional parece hoy más atribuible a su propia y peculiar realidad. Nieto e hijo de reyes en una época en que la aristocracia estaba integrada por guerreros y conquistadores, fue preparado para ello desde que vio la luz.
En el momento de nacer, su padre, Filipo II, general del ejército y flamante rey de Macedonia, a cuyo trono había accedido meses antes, se encontraba lejos de Pela, en la península Calcídica, celebrando con sus soldados la rendición de la colonia griega de Potidea. Al recibir la noticia, lleno de júbilo, envió en seguida a Atenas una carta dirigida a Aristóteles, en la que le participaba el hecho y agradecía a los dioses que su hijo hubiera nacido en su época (la del filósofo), y le transmitía la esperanza de que un día llegase a ser discípulo suyo. La reina Olimpias de Macedonia, su madre, era la hija de Neoptolomeo, rey de Molosia, y, como su padre, decidida y violenta. Vigiló de cerca la educación de sus hijos (pronto nacería Cleopatra, hermana de Alejandro) e imbuyó en ellos su propia ambición.
El príncipe tuvo primero en Lisímaco y luego en Leónidas dos severos pedagogos que sometieron su infancia a una rigurosa disciplina. Nada superfluo. Nada frívolo. Nada que indujese a la sensualidad. De natural irritable y emocional, esa austeridad convino, al parecer, a su carácter, y adquirió un perfecto dominio de sí mismo y de sus actos.
Cuando, al cumplir los doce años, el rey, alejado hasta entonces de su lado debido a sus constantes campañas militares, decidió dedicarse personalmente a su educación, se maravilló de encontrarse frente a un niño inteligente y valeroso, lleno de criterio, extraordinariamente dotado e interesado por cuanto ocurría a su alrededor. Era el momento justo de encargarle a Aristóteles la educación de su hijo. A partir de los trece años y hasta pasados los diecisiete, el príncipe prácticamente convivió con el filósofo. Estudió gramática, geometría, filosofía y, en especial, ética y política, aunque en este sentido el futuro rey no seguiría las concepciones de su preceptor. Con los años, confesaría que Aristóteles le enseñó a «vivir dignamente»; siempre sintió por el pensador ateniense una sincera gratitud.
Aristóteles y Alejandro
Aristóteles le enseñó a además amar los poemas homéricos, en particular la Ilíada, que con el tiempo se convertiría en una verdadera obsesión del Alejandro adulto. El nuevo Aquiles fue en cierta ocasión interrogado por su maestro respecto a sus planes para con él cuando hubiera alcanzado el poder. El prudente Alejandro contestó que llegado el momento le daría respuesta, porque el hombre nunca puede estar seguro del futuro. Aristóteles, lejos de alimentar suspicacias respecto a esta reticente réplica, quedó sumamente complacido y le profetizó que sería un gran rey.
Alejandro fue creciendo mientras los macedonios aumentaban sus dominios y Filipo su gloria. Desde temprana edad, su aspecto y su valor fueron parangonados con los de un león, y cuando contaba sólo quince años, según narra Plutarco, tuvo lugar una anécdota que anticipa su deslumbrante porvenir. Filipo quería comprar un caballo salvaje de hermosa estampa, pero ninguno de sus aguerridos jinetes era capaz de domarlo, de modo que había decidido renunciar a ello. Alejandro, encaprichado con el animal, quiso tener su oportunidad de montarlo, aunque su padre no creía que un muchacho triunfara donde los más veteranos habían fracasado. Ante el asombro de todos, el futuro conquistador de Persia subió a lomos del que sería su amigo inseparable durante muchos años, Bucéfalo, y galopó sobre él con inopinada facilidad.
La doma de Bucéfalo
Si, como sostenía Platón, este tipo de amor promovía la heroicidad, en Alejandro, durante esos años, el despertar del héroe era inminente. A sus dieciséis años se sentía capacitado para dirigir una guerra, y con dominio y criterio suficientes para reinar. Pudo muy pronto probar ambas cosas. Herido su padre en Perinto, fue llamado a sustituirlo. Era la primera vez que tomaba parte en un combate, y su conducta fue tan brillante que lo enviaron a Macedonia en calidad de regente. En 338 marchó con su padre hacia el sur para someter a las tribus de Anfisa, al norte de Delfos.
Desde el año 380 a.C., un griego visionario, Isócrates, había predicado la necesidad de que se abandonaran las luchas intestinas en la península y de que se formara una liga panhelénica. Pero décadas después, el ateniense Demóstenes mostraba su preocupación por las conquistas de Filipo, que se había apoderado de la costa norte del Egeo. Demóstenes, enemigo declarado de Filipo, aprovechó el alejamiento para inducir a los atenienses a que se armasen contra los macedonios. Al enterarse el rey, partió con su hijo a Queronea y se batió con los atenienses. Las gloriosas falanges tebanas, invictas desde su formación por el genial Epaminondas, fueron completamente devastadas. Hasta el último soldado tebano murió en la batalla de Queronea, donde el joven Alejandro capitaneaba la caballería macedonia.
Alejandro supo ganarse la admiración de sus soldados en esta guerra y adquirió tal popularidad que los súbditos comentaban que Filipo seguía siendo su general, pero que su rey ya era Alejandro. Quinto Curcio cuenta que después del triunfo en Queronea, en donde el príncipe había dado muestras, pese a su juventud, de ser no sólo un heroico combatiente sino también un hábil estratega, su padre lo abrazó y con lágrimas en los ojos le dijo: «¡Hijo mío, búscate otro reino que sea digno de ti. Macedonia es demasiado pequeña!».
Terminadas las campañas contra tracios, ilirios y atenienses, Alejandro, Antípatro y Alcímaco fueron nombrados delegados de Atenas para gestionar el tratado de paz. Fue entonces cuando vio por vez primera Grecia en todo su esplendor. La Grecia que había aprendido a amar a través de Homero. La tierra de la cual Aristóteles le había transmitido su orgullo y su pasión. En su breve permanencia le fueron tributados grandes honores. Allí asistió a gimnasios y palestras y se ejercitó en el deporte del pentatlón, bajo la atenta y admirativa mirada de los adultos, que transformaban estos centros en verdaderas «cortes de amor». Allí estuvo en contacto directo con el arte en pleno apogeo de Praxíteles y con los momentos preliminares de la escuela ática.
El asesinato de Filipo
Filipo, entretanto, había reunido bajo su autoridad a toda Grecia, con excepción de Esparta. En el 337, a los cuarenta y cinco años, arrastraba una pasión desde su paso por las montañas del Adriático, y no dudó en volver a Iliria en busca de Atala, la princesa de quien se había enamorado. Después de veinte años de matrimonio (aunque muy pocos de ellos estuvo cerca de su mujer y las desavenencias fueron cada vez más crecientes), tampoco dudó en repudiar a Olimpias y celebrar una nueva boda con Atala.
Alejandro, que amaba a su madre, no soportó aquella ofensa que el rey infería a su legítima esposa. A pesar de ello, fue obligado a asistir al banquete nupcial. Durante la ceremonia criticó la actuación de su padre, y éste, ebrio, llegó a amenazarlo con su espada. Indignado, herido en su amor propio, el príncipe corrió al lado de su madre y le rogó que huyese con él. Con algunas pocas personas fieles, madre e hijo dejaron Pela para refugiarse en el palacio de su tío Alejandro, rey de Molosia en sucesión de su abuelo materno.
Allí vivieron hasta que Filipo, dando muestras de arrepentimiento, prometió tributar a la reina los honores que le correspondían. Sin embargo, aunque Olimpias accedió, es muy posible que ya conspirara con Pausanias para la perpetración de su venganza contra Filipo y la cristalización de sus ambiciones de regencia. Pocas semanas después (era ya la primavera del año 336) regresaron todos a Epiro, incluido Filipo. Se celebraba la boda de su hija Cleopatra con Alejandro de Molosia, tío de la novia. Durante la procesión nupcial, Filipo II fue asesinado por Pausanias.
El asesinato de Filipo
Parece claro que Olimpias participó (acaso fue la mentora) en el asesinato del rey. Pero Alejandro, ¿fue ajeno? A sus veinte años se hacía con el reino de Macedonia: casi un designio divino para comenzar por fin la vida de gloria a la que se sentía destinado. Y en seguida puso manos a la obra. En primer término (aquí Quinto Curcio Rufo dice que «dio castigo, por él mismo, a los asesinos de su padre», pero no parece fiable), hizo eliminar a todos aquellos que pudieran oponérsele. No había acabado el año 336 cuando en la asamblea popular de Corinto se hizo designar «Generalísimo de los ejércitos griegos».
Rey de Macedonia
Al comenzar el año 335, el levantamiento de Tracia e Iliria le exigió una breve campaña durante la cual consiguió la conquista y sumisión de ambas regiones. No acababa de regresar a su reino cuando la sublevación de los tebanos, unida a la de los atenienses, tras correr el rumor de su muerte en Icaria, demandaron una nueva y urgente batalla para impedir la total coalición.
Pero el sitio de Tebas no fue fácil; Tracia e Iliria habían sido, en comparación, un juego de niños. Ante la resistencia de la ciudad, Alejandro decidió tomarla por asalto. Pasó a cuchillo, de uno en uno, a más de seis mil ciudadanos, redujo a esclavitud a una guarnición compuesta por treinta mil soldados y ordenó la total demolición de la ciudad, aunque, en un acto más que elocuente de su respeto por el arte y la cultura, ordenó salvar del derribo la casa en que había vivido Píndaro, el poeta griego de Cinocéfalos, que cantó con gran belleza lírica a los atletas en sus Epinicios (o «cantos de la palestra deportiva») y que se contaba entre sus poetas favoritos. Atenas se sometió sin resistirse.
Alejandro en Tebas
Al regresar a Macedonia, trabajó en la preparación de la guerra contra el Imperio persa, guerra comenzada por su padre (para quien había sido el sueño de toda su vida), y que se vio interrumpida tras su muerte. Es posible que entre los meses finales de 335 hasta la primavera de 334 hubiera realizado distintos viajes a Epiro y Atenas. En Epiro reinaba su hermana Cleopatra, la reina de Molosia, quien contó con su consejo. En Atenas Lisipo, el escultor de Sicione y amigo de Alejandro, hizo de él varios bustos, algunos de los cuales podrían datar de esa época
La conquista del Imperio persa
Mientras preparaba su partida hacia Persia le comunicaron que la estatua de Orfeo, el tañedor de lira, sudaba, y Alejandro consultó a un adivino para averiguar el sentido de esta premonición. El augur le pronosticó un gran éxito en su empresa, porque la divinidad manifestaba con este signo que para los poetas del futuro resultaría arduo cantar sus hazañas. Después de encomendar a su general Antípatro que conservara Grecia en paz, en la primavera del año 334 a.C. cruzó el Helesponto con treinta y siete mil hombres dispuestos a vengar las ofensas infligidas por los persas a su patria en el pasado. No regresaría jamás. Alejandro ocupó Tesalia y declaró a las autoridades locales que el pueblo tesalo quedaría para siempre libre de impuestos. Juró también que, como Aquiles, acompañaría a sus soldados a tantas batallas como fueran necesarias para engrandecer y glorificar a la nación.
Cuando llegaron a Corinto, Alejandro sintió deseos de conocer a Diógenes, el gran filósofo, famoso por su proverbial desprecio por la riqueza y las convenciones, quien, aunque rondaba los ochenta años, conservaba sus facultades intelectuales. Sentado bajo un cobertizo, calentándose al sol, Diógenes miró al rey con total indiferencia. Según Plutarco, cuando el monarca le dijo: «Soy Alejandro, el rey», Diógenes le contestó: «Y yo soy Diógenes, el Cínico». «¿Puedo hacer algo por ti?», le preguntó Alejandro, y el filósofo respondió: «Sí, puedes hacerme la merced de marcharte, porque con tu sombra me estás quitando el sol». Más tarde el rey diría a sus amigos: «Si no fuese Alejandro, quisiera ser Diógenes».
Alejandro y Diógenes
Tiempo después, otra anécdota singular ofrece un nuevo diálogo legendario, pero esta vez con Diónides, pirata famoso entre los carios, los tirrenos y los griegos, quien, capturado y conducido a su presencia, no se arredró ante la amonestación del rey cuando éste le dijo: «¿Con qué derecho saqueas los mares?» Diónides le respondió: «Con el mismo con que tú saqueas la tierra»; «Pero yo soy un rey y tú sólo eres un pirata». «Los dos tenemos el mismo oficio -contestó Diónides-. Si los dioses hubiesen hecho de mí un rey y de ti un pirata, yo sería quizá mejor soberano que tú, mientras que tú no serías jamás un pirata hábil y sin prejuicios como lo soy yo.» Dicen que Alejandro, por toda respuesta, lo perdonó.
En junio de 334 logró la victoria del Gránico, sobre los sátrapas persas. En la fragorosa y cruenta batalla Alejandro estuvo a punto de perecer, y sólo la oportuna ayuda en el último momento de su general Clito le salvó la vida. Conquistada también Halicarnaso, se dirigió hacia Frigia, pero antes, a su paso por Éfeso, pudo conocer al célebre Apeles, quien se convertiría en su pintor particular y exclusivo. Apeles vivió en la corte hasta la muerte de Alejandro.
A comienzos de 333, Alejandro llegó con su ejército a Gordión, ciudad que fuera corte del legendario rey Midas e importante puesto comercial entre Jonia y Persia. Allí los gordianos plantearon al invasor un dilema en apariencia irresoluble. Un intrincado nudo ataba el yugo al carro de Gordio, rey de Frigia, y desde antiguo se afirmaba que quien fuera capaz de deshacerlo dominaría el mundo. Todos habían fracasado hasta entonces, pero el intrépido Alejandro no pudo sustraerse a la tentación de desentrañar el acertijo. De un certero y violento golpe ejecutado con el filo de su espada, cortó la cuerda, y luego comentó con sorna: "Era así de sencillo." Alejandro afirmó así sus pretensiones de dominio universal.
Alejandro cortando el nudo gordiano
(óleo de Jean-Simon Berthélemy)
Cruzó el Taurus, franqueó Cilicia y, en otoño del año 333 a.C., tuvo lugar en la llanura de Issos la gran batalla contra Darío, rey de Persia. Antes del enfrentamiento arengó a sus tropas, temerosas por la abultada superioridad numérica del enemigo. Alejandro confiaba en la victoria porque estaba convencido de que nada podían las muchedumbres contra la inteligencia, y de que un golpe de audacia vendría a decantar la balanza del lado de los griegos. Cuando el resultado de la contienda era todavía incierto, el cobarde Darío huyó, abandonando a sus hombres a la catástrofe. Las ciudades fueron saqueadas y la mujer y las hijas del rey fueron apresadas como rehenes, de modo que Darío se vio obligado a presentar a Alejandro unas condiciones de paz extraordinariamente ventajosas para el victorioso macedonio. Le concedía la parte occidental de su imperio y la más hermosa de sus hijas como esposa. Al noble Parmenión le pareció una oferta satisfactoria, y aconsejó a su jefe: "Si yo fuera Alejandro, aceptaría." A lo cual éste replicó: "Y yo también si fuera Parmenión."
Alejandro ambicionaba dominar toda Persia y no podía conformarse con ese honroso tratado. Para ello debía hacerse con el control del Mediterráneo oriental. Destruyó la ciudad de Tiro tras siete meses de asedio, tomó Jerusalén y penetró en Egipto sin hallar resistencia alguna: precedido de su fama como vencedor de los persas, fue acogido como un libertador. Alejandro se presentó a sí mismo como protector de la antigua religión de Amón y, tras visitar el templo del oráculo de Zeus Amón en el oasis de Siwa, situado en el desierto Líbico, se proclamó su filiación divina al más puro estilo faraónico.
Aquella visita a un santuario, cuyo dios titular no era puramente egipcio, tenía una indudable finalidad política. Alejandro Magno, como buen político, no podía dejar pasar la oportunidad de aumentar su prestigio y popularidad entre los helenos, muchos de los cuales eran reacios a su persona. Se cuenta que después de haber solicitado la consulta del oráculo, el sacerdote le respondió con el saludo reservado a los faraones tratándole como "hijo de Amón". A continuación (sigue la leyenda), penetró solo en el interior del edificio y escuchó atentamente la respuesta "conforme a su deseo", como el propio Alejandro declararía. Sobre esta visita y sobre el alcance de la profecía se han vertido ríos de tinta. La mayoría de los historiadores coinciden en señalar que allí el oráculo habría informado al macedonio de su origen divino, y predicho la creación de su Imperio Universal. El hecho es que no se conoce ningún texto que proporcione información acerca de las palabras del oráculo.
Al regresar por el extremo occidental del delta, fundó, en un admirable paraje natural, la ciudad de Alejandría, que se convirtió en la más prestigiosa en tiempos helenísticos. Para determinar su emplazamiento contó con la inspiración de Homero. Solía decir que el poeta se le había aparecido en sueños para recordarle unos versos de la Ilíada: "En el undoso y resonante Ponto / hay una isla a Egipto contrapuesta / de Faro con el nombre distinguida." En la isla de Faro y en la costa próxima planeó la ciudad que habría de ser la capital del helenismo y el punto de encuentro entre Oriente y Occidente. Como no pudieron delimitar el perímetro urbano con cal, Alejandro decidió utilizar harina, pero las aves acudieron a comérsela destruyendo los límites establecidos. Este acontecimiento fue interpretado como un augurio de que la influencia de Alejandría se extendería por toda la Tierra.
Alejandro traza los límites de la futura Alejandría
En la primavera de 331 ya hacía tres años que había dejado Macedonia, con Antípatro como regente; pero ni entonces ni después parece haber pensado en regresar. Prosiguió su exploración atravesando el Éufrates y el Tigris, y en la llanura de Gaugamela se enfrentó al último de los ejércitos de Darío, llevando a su fin, en la batalla de Arbelas, a la dinastía aqueménida. Las impresionantes tropas persas contaban en esta ocasión con una aterradora fuerza de choque: elefantes.
Parmenión era partidario de atacar amparados por la oscuridad, pero Alejandro no quería ocultar al sol sus victorias. Aquella noche durmió confiado y tranquilo mientras sus hombres se admiraban de su extraña serenidad. Había madurado un plan genial para evitar las maniobras del enemigo. Su mejor arma era la rapidez de la caballería, pero también contaba con la escasa entereza de su contrincante y planeaba descabezar el ejército a la primera oportunidad. Efectivamente, Darío volvió a mostrarse débil y huyó ante la proximidad de Alejandro, sufriendo una nueva e infamante derrota. Todas las capitales se abrieron ante los griegos. Mientras entraba en Persépolis, Alejandro mandó ocupar casi de forma simultánea Susa, Babilonia y Ecbatana. En julio de 330, Darío moría asesinado. Beso, el sátrapa de Bactriana, había ordenado su ejecución después de derrocarle.
Alejandro Magno y Roxana (1756), de Pietro Rotari
Alejandro sometió entonces las provincias orientales y prosiguió su marcha hacia el este. Muchas fueron las anécdotas y leyendas que a partir de entonces fueron acumulándose alrededor de este semidiós que parecía invencible. La historia da cuenta de que vistió la estola persa, ropaje extraño a las costumbres griegas, para simbolizar que era rey tanto de unos como de otros. Sabemos que, movido por la venganza, mandó quemar la ciudad de Persépolis; que, iracundo, dio muerte con una lanza a Clito, aquel que le había salvado la vida en Gránico; que mandó ajusticiar a Calístenes, el filósofo sobrino de Aristóteles, por haber compuesto versos alusivos a su crueldad, y que se casó con una princesa persa, Roxana, contraviniendo las expectativas de los griegos. Alejandro incluso se internó en la India, donde hubo de combatir contra el noble rey hindú Poros. Como consecuencia de la trágica batalla, murió su fiel caballo Bucéfalo, en cuyo honor fundó una ciudad llamada Bucefalia.
El regreso
Pero su ejército, a medida que se iban fundando nuevas Alejandrías a su paso, fue perdiendo hombres. Éstos se sentían agotados, debilitados, hasta que en 326, al llegar a Hifasis (el punto más oriental que llegaría a alcanzar), tuvo que reemprender el camino de regreso tras el amotinamiento de sus soldados. Durante el regreso, el ejército se dividió: mientras el general Nearco buscaba la ruta por mar, Alejandro conducía el grueso de las tropas por el infernal desierto de Gedrosia. Miles de hombres murieron en el empeño. La sed fue más devastadora que las lanzas enemigas. Aunque diezmado, el ejército consiguió llegar a su destino, y con la celebración de las bodas de ochenta generales y diez mil soldados se dio por terminada la conquista de Oriente.
Ya en Babilonia, no dudó en mandar ejecutar a los macedonios que se le oponían. Tenía como proyecto la creación de un nuevo ejército formado por helenos y bárbaros para abortar así las tradiciones de libertad macedonias. Quería construir una nación mixta, y asumió el ritual aqueménida mientras buscaba y obtenía el apoyo de familias orientales. Creía asegurar de esta forma el éxito de sus planes de dominación universal. A pesar de que prosiguió sus campañas y continuó proyectando otras nuevas hasta que, en su lecho de muerte, ya no pudo hablar, hubo un hecho, sin embargo, que desmoronaría todas sus certezas: la muerte de Hefestión.
Alejandro se había casado con Roxana durante una campaña en Bactra, de cuya unión nacería póstumamente Alejandro IV, su único hijo. También se casó con Estatira, en Susa, cuando, llevado por su afán de integración racial, hizo celebrar varios matrimonios entre sus soldados macedonios y mujeres orientales. Estatira era la hija mayor de Darío III; Dripetis, casada también entonces con Hefestión, la menor. Confiaba en Tolomeo, pariente suyo (quizá su hermanastro) y oficial de su alto mando. También tenía en Nearco, uno de sus oficiales, un camarada y amigo desde la infancia. Pero Hefestión había sido más que todos ellos: su amigo, tal vez su amante, pero sobre todo un hombre inteligente que compartía sus ideas de estadista; ambos experimentaban una admiración recíproca.
Las bodas de Susa: Alejandro se casó
con Estatira; Hefestión, con Dripetis
La muerte de Hefestión en octubre de 324, mientras se hallaban en Ecbatana, le causó un dolor tan hondo que él mismo fue decayendo hasta su propia muerte, ocurrida pocos meses después. En 325, al volver de la India, durante su marcha a lo largo del Indo había recibido una peligrosa herida en el pecho; su regreso por el desierto de Gedrosia en condiciones extremas volvió a quebrantar su salud. Casi al final del verano de 324, decidió descansar una temporada y se instaló en el palacio estival de Ecbatana, acompañado por Roxana y su amigo Hefestión. Su esposa quedó embarazada. Su amigo enfermó repentinamente y murió. Alejandro llevó el cuerpo a Babilonia y organizó el funeral de Hefestión.
Inició de inmediato una nueva campaña explorando las costas de Arabia. Mientras navegaba por el Bajo Éufrates contrajo una fiebre palúdica que sería fatal. Antes de morir, en junio de 323, en un todavía imponente pero ya derruido zigurat de Bel-Marduk, Alejandro, ya menos imponente, entregó su anillo real a Pérdicas, su lugarteniente desde la muerte de Hefestión. Alejandro tenía treinta y tres años. A su lado estaba Roxana. Estatira permanecía en Susa, en el harén del palacio de su abuela Sisigambis. Tras las murallas que guardaban la ciudad interior, seguía fluyendo el Éufrates. Aquel mismo día, libre de fabulosas esperanzas, sin nada que legar a los hombres excepto su mísero tonel, con casi noventa años, moría también en Corinto su desabrida contrafigura, el ceñudo filósofo Diógenes el Cínico.
El extraño fenómeno de la no corrupción del cuerpo de Alejandro, más notable aún con el calor imperante en Babilonia, habría dado pie, en tiempos cristianos, al creer que se trataba de un milagro, a santificarlo. En el siglo IV a.C. no existía una tradición semejante que atrajera la atención de los hagiógrafos. Tal vez la explicación más acertada es que su muerte clínica ocurrió mucho después de lo que se creyó entonces.
Alejandro IV, su hijo, y Roxana, su esposa, fueron asesinados por Casandro cuando el niño tenía trece años, en el 310 a.C. Casandro era el hijo mayor de Antípatro, regente al partir Alejandro Magno al Asia, y después de ese asesinato fue rey de Macedonia. Cleopatra, su hermana, siguió gobernando Molosia durante muchos años después de que el rey Alejandro muriese. Olimpias, su madre, disputó la regencia de Macedonia con Antípatro y en el 319 a.C. se alió con Poliperconte, el nuevo regente; cuando había conseguido el objetivo perseguido durante toda su vida, fue ejecutada en el 316 a.C. en Pidnia. Tolomeo, oficial de su alto mando, sería más tarde rey de Egipto, fundador de la dinastía de los Tolomeos y autor de una Historia de Alejandro.
SUS CONQUISTAS:
a conquista del Imperio persa por parte de Alejandro fue mucho más que un simple episodio bélico entre griegos y persas. Ya fuera por la magnitud de la empresa, ya por su éxito, el mundo antiguo no volvió a ser igual después de esos diez años de campañas ininterrumpidas de los macedonios y sus aliados por Oriente. Las razones de Alejandro para llevar a cabo una campaña de tal envergadura y dificultad nos son desconocidas. Él mismo arguyó su deseo de vengar las invasiones persas de más de un siglo antes, aunque no hay duda de que, en parte, existía la voluntad de unir las heterogéneas ciudades-estado griegas, antes enfrentadas a Macedonia y entonces bajo su dominio, en una empresa común que aunase esfuerzos y evitase disidencias. Se trataría de buscar un enemigo exterior para evitar que se acabase pensando que el verdadero enemigo era la monarquía macedonia.
Alejandro Magno
Con un ejército compuesto por unos cuarenta mil hombres y el firme propósito de liberar las ciudades griegas sometidas por los persas, Alejandro atravesó el Helesponto en la primavera de 334 a.C., iniciando su marcha contra el Imperio persa y dejando su reino en manos de Antípatro. Precisamente la composición de su ejército, unida a su indiscutible talento como estratega y a la hábil elección de hombres capacitados y de confianza como generales, constituyó la clave de sus victorias.
Ya en la configuración de su primer ejército se reunía un conjunto equilibrado de efectivos con armas diferentes. Este conjunto lo constituían la infantería pesada, integrada por contingentes griegos enviados por la Liga de Corinto y por mercenarios; la falange macedonia de armamento pesado, con la característica sarissa (lanza de unos cinco metros de longitud); la infantería ligera, compuesta por macedonios, tracios y peonios dotados de jabalina; el cuerpo de arqueros cretenses; y, ocupando una posición relevante, la caballería pesada macedonia, principal cuerpo de choque de su ejército, apoyados por la caballería ligera de tesalios y tracios.
Falange macedonia
Cuando arribó a tierras asiáticas, Alejandro inauguró una serie de acciones rebosantes de carga simbólica e ideológica, como su visita a la tumba del mítico Aquiles en Troya. Casi de inmediato se enfrentó a las tropas persas, que eran superiores en número, junto al río Gránico, obteniendo una rotunda victoria y enviando a Atenas trescientas armaduras de los vencidos como ofrenda a la diosa Atenea.
Esta primera victoria no sólo asestaba un duro golpe al Imperio persa, sino que validaba el poder y las fuerzas de Alejandro y consolidaba su posición frente a los griegos. Nada podía detener ya su avance hacia las ciudades griegas de la costa de Asia Menor, que se concretó en la toma de Sardes y Éfeso, y en una fácil neutralización de la resistencia ofrecida por Mileto y Halicarnaso, animada por el rodio Memnón, aliado de los persas. Ante estas ciudades se presentó como libertador, instaurando sistemas pretendidamente democráticos, si bien bajo su control.
En su marcha hacia el interior, por Licia y Panfilia, llegó a Gordión en Frigia, donde se hallaba el célebre nudo que, según la leyenda, otorgaría el dominio de Asia a aquel que fuera capaz de deshacerlo. Alejandro lo resolvió cortándolo con un golpe de espada, incorporando otro acto repleto de simbolismo a sus acciones de confirmación y alarde de su poder y de legitimación de sus ambiciones. A través de Capadocia dirigió su ejército hacia Siria, alcanzando en la región de Cilicia la ciudad de Tarso, donde se vio retenido por una grave enfermedad. Pero apenas se hubo restablecido continuó con la conquista de las ciudades próximas, como Solos y Malos.
Siria, Palestina y Egipto
Encaminándose hacia el norte de Siria, en el otoño del año 333 a.C. llegó a enfrentarse con el propio rey aqueménida, Darío III, en Issos. En esta batalla infligió una nueva derrota a las tropas persas, obligando al gran rey a retirarse más allá del Éufrates y quedando a su merced el campamento en el que se encontraba la familia real: la esposa, los hijos y la madre de Darío.
Las conquistas de Alejandro Magno
Comenzó así una nueva etapa en la que consolidó su control en Asia Menor (en cuyas costas sucumbieron los últimos focos de resistencia persa), mientras las islas del Egeo eran liberadas por la flota macedonia, y abrió nuevas posibilidades de conquista en la región siriopalestina, cerrando las salidas al mar del Imperio persa. Al mismo tiempo lograba acallar las voces de determinados sectores griegos que aún se alzaban en su contra.
Las ciudades fenicias de la costa, desde Arados a Sidón, se entregaron sin presentar oposición alguna ante el irrefrenable avance del macedonio. Simultáneamente, Alejandro rehusaba las ventajosas propuestas de Darío III, que le ofrecía los territorios asiáticos al otro lado del Éufrates, así como una de sus hijas en matrimonio y diez mil talentos, a cambio de la paz y de la liberación de su familia (cuyos integrantes sí que restituyó al rey persa). Empeñado en su campaña de conquista, llegó ante las puertas de la ciudad de Tiro, cuya larga resistencia se reveló inútil, siendo castigada su población de forma ejemplar, al igual que la de Gaza. En el invierno del año 332 a.C. había culminado ya la conquista de Palestina y se dirigía hacia Egipto.
El asedio de Tiro
Ante la población egipcia, Alejandro se convirtió en el auténtico artífice de su liberación del yugo aqueménida; por ello, al alcanzar el delta del Nilo, no encontró demasiadas dificultades para vencer al sátrapa persa, aislado y sin el apoyo del pueblo egipcio. A su llegada a Menfis fue aclamado como libertador e investido con el poder y la corona del faraón. Precisamente, una de sus primeras medidas fue la fundación de una ciudad en el delta del Nilo, a la que dio su propio nombre, Alejandría. Después se dirigió a través del desierto hasta el santuario oracular de Amón, en el oasis de Siwa, donde fue proclamado por los sacerdotes como "hijo de Amón", dios ya identificado con Zeus por los griegos. Con ello consolidaba su propia ascendencia divina, como descendiente de la dinastía argéada, que se remontaba a Heracles y, por ende, al propio Zeus.
Mesopotamia, Persia y Media
Alejandro no se demoró mucho tiempo en Egipto, sino que retrocedió sobre sus pasos para llegar a las costas fenicias, desde donde partió hacia Mesopotamia en el verano del año 331 a.C. Habiendo dejado atrás el río Éufrates y después de atravesar el Tigris, se encontró en Gaugamela con el ejército de Darío, quien había renovado sin éxito su propuesta de paz. La victoria en esta batalla resultó decisiva, pues la retirada desordenada de los persas y la huida del rey dejaron indefensos muchos de los centros vitales del Imperio persa. Babilonia fue fácilmente sometida y Alejandro se apoderó del magnífico tesoro real; en Persia sucumbieron una tras otra las ciudades de Susa, Persépolis (donde incendió el palacio real) y Pasargada.
La batalla de Gaugamela óleo de Jan Brueghel el Viejo)
Los continuos éxitos de Alejandro se vieron transitoriamente ensombrecidos por la sublevación de Esparta, secundada por otras ciudades antimacedonias, que fue finalmente reprimida por Antípatro. En la primavera del año 330 a.C., Alejandro reemprendió la marcha en pos de Darío hacia Media. Al llegar a Ecbatana, el persa se había escabullido de nuevo, refugiándose en Bactriana. Antes de reanudar la persecución, Alejandro decidió reorganizar sus tropas, relevando a los efectivos griegos (recompensados con magnanimidad) y encomendando al macedonio Harpalo la custodia de las ingentes riquezas obtenidas en los botines.
En su enconado acoso al rey persa se adentró en la región del nordeste, atravesando las Puertas Caspias. Entre tanto, Darío había sido derrocado por Beso, el sátrapa de Bactriana, quien ante el avance de Alejandro ordenó dar muerte a Darío, proclamándose soberano él mismo con el nombre de Artajerjes. Habida cuenta de la inesperada forma en que se habían precipitado los acontecimientos y se había transformado la situación en ese verano del año 330 a.C., no resulta extraño que Alejandro se hiciera cargo de los restos de su difunto enemigo, ordenando su sepultura en la tumba real de Persépolis. Con este aparente gesto de benevolencia subrayaba en realidad su condición de legítimo sucesor de Darío III. Como tal, debía acabar con el usurpador del trono y conquistar los territorios orientales del Imperio persa.
De Partia a la India
En la región sudoriental del mar Caspio y en el área irania fueron
sometidos diversos pueblos, así como los territorios de Partia. Marchó
entonces Alejandro hacia Oriente, conquistando sucesivamente Aria,
Drangiana y Aracosia, donde se detuvo en la primavera del año 329 a.C.
antes de atravesar el Paropámiso y la cordillera del Hindu Kush. Sin que
las imponentes alturas supusieran un obstáculo, llegó a Bactriana, el
refugio del usurpador, que, sin embargo, se había dado a la fuga.
Siguiéndole con tenaz empeño por el territorio de Sogdiana, Beso fue
finalmente capturado y ejecutado.
Infatigable en su afán de conquista, Alejandro continuó con su ejército en Sogdiana, tomando la capital, Maracanda (Samarcanda). Una revuelta surgida en esta ciudad, encabezada por Espitámenes, fue sofocada con prontitud, con la consiguiente muerte del insurrecto. Se alcanzaba así el límite del Imperio persa en el río Yaxartes. Sin embargo, la búsqueda de un confín natural explica su posterior campaña en la India, en la región del río Indo, concretamente en la conocida como de los "cinco ríos" (Punjab).
En la primavera del año 326 a.C., llegó a las riberas del Indo, granjeándose pronto el apoyo del rey Taxiles y de otros príncipes de la región del río Hidaspes, incluso en su enfrentamiento con el rey Poros, que dominaba la región que quedaba comprendida entre el Hidaspes y el río Acesines. Finalmente alcanzó el río Hifasis, el más oriental de todos, obteniendo de esta forma la sumisión de la región. Disuadido, ante la negativa del ejército, de seguir avanzando hacia el este, y tras convertir este curso fluvial en el límite oriental del imperio, emprendió el regreso.
En la región del Hidaspes, donde se detuvo el ejército en el invierno de 325 a.C. para construir una flota, se produjo el enfrentamiento con los malios, en el que Alejandro resultó gravemente herido por una flecha. En el verano del mismo año se emprendió el retorno, dividiendo el ejército con el fin de seguir un doble itinerario, uno por tierra, a lo largo de la costa y bajo el mando de Alejandro, y otro por mar, con la flota construida para la expedición a través del océano Índico y del golfo Pérsico, dirigido por Nearco.
En el itinerario seguido por Alejandro, destaca su enconado empeño de atravesar el desierto de Gedrosia (Beluchistán), emulando al propio Ciro, pero con un elevado coste en vidas entre las filas de su ejército. En la primavera del año 324 a.C. llegaba a Susa, dirigiéndose durante el verano a la ciudad de Opis y llegando en el invierno del mismo año, por fin, a Babilonia, convertida en capital de su efímero imperio. Desde allí se afanaba en sus planes para preparar una amplia expedición de conquista a Arabia, que quedó truncada por su prematura muerte el 13 de junio del año 323 a.C., provocada por la fiebre, acaso originada por anteriores y crónicas afecciones nunca curadas
EL IMPERIO:
La organización del imperio
Las ininterrumpidas conquistas de Alejandro supusieron la anexión de un vasto e inmenso ámbito territorial que conformaba un imperio universal. La organización administrativa de los nuevos territorios fue asumida por Alejandro desde sus primeras victorias, con una política plural, divergente y compleja, merced a la propia heterogeneidad de las condiciones y circunstancias en las que se encontraban los pueblos y ámbitos incluidos en sus dominios.
Así, otorgó el mando civil y militar de las diferentes regiones de Anatolia y Siria a jefes militares macedonios, a excepción de Caria, cuyo gobierno civil confió a Ada, hermana de Mausolo. En cambio, en el corazón del Imperio persa, en el ámbito mesopotámico e iranio, actuaba deliberadamente como sucesor del gran rey aqueménida, manteniendo la circunscripción administrativa de las satrapías y confiando los cargos de sátrapas tanto a macedonios como a leales súbditos persas.
Paralelamente, en los territorios de la India organizó los pequeños reinos existentes como reinos vasallos, conservando en el trono a los príncipes locales que acataron la sumisión a la autoridad suprema del rey macedonio. En todo caso, la salvaguarda de estos territorios quedaba garantizada por las guarniciones, siempre bajo el mando de macedonios, situadas en puntos estratégicos y diseminadas por todo el imperio.
Esta hábil política permitió la administración del imperio con relativa facilidad, pues una estructura más homogénea habría tropezado con enormes dificultades, irresolubles en esas circunstancias y en tan corto lapso de tiempo. No obstante, sí que introdujo novedades en su política económica, al establecer una administración financiera y tributaria ajena a las satrapías, que englobaba amplias regiones bajo el control de hombres de confianza. En buena medida, consiguió articular la administración territorial sin hacer coincidir el gobierno político y el poder económico, evitando de esta forma la excesiva acumulación de poderes en las mismas manos.
Infatigable en su afán de conquista, Alejandro continuó con su ejército en Sogdiana, tomando la capital, Maracanda (Samarcanda). Una revuelta surgida en esta ciudad, encabezada por Espitámenes, fue sofocada con prontitud, con la consiguiente muerte del insurrecto. Se alcanzaba así el límite del Imperio persa en el río Yaxartes. Sin embargo, la búsqueda de un confín natural explica su posterior campaña en la India, en la región del río Indo, concretamente en la conocida como de los "cinco ríos" (Punjab).
Relieve del sarcófago de Alejandro Magno
En la primavera del año 326 a.C., llegó a las riberas del Indo, granjeándose pronto el apoyo del rey Taxiles y de otros príncipes de la región del río Hidaspes, incluso en su enfrentamiento con el rey Poros, que dominaba la región que quedaba comprendida entre el Hidaspes y el río Acesines. Finalmente alcanzó el río Hifasis, el más oriental de todos, obteniendo de esta forma la sumisión de la región. Disuadido, ante la negativa del ejército, de seguir avanzando hacia el este, y tras convertir este curso fluvial en el límite oriental del imperio, emprendió el regreso.
En la región del Hidaspes, donde se detuvo el ejército en el invierno de 325 a.C. para construir una flota, se produjo el enfrentamiento con los malios, en el que Alejandro resultó gravemente herido por una flecha. En el verano del mismo año se emprendió el retorno, dividiendo el ejército con el fin de seguir un doble itinerario, uno por tierra, a lo largo de la costa y bajo el mando de Alejandro, y otro por mar, con la flota construida para la expedición a través del océano Índico y del golfo Pérsico, dirigido por Nearco.
En el itinerario seguido por Alejandro, destaca su enconado empeño de atravesar el desierto de Gedrosia (Beluchistán), emulando al propio Ciro, pero con un elevado coste en vidas entre las filas de su ejército. En la primavera del año 324 a.C. llegaba a Susa, dirigiéndose durante el verano a la ciudad de Opis y llegando en el invierno del mismo año, por fin, a Babilonia, convertida en capital de su efímero imperio. Desde allí se afanaba en sus planes para preparar una amplia expedición de conquista a Arabia, que quedó truncada por su prematura muerte el 13 de junio del año 323 a.C., provocada por la fiebre, acaso originada por anteriores y crónicas afecciones nunca curadas
EL IMPERIO:
La organización del imperio
Las ininterrumpidas conquistas de Alejandro supusieron la anexión de un vasto e inmenso ámbito territorial que conformaba un imperio universal. La organización administrativa de los nuevos territorios fue asumida por Alejandro desde sus primeras victorias, con una política plural, divergente y compleja, merced a la propia heterogeneidad de las condiciones y circunstancias en las que se encontraban los pueblos y ámbitos incluidos en sus dominios.
Así, otorgó el mando civil y militar de las diferentes regiones de Anatolia y Siria a jefes militares macedonios, a excepción de Caria, cuyo gobierno civil confió a Ada, hermana de Mausolo. En cambio, en el corazón del Imperio persa, en el ámbito mesopotámico e iranio, actuaba deliberadamente como sucesor del gran rey aqueménida, manteniendo la circunscripción administrativa de las satrapías y confiando los cargos de sátrapas tanto a macedonios como a leales súbditos persas.
Alejandro Magno
Paralelamente, en los territorios de la India organizó los pequeños reinos existentes como reinos vasallos, conservando en el trono a los príncipes locales que acataron la sumisión a la autoridad suprema del rey macedonio. En todo caso, la salvaguarda de estos territorios quedaba garantizada por las guarniciones, siempre bajo el mando de macedonios, situadas en puntos estratégicos y diseminadas por todo el imperio.
Esta hábil política permitió la administración del imperio con relativa facilidad, pues una estructura más homogénea habría tropezado con enormes dificultades, irresolubles en esas circunstancias y en tan corto lapso de tiempo. No obstante, sí que introdujo novedades en su política económica, al establecer una administración financiera y tributaria ajena a las satrapías, que englobaba amplias regiones bajo el control de hombres de confianza. En buena medida, consiguió articular la administración territorial sin hacer coincidir el gobierno político y el poder económico, evitando de esta forma la excesiva acumulación de poderes en las mismas manos.
Con respecto a las ciudades griegas, como en sus primeras iniciativas,
adoptó un criterio de continuidad de la política inaugurada por su
padre. Imbuido por la cultura griega de la ciudad, respetó la autonomía
de las polis, si bien limitando su potestad con su propia hegemonía. Sin
duda, Alejandro supo instrumentalizar la idea panhelénica y el interés
común de acabar con la amenaza persa, pero cuando fueron necesarios
otros medios de persuasión para silenciar y aplacar los movimientos
antimacedonios en su contra, no dudó, como en Tebas, en emplear la
fuerza y la represión ejemplar, o bien en cambiar sistemas y facciones
políticas ciudadanas que mostraban resistencia.
Él mismo pretendió propagar el modelo de ciudad griega en el ámbito oriental, al jalonar el itinerario de sus conquistas con la fundación de ciudades, a las que solía designar con su propio nombre, proliferando por doquier las "Alejandrías". Además de la ciudad del delta del Nilo, fundó, entre otras, la Alejandría de Aria, la de Aracosia, la de Bactra, la de Alejandría Eschata ("la extrema"), la Alejandría Nikaia ("de la Victoria") y la Alejandría Bucéfala o Bucefalia (en recuerdo de su caballo, Bucéfalo). Esta política de establecimiento de ciudades y de colonos greco-macedonios, además de servir como estrategia de defensa y de control de rutas comerciales, constituyó la avanzadilla de su proyecto de helenización del imperio, siendo imitada en época helenística, aunque con una repercusión restringida.
Política interna
No obstante, surgieron algunos problemas que amenazaban con quebrar la unidad y la estabilidad. A las sublevaciones en los territorios recientemente conquistados de algunos sátrapas persas de Media, Persia y Carmania se sumó un problema aún más grave: la oposición surgida en el seno de los propios macedonios, motivada en parte, al parecer, por la adopción de Alejandro del ceremonial persa con el que los súbditos agasajaban a sus soberanos, que incluía la prosternación (la proskynesis).
Los primeros problemas que tuvieron lugar en el entorno de Alejandro parecieron confirmarse en el año 330 a.C., cuando Filotas, su amigo de infancia, comandante de la caballería e hijo de Parmenión, fue acusado de traición y ejecutado, al parecer, por silenciar una conjura contra Alejandro. La condena alcanzó al propio Parmenión, que había permanecido con parte del ejército en Ecbatana, ante los recelos del macedonio. Algo después, en el año 328 a.C., llevado de un ataque de ira, él mismo asesinó a su amigo Clito, que había manifestado abiertamente su disconformidad con algunos aspectos del comportamiento de Alejandro. Otras conjuras y movimientos de oposición fueron acallados con idéntica violencia y determinación.
De regreso de sus campañas de conquista, este clima cargado de problemas latentes explica acaso su supuesta política de fusión. Así, el matrimonio múltiple celebrado en Susa en el año 324 a.C. parecía propiciar una política de integración basada en las uniones mixtas: él mismo y unos ochenta generales y oficiales de su ejército contrajeron matrimonio con princesas y nobles iranias. Alejandro (cultivando la poligamia, habitual en la dinastía macedonia), después de tomar como esposa a la princesa bactriana Roxana, se unía ahora con Estatira, hija de Darío III. Con todo, el pretendido deseo de fusión entre griegos y orientales y de concordia universal no fue más que un acto simbólico, que servía a los propios intereses de Alejandro, en su afán por consolidar su condición de legítimo sucesor de Darío y de asumir rasgos emblemáticos, al emparentarse con la propia familia aqueménida. Servía también a sus fines políticos en otra dimensión, al constituir un gesto simbólico de amistad con las aristocracias iranias.
En la misma línea se explica su decisión de incluir treinta mil jóvenes nobles persas en su ejército. Con esta medida lograba varios fines: por un lado, reforzaba los efectivos militares de su ejército; por otro, al dispensar este honor afianzaba su relación con las élites persas. Y, sobre todo, lograba mermar el poder de coacción de los macedonios, al no ser ya indispensable el apoyo de su ejército. Pronto se pudo comprobar su efectividad en Opis, cuando el rechazo provocado por su decisión entre los macedonios llevó el ejército al amotinamiento. La presencia de las tropas persas y, según las fuentes, la elocuencia de su discurso, acabaron con la sublevación, saldada con el ajusticiamiento de los líderes de la rebelión y el licenciamiento de diez mil veteranos, cansados de una década de continuas campañas. Su viaje de regreso a Macedonia, bajo el mando de Crátero, coincidió con la muerte de Alejandro, sirviendo para reducir los nuevos focos de sublevación que había entre los griegos.
En la práctica, la fusión y el mestizaje nunca se produjeron a gran escala, pues era habitual la coexistencia paralela de las comunidades greco-macedónicas e indígenas. La política de Alejandro, en este sentido, si bien provocaba ciertos descontentos y hostilidades entre los macedonios, le permitía granjearse la amistad y el respaldo de las poblaciones orientales, especialmente de sus élites, y reforzaba su poder al neutralizar las disensiones existentes entre los suyos.
El rey universal
Buena parte de sus iniciativas parecían orientarse en la misma dirección: modelar la idea y la imagen del "rey universal" que extiende su dominio sobre la ecúmene. Aspiraba así a una nueva forma de poder, con un marcado carácter autocrático, abandonando incluso el título de "Rey de los macedonios", que fue sustituido por el de "el Rey Alejandro", con nuevas connotaciones ideológicas en la imprecisión del título. Con el mismo fin asumió elementos propios del despotismo oriental en virtud de su sucesión al trono aqueménida, exhibiendo un fuerte personalismo no exento de conexiones divinas. Al incorporar rasgos de la realeza oriental, se convirtió en depositario del derecho divino de las soberanías egipcia o persa que, sumado a las elaboraciones de su ascendencia divina, le atribuían una aureola deífica; todo ello al margen de las especulaciones sobre la exigencia de Alejandro de recibir honores divinos de las ciudades griegas, que en determinados casos no le fueron denegados.
Él mismo pretendió propagar el modelo de ciudad griega en el ámbito oriental, al jalonar el itinerario de sus conquistas con la fundación de ciudades, a las que solía designar con su propio nombre, proliferando por doquier las "Alejandrías". Además de la ciudad del delta del Nilo, fundó, entre otras, la Alejandría de Aria, la de Aracosia, la de Bactra, la de Alejandría Eschata ("la extrema"), la Alejandría Nikaia ("de la Victoria") y la Alejandría Bucéfala o Bucefalia (en recuerdo de su caballo, Bucéfalo). Esta política de establecimiento de ciudades y de colonos greco-macedonios, además de servir como estrategia de defensa y de control de rutas comerciales, constituyó la avanzadilla de su proyecto de helenización del imperio, siendo imitada en época helenística, aunque con una repercusión restringida.
Política interna
No obstante, surgieron algunos problemas que amenazaban con quebrar la unidad y la estabilidad. A las sublevaciones en los territorios recientemente conquistados de algunos sátrapas persas de Media, Persia y Carmania se sumó un problema aún más grave: la oposición surgida en el seno de los propios macedonios, motivada en parte, al parecer, por la adopción de Alejandro del ceremonial persa con el que los súbditos agasajaban a sus soberanos, que incluía la prosternación (la proskynesis).
Los primeros problemas que tuvieron lugar en el entorno de Alejandro parecieron confirmarse en el año 330 a.C., cuando Filotas, su amigo de infancia, comandante de la caballería e hijo de Parmenión, fue acusado de traición y ejecutado, al parecer, por silenciar una conjura contra Alejandro. La condena alcanzó al propio Parmenión, que había permanecido con parte del ejército en Ecbatana, ante los recelos del macedonio. Algo después, en el año 328 a.C., llevado de un ataque de ira, él mismo asesinó a su amigo Clito, que había manifestado abiertamente su disconformidad con algunos aspectos del comportamiento de Alejandro. Otras conjuras y movimientos de oposición fueron acallados con idéntica violencia y determinación.
Muerte de Clito
De regreso de sus campañas de conquista, este clima cargado de problemas latentes explica acaso su supuesta política de fusión. Así, el matrimonio múltiple celebrado en Susa en el año 324 a.C. parecía propiciar una política de integración basada en las uniones mixtas: él mismo y unos ochenta generales y oficiales de su ejército contrajeron matrimonio con princesas y nobles iranias. Alejandro (cultivando la poligamia, habitual en la dinastía macedonia), después de tomar como esposa a la princesa bactriana Roxana, se unía ahora con Estatira, hija de Darío III. Con todo, el pretendido deseo de fusión entre griegos y orientales y de concordia universal no fue más que un acto simbólico, que servía a los propios intereses de Alejandro, en su afán por consolidar su condición de legítimo sucesor de Darío y de asumir rasgos emblemáticos, al emparentarse con la propia familia aqueménida. Servía también a sus fines políticos en otra dimensión, al constituir un gesto simbólico de amistad con las aristocracias iranias.
En la misma línea se explica su decisión de incluir treinta mil jóvenes nobles persas en su ejército. Con esta medida lograba varios fines: por un lado, reforzaba los efectivos militares de su ejército; por otro, al dispensar este honor afianzaba su relación con las élites persas. Y, sobre todo, lograba mermar el poder de coacción de los macedonios, al no ser ya indispensable el apoyo de su ejército. Pronto se pudo comprobar su efectividad en Opis, cuando el rechazo provocado por su decisión entre los macedonios llevó el ejército al amotinamiento. La presencia de las tropas persas y, según las fuentes, la elocuencia de su discurso, acabaron con la sublevación, saldada con el ajusticiamiento de los líderes de la rebelión y el licenciamiento de diez mil veteranos, cansados de una década de continuas campañas. Su viaje de regreso a Macedonia, bajo el mando de Crátero, coincidió con la muerte de Alejandro, sirviendo para reducir los nuevos focos de sublevación que había entre los griegos.
En la práctica, la fusión y el mestizaje nunca se produjeron a gran escala, pues era habitual la coexistencia paralela de las comunidades greco-macedónicas e indígenas. La política de Alejandro, en este sentido, si bien provocaba ciertos descontentos y hostilidades entre los macedonios, le permitía granjearse la amistad y el respaldo de las poblaciones orientales, especialmente de sus élites, y reforzaba su poder al neutralizar las disensiones existentes entre los suyos.
El rey universal
Buena parte de sus iniciativas parecían orientarse en la misma dirección: modelar la idea y la imagen del "rey universal" que extiende su dominio sobre la ecúmene. Aspiraba así a una nueva forma de poder, con un marcado carácter autocrático, abandonando incluso el título de "Rey de los macedonios", que fue sustituido por el de "el Rey Alejandro", con nuevas connotaciones ideológicas en la imprecisión del título. Con el mismo fin asumió elementos propios del despotismo oriental en virtud de su sucesión al trono aqueménida, exhibiendo un fuerte personalismo no exento de conexiones divinas. Al incorporar rasgos de la realeza oriental, se convirtió en depositario del derecho divino de las soberanías egipcia o persa que, sumado a las elaboraciones de su ascendencia divina, le atribuían una aureola deífica; todo ello al margen de las especulaciones sobre la exigencia de Alejandro de recibir honores divinos de las ciudades griegas, que en determinados casos no le fueron denegados.
El legado de Alejandro
La muerte de Alejandro Magno truncó las grandes expectativas desplegadas por sus conquistas y su poder. Alejandro legaba un imperio universal, pero la ausencia de un líder indiscutible generó un vacío en el que de inmediato se abrieron fisuras; pronto se manifestaron la discordia y las ambiciones contrapuestas entre sus compañeros y generales.
La sucesión parecía garantizada por el nacimiento de su hijo varón, Alejandro IV, fruto de su unión con Roxana, acordándose entonces la regencia de Arrideo, el hermanastro del propio Alejandro (según las fuentes, con evidentes indicios de deficiencia mental). Sin embargo, la rivalidad entre los denominados diádocos (generales de Alejandro) se agudizó, al dividirse entre ellos los poderes y las áreas de control, surgiendo los enfrentamientos armados alentados por las ambiciones personales y dando al traste con la idea de la unión del imperio. El legítimo heredero, Alejandro IV, fue asesinado en 310 a.C. junto a su madre, por orden del regente Casandro.
Con todo, y a pesar de la tendencia disgregadora, los vastos territorios conquistados por Alejandro se conservaron, convertidos en estados helenísticos. Ello puso de manifiesto otro de los legados del macedonio: la propia institución de la monarquía, que acabarían asumiendo los diádocos, lo que implicaba la instauración de dinastías de origen macedonio dentro de los reinos helenísticos.
Por otra parte, la excepcionalidad de los logros de Alejandro, su carismática personalidad y su prematura muerte dieron alas al mito de aquel que en vida se había convertido en un héroe. Divinizado a su muerte, recibía culto en su tumba de Alejandría, prestándose su imagen sobrehumana a todo tipo de leyendas que se fueron transmitiendo de generación en generación.
Convertido en arquetipo, su mito se desarrolló en múltiples relatos que, a partir de sus hazañas, se veían plagados de anécdotas y aventuras fantasiosas, tomando forma de epopeyas y fábulas que llegaron a gozar de una extraordinaria popularidad. Su imagen idealizada adquirió nuevos matices, en ocasiones contradictorios, enriqueciendo y alimentando el mito, que llegó a proyectarse con un éxito extraordinario no sólo durante la Antigüedad, sino también en la Edad Media y en la posteridad. No en vano algunos pobladores de las montañas afganas remontan aún hoy su ascendencia a Alejandro
FOTOS:La muerte de Alejandro Magno truncó las grandes expectativas desplegadas por sus conquistas y su poder. Alejandro legaba un imperio universal, pero la ausencia de un líder indiscutible generó un vacío en el que de inmediato se abrieron fisuras; pronto se manifestaron la discordia y las ambiciones contrapuestas entre sus compañeros y generales.
La sucesión parecía garantizada por el nacimiento de su hijo varón, Alejandro IV, fruto de su unión con Roxana, acordándose entonces la regencia de Arrideo, el hermanastro del propio Alejandro (según las fuentes, con evidentes indicios de deficiencia mental). Sin embargo, la rivalidad entre los denominados diádocos (generales de Alejandro) se agudizó, al dividirse entre ellos los poderes y las áreas de control, surgiendo los enfrentamientos armados alentados por las ambiciones personales y dando al traste con la idea de la unión del imperio. El legítimo heredero, Alejandro IV, fue asesinado en 310 a.C. junto a su madre, por orden del regente Casandro.
Alejandro en el Templo de Jerusalén, de Santiago Conca
Con todo, y a pesar de la tendencia disgregadora, los vastos territorios conquistados por Alejandro se conservaron, convertidos en estados helenísticos. Ello puso de manifiesto otro de los legados del macedonio: la propia institución de la monarquía, que acabarían asumiendo los diádocos, lo que implicaba la instauración de dinastías de origen macedonio dentro de los reinos helenísticos.
Por otra parte, la excepcionalidad de los logros de Alejandro, su carismática personalidad y su prematura muerte dieron alas al mito de aquel que en vida se había convertido en un héroe. Divinizado a su muerte, recibía culto en su tumba de Alejandría, prestándose su imagen sobrehumana a todo tipo de leyendas que se fueron transmitiendo de generación en generación.
Convertido en arquetipo, su mito se desarrolló en múltiples relatos que, a partir de sus hazañas, se veían plagados de anécdotas y aventuras fantasiosas, tomando forma de epopeyas y fábulas que llegaron a gozar de una extraordinaria popularidad. Su imagen idealizada adquirió nuevos matices, en ocasiones contradictorios, enriqueciendo y alimentando el mito, que llegó a proyectarse con un éxito extraordinario no sólo durante la Antigüedad, sino también en la Edad Media y en la posteridad. No en vano algunos pobladores de las montañas afganas remontan aún hoy su ascendencia a Alejandro
Alejandro Magno es una de las más destacadas figura de la Antigüedad. Extraordinario estratega militar (el mejor, según se cuenta que opinaba Aníbal), sus conquistas tuvieron una gran trascendencia histórica y cultural: con ellas se inició el llamado periodo helenístico, en el que la cultura clásica extendió su influencia y a la vez se vio enriquecida con las aportaciones orientales. La helenización de Asia nunca llegó a ser profunda debido a la rápida división del Imperio de Alejandro, pero sus efectos perduraron en los reinos que surgieron de la disolución. La siguiente galería fotográfica permite seguir los principales sucesos de su corta e intensa trayectoria vital.
El gran conquistador. Personaje polémico, admirado por unos y denostado por otros, el rey macedonio Alejandro Magno, muerto a los treinta y tres años, conquistó vastísimos territorios (todo Oriente hasta la India), con la particularidad de que intentó impulsar la fusión de los pueblos y de sus culturas, siempre bajo la hegemonía griega. A su muerte, la unidad cultural y económica se mantuvo, a pesar de la fragmentación política que se dio tras la división de su reino. En este deseo de integración, del que dan fe sus tres matrimonios con importantes mujeres orientales, hijas de reyes en algún caso, se diferencia Alejandro de otros personajes que han pasado a la historia como grandes conquistadores. En la imagen, Alejandro según una copia romana de un busto original de Lisipo, artista cuyas esculturas, según Plutarco, representaban con fidelidad la fisonomía del macedonio.
La doma de Bucéfalo. Hijo del rey Filipo II de Macedonia y de Olimpia, una de sus esposas, Alejandro recibió de los trece a los dieciséis años una educación esmerada por parte de Aristóteles, unido por lazos familiares a la corte macedonia. Si bien por su posterior trayectoria el príncipe no parece imbuido de la filosofía aristotélica que sitúa en el justo medio el eje de la virtud, parece probado que siempre respetó a su maestro, con quien le unieron fuertes lazos de amistad y cuya influencia se observa en algunos aspectos de su vida y de su obra. Como hijo de una aristocracia guerrera recibió también, naturalmente, formación militar, y desde joven destacó por su fuerza, destreza y valor, como ilustra la conocida anécdota de la doma del Bucéfalo, narrada por Plutarco. El caballo le acompañaría en sus conquistas, y cuando fue herido y murió en una de sus últimas batallas, Alejandro fundaría en su honor nada menos que una ciudad: Bucefalia. En la imagen, La doma de Bucéfalo, tal como la imaginó André Castaigne
Alejandro y Aristóteles. Desde un principio Filipo deseó que su hijo Alejandro tuviera una educación enmarcada dentro de la tradición griega, alejándose de esta forma del modelo de educación tradicional existente entre los monarcas macedonios. Procuró, por tanto, que los más notables intelectuales griegos acudieran a su corte en Pela. Uno de los que atendieron la llamada fue el célebre Aristóteles, unido a Filipo por una estrecha amistad. Aristóteles se encargó de la educación de Alejandro como preceptor suyo desde el año 343 hasta 335 a.C., cuando tuvo que regresar a Atenas para hacerse cargo de la Academia.
La educación se basó en materias de tipo literario y político. Aristóteles le inculcó el amor a la historiografía, como ejemplo de las directrices que debía seguir cuando se convirtiera en rey, y a la poesía griega; su lectura preferida fue la Ilíada. Según refieren los autores antiguos, Alejandro llevaba una copia de la epopeya homérica en sus campañas y tenía en Aquiles a su héroe favorito.
Desde el punto de vista político, Aristóteles recomendaba a su discípulo que fuera caudillo de los griegos, a los que debía considerar como amigos, pero "señor" de los bárbaros, a quienes había de tener siempre como sus enemigos. Durante su estancia en Macedonia, Aristóteles prosiguió sus investigaciones filosófico-políticas, de las que hizo partícipe a Alejandro. Entre las discusiones mantenidas entre ambos, destaca la relativa al modelo de ciudad; Aristóteles tenía una visión tradicional de la polis, como ciudad independiente, mientras que Alejandro tenía una visión cosmopolita, según la cual las ciudades debían estar sometidas a una entidad superior. La ilustración representa a un joven Alejandro recibiendo las enseñanzas del filósofo.
Rey de Macedonia. La profunda crisis de las ciudades griegas durante el siglo IV a.C. había hecho posible que el padre de Alejandro, Filipo de Macedonia, impusiera su dominio sobre el mundo griego tras vencer en la batalla de Queronea (338 a.C.). Tras el asesinato de Filipo, Alejandro hubo de sojuzgar a las ciudades griegas que, dando crédito a un falso rumor sobre la muerte del propio Alejandro, habían tratado de aprovechar un supuesto vacío de poder. Una vez superados los primeros escollos, Alejandro demostró haber aprendido bien la magistral lección de su padre en el complejo entramado de su hegemonía en Grecia, al esforzarse en restablecer el poder macedonio en la misma dimensión. Asumió así los mismos títulos que su antecesor, con objeto de afianzar su posición en el contexto griego, siendo reconocido en Tesalia como tagos, comohegemón de la anfictionía de Delfos y como strategós autokrátor, es decir, como general con plenos poderes, de la Liga de Corinto. En la imagen, visión de conjunto y detalle (Alejandro) de un mosaico sobre la batalla de Issos, la segunda que libró Alejandro contra el rey persa Darío III. Conservado actualmente en el Museo Arqueológico Nacional de Nápoles, el mosaico fue hallado en la casa del Fauno de la ciudad romana de Pompeya, lo que ilustra la admiración que su figura seguía despertando en época romana. Entre su más fervientes admiradores se hallaría otro gran general y estadista: Julio César.
Las conquistas de Alejandro. Quedaba por retomar el proyecto inconcluso de su padre de liberar las ciudades griegas de Asia Menor de la opresión persa, apenas iniciado en la primavera del año 336 a.C. por el ejército mandado por Parmenión y Atalo. Para llevar a cabo sus planes, Alejandro contaba con el ejército mejor preparado de su tiempo, una combinación casi perfecta de infantería pesada, tropas ligeras y caballería. Con todo, el principal activo de la invasión era el propio Alejandro. Rodeado del aura de ser invencible e idolatrado por sus tropas, el rey de Macedonia pasaría a la historia como uno de los estrategas más brillantes de todos los tiempos. A estas fuerzas se oponían la inmensidad del Imperio persa y sus inagotables recursos de hombres y dinero, pero nada de ello preocupaba en exceso a Alejandro, conocedor de la poca cohesión de las tropas persas, reclutadas de todas las partes del imperio y poco acostumbradas a combatir juntas. En el mapa podemos seguir la pista vertiginosa de sus conquistas: Alejandro construyó todo un imperio en menos de diez años
La batalla de Issos. Su segundo enfrentamiento con Darío III tuvo lugar en Issos (333 a.C.). Esta segunda batalla supuso además una importante victoria moral: los persas estaban dirigidos por el propio Darío, que huyó del campo de batalla. Tras esta victoria, Alejandro avanzó por la costa mediterránea asegurando su retaguardia; tomó, tras un asedio, la ciudad de Tiro (332 a.C.), y llegó hasta Egipto. Recibido como un libertador, fue divinizado y fundó la famosa ciudad de Alejandría en el delta del Nilo. En la imagen, detalle de Batalla de Alejandro Magno (1528), un famoso cuadro en que el pintor alemán Albrecht Altdorfer representó la batalla de Issos con vigoroso estilo y precisión miniaturista
Ambicioso o magnánimo. Además de su precipitada huida, en la batalla de Issos se dio otra circunstancia humillante para Darío: el campamento en que se encontraba su familia cayó en manos de los hombres de Alejandro. Para recuperarla, el rey persa se vio obligado a ofrecer un tratado de paz muy ventajoso para los macedonios. Empeñado en proseguir sus campañas de conquista, el ambicioso Alejandro rechazó todas sus propuestas, pero liberó a la familia de Darío. En la imagen, La familia de Darío ante Alejandro (1570), cuadro en que el Veronés representó el momento en que la esposa, la madre y los hijos de Darío eran llevados a la presencia de Alejandro.
La batalla de Gaugamela. La situación estaba lo suficientemente madura para llegar hasta el corazón del Imperio persa. Darío III intentó detener la ofensiva de Alejandro y forzó el encuentro en Gaugamela (331 a.C.), en la que sería la tercera y última batalla decisiva. Una vez más, Darío fue derrotado: era el fin de su imperio. Con ello Mesopotamia caía también en manos de Alejandro. El macedonio ocupó Babilonia, Susa y las capitales persas; Persépolis fue incendiada. En la imagen, Entrada de Alejandro en Babilonia (1664), de Charles Le Brun.
En la India. Persiguiendo a Darío, llegó hasta Ecbatana y, enterado de que Darío había sido asesinado, Alejandro se consideró el sucesor de la dinastía irania (330 a.C.). La actividad y el genio de Alejandro no conocían obstáculos. Recorrió la Bactriana y Sogdiana, atravesó el río Yaxartes (límite del antiguo Imperio persa) y llegó a la India. Allí, pese a lograr algunos apoyos, hubo de enfrentarse al rey Poros, al que derrotó. Tras ello, Alejandro siguió avanzando hasta el río Hifasis, punto en el que sus tropas se negaron a continuar. En la imagen, Alejandro y Poros (1673), de Charles Le Brun. El rey Poros, herido, es capturado y llevado ante Alejandro (a caballo).
Muerte de Alejandro. El viaje de regreso fue realmente épico para los expedicionarios. Alejandro dividió su fuerza en tres cuerpos, uno de ellos naval, que debía volver siguiendo la costa del Índico. Los griegos se vieron atenazados por la sed, al no encontrar fuentes de agua potable, y una gran riada destruyó su campamento; sólo la ayuda de la expedición naval les permitió reponer fuerzas para continuar el viaje. Una vez en Babilonia, Alejandro trató de organizar su imperio. Para tal fin quiso servirse tanto de la aristocracia griega como de la persa; nombró a persas para ocupar altos cargos de la administración y los admitió en su ejército. Pero muy pronto, cuando sólo contaba treinta y tres años, enfermó de fiebres y falleció en la misma ciudad el 10 de junio de 323 a.C. En la imagen, La muerte de Alejandro Magno, tal y como la imaginó Karl von Piloty
Los diádocos. Tras la muerte de Alejandro, la unidad del imperio no pudo mantenerse. Sus generales, llamados los diádocos ("sucesores"), guerrearon entre sí para gobernar el imperio. En un principio Antípatro se quedó con Macedonia y Grecia; Antígono con Frigia y Lidia; Ptolomeo con Egipto; y Lisímaco con Tracia; Pérdicas había sido nombrado por el propio Alejandro como regente del imperio, pero su autoridad nunca fue respetada. La ficción de la unidad duró hasta 306 a.C., año en que los diádocos se declararon soberanos de sus territorios. Este primer reparto tampoco trajo consigo la paz: los pactos y alianzas se formaban y rompían con frecuencia y las guerras continuaron hasta el 280 a.C. Al final del periodo tres grandes reinos habían sobrevivido: el de Macedonia, que incluía el Asia menor, gobernado por Antígono; el heterogéneo imperio seléucida del Asia interior, donde reinaría la dinastía seléucida; y el de Egipto, gobernado por Ptolomeo. El imperio de Alejandro Magno desapareció, pero gracias a él la cultura helenística se había difundido por todo el Próximo Oriente y su influencia se había extendido hasta Asia Central y el Mediterráneo Occidental
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