sábado, 19 de julio de 2014

LA SANTA INQUISICIÓN ALUMBRÓ MALLORCA CON ANTORCHAS HUMANAS

LA SANTA INQUISICIÓN ALUMBRÓ MALLORCA CON ANTORCHAS HUMANAS

Una historia aterradora

[foto de la noticia]
Los días 7 de marzo y 1 y 6 de mayo de 1691 han permanecido vivos en la historia de Mallorca. A lo largo de tales fechas fueron ejecutados 33 mallorquines, entre mujeres y hombres, condenados a la pena capital por el tribunal de la Inquisición o Santo Oficio. ¿Asesinos?, ¿ladrones? En absoluto. Gentes pacíficas, la mayor parte dedicadas al comercio y la artesanía, domiciliadas en el barrio denominado del Segell, entre la calle de la Platería y de Sant Bartomeu de Palma. Descendían de judíos conversos de los siglos XIV y XV, como otros muchos mallorquines, pero que a diferencia de los demás ofrecían una particularidad: haber permanecido en el barrio, en el antiguo Call menor, con sólida endogamia y manteniendo no pocas costumbres judaicas que les unían a la cultura de sus antepasados, como la de seguir respetando el sábado, abstenerse de carne de cerdo y practicar determinados ayunos.

La hoguera inquisitorial se aviva en el año 1675

Desde 1536 a 1675 la Inquisición se había mantenido dormida en Mallorca. Esto permitía al grupo converso del Segell mantenerse con tranquilidad. Practicaban la nueva fe cristiana pero no olvidaban sus señas de identidad hebraica. El asunto se complica en este año, al sercondenado un judaizante llegado de Orán en 1669, Alonso López, y que, conocida su identidad, despierta el celo inquisitorial y una considerable inquietud entre los mallorquines descendientes de judíos que habitan el Segell, los cuales no pueden permanecer impasibles, ni ante el proceso iniciado, ni ante la imagen de la hoguera inquisitorial que arde en el Borne con la ejecución del extranjero condenado, que otros vecinos –miles de mallorquines– contemplan a modo de brillante espectáculo.

Los Autos de Fe y confiscaciones de bienes de 1679

Pronto aumentarán los motivos de preocupación. Un informe enviado por la Inquisición mallorquina a la Suprema de Madrid acredita que los conversos del Segell –despectivamente denominados 'xuetas'– realizan una serie de prácticas de corte judaizante. Personajes influyentes de la isla intentarán frenar el informe, pero este sigue su curso. Vendrán después las denuncias de sirvientes de las casas de conversos, acreditando que sus señores, entre otras costumbres sospechosas, no comían carne de cerdo, no usaban manteca en la preparación de los alimentos y mantenían el sábado como día de descanso.
Practicaban la nueva fe cristiana pero no olvidaban sus señas de identidad hebraica
Total, la máquina inquisitorial se pone en marcha en 1677, tras una orden ineludible de la Suprema. El asunto culmina con el procesamiento de 237 individuos. Todos ellos confiesan su criptojudaísmo más o menos intenso y se arrepienten. Salvan sus vidas, pero ven sus bienes confiscados, alcanzando un montante de 1.496.270 pesos, según Henry Kamen, el más alto de los perpetrados por la monarquía hispánica, y que comprende, además de dinerario, casas, mercaderías, censos, créditos, etcétera.
El daño que ocasionará la medida, no sólo a los afectados, sino también al resto de la isla, es tan inmenso que los Jurados del Reino desplazarán a la Corte al Conde de Montenegro para exponer la gravedad de la situación e impedir que el metálico confiscado salga de Mallorca y que, al menos, quede en administración de la Procuración Real de la isla.
La venta de los bienes confiscados dará lugar a múltiples chanchullos, en beneficio de los allegados al tribunal y de sus propios miembros, y además pondrá en grave aprieto a los deudores de los sentenciados.

Los sentenciados, bajo sospecha, deciden huir de la isla

A partir de 1679 nada volverá a ser igual entre las gentes del Segell, tanto entre los condenados como entre parientes y vecinos. Permanecen vigilados y aumenta el recelo y desprecio a nivel popular, puesto que se les considera culpables de la crisis financiera que experimenta la isla.
De ahí la tentativa de huir, protagonizada por un numeroso grupo de los sentenciados y perdonados, que tiene lugar el 7 de marzo de 1688. Se desplazan a Porto Pi con el objetivo de embarcar en un navío inglés anclado en la cala. Se hace la noche. Una fuerte tormenta impide la salida del navío. Seis horas dura la terrible situación, con el barco a punto de estrellarse contra las rocas y la angustia de los fugitivos, que ven desvanecerse su esperanza de practicar en libertad sus creencias.
Al final, haciéndose imposible la salida de puerto, estos regresan, pero a las puertas de la ciudad ya les esperan los oficiales de la Inquisición para apresarles. Su huida es interpretada como manifiesta expresión de su firme voluntad de regreso a la fe de sus antepasados.

Los Autos de Fe de 1691: 33 víctimas en la hoguera

A partir de entonces los acontecimientos se precipitan. Ya no se trata de perseguir una desviación de la fe, cosa que puede ser perdonada. A los condenados en 1679, ahora ya se les supone reincidentes y, desde luego, falsos arrepentidos. Puede decirse que su suerte está echada. Aun así los procesos durarán tres años. La solución final de los procesados será la de las hogueras levantadas en mayo de 1691.
El lugar de celebración de los macabros suplicios ya no tendrá lugar en el Borne, como en 1675. Son muchos los condenados y el humo de las hogueras puede hacer irrespirable la atmósfera de la ciudad.
Su intento de huida en 1688 se ve como voluntad de volver a la fe de sus antepasados
El primer Auto de Fe, de 7 de marzo, se opera en la Iglesia de Santo Domingo, con 25 reos "de todo sexo, condición y edad", con "un enorme gentío ocupando todas la capillas, así como todas las tribunas y tribunillas". El acto no conlleva la hoguera, puesto que no son reincidentes y abjuran de su judaísmo. Las penas se reducen a destierro de la ciudad, confiscaciones de bienes, y azotes "que les asestó con poca piedad el verdugo".
El segundo Auto se celebra el 1 de mayo siguiente. Revestirá forma más solemne y, desde luego, más trágica. El escenario se extenderá más allá del sagrado recinto de Santo Domingo, puesto que esta vez se alzan las hogueras, habiéndose escogido para la ejecución de las sentencias "un campo yermo que se ensancha espacioso entre el Lazareto, que está sobre la orilla del mar y las faldas del collado que llaman del castillo de Bellver, así por la capacidad del puesto, como de la distancia de la Ciudad, para que no se sintiera la pesadumbre del humo".
En este lugar, la actual plaza Gomila de El Terreno, se dispondrán "en buena proporción, 25 palos con su tablilla para asiento de los que habrán de morir a garrote antes de ser quemados y se hará acopio de la leña necesaria. Recordarán las crónicas que todos, "judaizantes, relapsos, convictos y confesos", mueren cristianamente, aunque dos de ellos se convertirán poco antes de la ejecución, el primero después de leída la sentencia y el segundo, estando en la iglesia, antes de marchar hacia el suplicio. Morirán a garrote vil y "puestos sus cadáveres sobre la leña, pegado el fuego se abrasaron en breve y consumieron todos".
Cerca del brasero inquisitorial había treinta mil personas, según las crónicas, y se habían levantado muchas tiendas y tablados. Era una fiesta, de ahí la descripción del cronista: "La animación de gentes, coches, carros y calesones hicieron una alegre perspectiva a no ser tan funesta la función".
El tercer Auto de Fe llega el 6 de mayo. Es el más trágico y aterrador. Igual ritual que en los demás, o sea Iglesia de Santo Domingo, procesión vergonzante en jumento hacia Bellver y suplicio, pero con una notable diferencia: los condenados no arrepentidos serán quemados vivos. Llama la atención, según la crónica del padre Francesc Garau, plasmada en su deleznable libro La Fe triunfante, el buen ejemplo de Beatriu Cortés e Isabel Aguiló, que acreditarán su arrepentimiento. Esta última, dice Garau "continuó su camino hacia el suplicio hasta quedar muerta en el palo… como un ángel".
Para el fanático cronista, el ejemplo de esta conversa es aleccionador. De ahí que a continuación descargue todo su desprecio, con una descripción inmisericorde del momento del suplicio de aquellos otros –auténticos mártires o héroes de leyenda– que se mantendrán firmes en sus convicciones: Rafael Valls y los hermanos Catalina y Rafael Tarongí, que mueren quemados vivos. Sobre ellos descarga el clérigo toda su rabia. Su orgullo herido puede más que la humanitas y piedad cristiana de su alma sacerdotal.

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