Francisco de Goya
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Nadie fue más sordo que Goya al siglo XIX, pese a haber
cumplido en él casi tres décadas y haber sobrevivido a sus feroces
guerras. Se quedó sordo de verdad cuando amanecía la centuria, pero no
ciego. Y a fuer de mirar a su aire se convirtió en un visionario. Ese
hombre cabal, lúcido y baturro gestó las pesadillas que creemos tan
nuestras afincado en un Versalles provinciano y en una Ilustración de
pueblo. La dieciochesca, acanallada España que le tocó vivir le valió
para todo y para nada. Su tozudez y brío fueron su patrimonio: con tales
alforjas saltó desde su infancia hasta la infancia de las vanguardias,
que en el siglo XX lo reivindicaron como maestro. Nadie se explica aún
ese raro fenómeno: fue un pintor y un profeta solitario venido desde
antiguo hasta ahora mismo sin pasar por la Historia.
Francisco
de Goya nació en el año 1746, en Fuendetodos, localidad de la provincia
española de Zaragoza, hijo de un dorador de origen vasco, José, y de
una labriega hidalga llamada Gracia Lucientes. Avecinada la familia en
la capital zaragozana, entró el joven Francisco a aprender el oficio de
pintor en el taller del rutinario José Luzán, donde estuvo cuatro años
copiando estampas hasta que se decidió a establecerse por su cuenta y,
según escribió más tarde él mismo, "pintar de mi invención".
A
medida que fueron transcurriendo los años de su longeva vida, este
"pintar de mi invención" se hizo más verdadero y más acentuado, pues sin
desatender los bien remunerados encargos que le permitieron una
existencia desahogada, Goya dibujó e hizo imprimir series de imágenes
insólitas y caprichosas, cuyo sentido último, a menudo ambiguo,
corresponde a una fantasía personalísima y a un compromiso ideológico,
afín a los principios de la Ilustración, que fueron motores de una
incansable sátira de las costumbres de su tiempo.
Pero
todavía antes de su viaje a Italia en 1771 su arte es balbuciente y tan
poco académico que no obtiene ningún respaldo ni éxito alguno; incluso
fracasó estrepitosamente en los dos concursos convocados por la Academia
de San Fernando en 1763 y 1769. Las composiciones de sus pinturas se
inspiraban, a través de los grabados que tenía a su alcance, en viejos
maestros como Vouet, Maratta o Correggio, pero a su vuelta de Roma,
escala obligada para el aprendizaje de todo artista, sufrirá una
interesantísima evolución ya presente en el fresco del Pilar de Zaragoza
titulado La gloria del nombre de Dios.
Todavía
en esta primera etapa, Goya se ocupa más de las francachelas nocturnas
en las tascas madrileñas y de las majas resabidas y descaradas que de
cuidar de su reputación profesional y apenas pinta algunos encargos que
le vienen de sus amigos los Bayeu, tres hermanos pintores, Ramón, Manuel
y Francisco, este último su inseparable compañero y protector, doce
años mayor que él. También hermana de éstos era Josefa, con la que
contrajo matrimonio en Madrid en junio de 1773, año decisivo en la vida
del pintor porque en él se inaugura un nuevo período de mayor solidez y
originalidad.
Detalle de su primer Autorretrato (hacia 1773)
Por
esas mismas fechas pinta el primer autorretrato que le conocemos, y no
faltan historiadores del arte que supongan que lo realizó con ocasión de
sus bodas. En él aparece como lo que siempre fue: un hombre tozudo,
desafiante y sensual. El cuidadoso peinado de las largas guedejas negras
indica coquetería; la frente despejada, su clara inteligencia; sus ojos
oscuros y profundos, una determinación y una valentía inauditas; los
labios gordezuelos, una afición sin hipocresía por los placeres
voluptuosos; y todo ello enmarcado en un rostro redondo, grande, de
abultada nariz y visible papada.
Cartonista de la Fábrica de Tapices
Poco
tiempo después, algo más enseriado con su trabajo, asiduo de la
tertulia de los neoclásicos presidida por Leandro Fernández de Moratín y
en la que concurrían los más grandes y afrancesados ingenios de su
generación, obtuvo el encargo de diseñar cartones para la Real Fábrica
de Tapices de Madrid, género donde pudo desenvolverse con relativa
libertad, hasta el punto de que las 63 composiciones de este tipo
realizadas entre 1775 y 1792 constituyen lo más sugestivo de su
producción de aquellos años. Tal vez el primero que llevó a cabo sea el
conocido como Merienda a orillas del Manzanares, con un tema original y popular que anuncia una serie de cuadros vivos, graciosos y realistas: La riña en la Venta Nueva, El columpio, El quitasol y, sobre todo, allá por 1786 o 1787, El albañil herido.
Este
último, de formato muy estrecho y alto, condición impuesta por razones
decorativas, representa a dos albañiles que trasladan a un compañero
lastimado, probablemente tras la caída de un andamio. El asunto coincide
con una reivindicación del trabajador manual, a la sazón peor vistos
casi que los mendigos por parte de los pensadores ilustrados. Contra
este prejuicio se había manifestado en 1774 el conde de Romanones,
afirmando que "es necesario borrar de los oficios todo deshonor, sólo la
holgazanería debe contraer vileza". Asimismo, un edicto de 1784 exige
daños y perjuicios al maestro de obras en caso de accidente, establece
normas para la prudente elevación de andamios, amenaza con cárcel y
fuertes multas en caso de negligencia de los responsables y señala
ayudas económicas a los damnificados y a sus familias. Goya coopera,
pues, con su pintura, en esta política de fomento y dignificación del
trabajo, alineándose con el sentir más progresista de su época.
El quitasol (1776-78, Museo del Prado)
Hacia
1776, Goya recibe un salario de 8.000 reales por su trabajo para la
Real Fábrica de Tapices. Reside en el número 12 de la madrileña calle
del Espejo y tiene dos hijos; el primero, Eusebio Ramón, nacido el 15 de
diciembre de 1775, y otro nacido recientemente, Vicente Anastasio. A
partir de esta fecha podemos seguir su biografía casi año por año. En
abril de 1777 es víctima de una grave enfermedad que a punto está de
acabar con su vida, pero se recupera felizmente y pronto recibe encargos
del propio príncipe, el futuro Carlos IV. En 1778 se hacen públicos los
aguafuertes realizados por el artista copiando cuadros de Velázquez,
pintor al que ha estudiado minuciosamente en la Colección Real y de
quien tomará algunos de sus asombrosos recursos y de sus memorables
colores en obra futuras.
Pintor de la corte
Al
año siguiente solicita sin éxito el puesto de primer pintor de cámara,
cargo que finalmente es concedido a un artista diez años mayor que él,
Mariano Salvador Maella. En 1780, cuando Josefa concibe un nuevo hijo de
Goya, Francisco de Paula Antonio Benito, ingresa en la Real Academia de
Bellas Artes de San Fernando con el cuadro Cristo en la cruz,
que en la actualidad guarda el Museo del Prado de Madrid, y conoce al
mayor valedor de la España ilustrada de entonces, Gaspar Melchor de
Jovellanos, con quien lo unirá una estrecha amistad hasta la muerte de
este último en 1811. El 2 de diciembre de 1784 nace el único de sus
hijos que sobrevivirá, Francisco Javier, y el 18 de marzo del año
siguiente es nombrado subdirector de Pintura de la Academia de San
Fernando. Por fin, el 25 de junio de 1786, Goya y Ramón Bayeu obtienen
el título de pintores del rey con un interesante sueldo de 15.000 reales
al mes.
A sus cuarenta años, el que ahora es
conocido en todo Madrid como Don Paco se ha convertido en un consumado
retratista, y se han abierto para él todas las puertas de los palacios y
algunas, más secretas, de las alcobas de sus ricas moradoras, como la
duquesa Cayetana, la de Alba, por la que experimenta una fogosa
devoción. Impenitente aficionado a los toros, se siente halagado cuando
los más descollantes matadores, Pedro Romero, Pepe-Hillo y otros, le
brindan sus faenas, y aún más feliz cuando el 25 de abril de 1789 se ve
favorecido con el nombramiento de pintor de cámara de los nuevos reyes
Carlos IV y doña María Luisa.
La enfermedad y el aislamiento
Pero
poco tiempo después, en el invierno de 1792, cae gravemente enfermo en
Sevilla, sufre lo indecible durante aquel año y queda sordo de por vida.
Tras meses de postración se recupera, pero como secuela de la
enfermedad pierde capacidad auditiva. Además, anda con dificultad y
presenta algunos problemas de equilibrio y de visión. Se recuperará en
parte, pero la sordera será ya irreversible de por vida.
La
historia ha especulado en múltiples ocasiones sobre cuál fue la
enfermedad de Goya. Los médicos (fue atendido por los mejores
facultativos del momento) no coincidieron en cuanto al diagnóstico.
Algunos achacaron el mal a una enfermedad venérea, otros a una
trombosis, otros al síndrome de Menière, que está relacionado con
problemas del equilibrio y del oído. También, más recientemente, se ha
creído que podía haberse intoxicado con algunos de los componentes de
las pinturas que usaba.
Comenzó, entonces, una nueva
etapa artística para Goya. Debido a la pérdida de audición y a las
secuelas de la grave enfermedad que había padecido, el maestro tuvo que
adaptarse a un nuevo tipo de vida. No menguó, pese a lo que se ha dicho
en ocasiones, su capacidad productiva ni su genio creativo. Siguió
pintando y todavía realizaría grandes obras maestras de la historia del
arte. La pérdida de capacidad auditiva le abriría, sin lugar a dudas,
las puertas de un nuevo universo pictórico. Los graves problemas de
comunicación y relación que la sordera ocasionan, harían también que
Goya iniciase un proceso de introversión y aislamiento. El pesimismo, la
representación de una realidad deformada y el matiz grotesco de algunas
de sus posteriores pinturas son, en realidad, una manifestación de su
aislada y singular (aunque extremadamente lúcida) interpretación de la
época que le tocó vivir.
Por obvios problemas de
salud Goya tuvo que dimitir como director de pintura de la Real Academia
de Bellas Artes de San Fernando, en 1797. Un año más tarde él mismo
confesaba que no le era posible ocuparse de los menesteres de su
profesión en la Real Fábrica de Tapices por hallarse tan sordo que tenía
que comunicarse gesticulando.
Majas y Caprichos
Desde
los años de infancia, en las Escuelas Pías de Zaragoza, por donde Goya
pasó sin pena ni gloria, une al pintor una entrañable amistad, que
pervivirá hasta la muerte, con Martín Zapater, a quien a menudo escribe
cartas donde deja constancia de pormenores de su economía y de otras
materias personales y privadas. Así, en epístola fechada en Madrid el 2
de agosto de 1794, menciona, bien que pudorosamente, la más juguetona y
ardorosa de sus relaciones sentimentales: "Más te valía venirme a ayudar
a pintar a la de Alba, que ayer se me metió en el estudio a que le
pintara la cara, y se salió con ello; por cierto que me gusta más pintar
en lienzo, que también la he de retratar de cuerpo entero." El 9 de
junio de 1796 muere el duque de Alba, y en esa misma primavera Goya se
traslada a Sanlúcar de Barrameda con la duquesa de Alba, con quien pasa
el verano, y allí regresa de nuevo en febrero de 1797. Durante este
tiempo realiza el llamado Album A, con dibujos de la vida
cotidiana, donde se identifican a menudo retratos de la graciosa doña
Cayetana. La magnánima duquesa firma un testamento por el cual Javier,
el hijo del artista, recibirá de por vida un total de diez reales al
día.
Detalle de La maja desnuda
De estos hechos arranca la leyenda que quiere que las famosísimas majas de Goya, La maja vestida y La maja desnuda,
condenadas por la Inquisición como obscenas tras reclamar
amenazadoramente la comparecencia del pintor ante el Tribunal, fueran
retratos de la descocada y maliciosa doña Cayetana, aunque lo que es
casi seguro es que los lienzos fueron pintados por aquellos años.
También se ha supuesto, con grandes probabilidades de que sea cierto,
que ambos cuadros estuvieran dispuestos como anverso y reverso del mismo
bastidor, de modo que podía mostrarse, en ocasiones, la pintura más
decente, y en otras, como volviendo la página, enseñar la desnudez
deslumbrante de la misma modelo, picardía que era muy común en Francia
por aquel tiempo en los ambientes ilustrados y libertinos.
Las
obras se hallaron, sea como fuere, en 1808 en la colección del favorito
Godoy; eran conocidas por el nombre de "gitanas", pero el misterio de
las mismas no estriba sólo en la comprometedora posibilidad de que la
duquesa se prestase a aparecer ante el pintor enamorado con sus
relucientes carnes sin cubrir y la sonrisa picarona, sino en las sutiles
coincidencias y divergencias entre ambas. De hecho, la maja vestida da
pábulo a una mayor morbosidad por parte del espectador, tanto por la
provocativa pose de la mujer como por los ceñidos y leves ropajes que
recortan su silueta sinuosa, explosiva en senos y caderas y reticente en
la cintura, mientras que, por el contrario, la piel nacarada de la maja
desnuda se revela fría, académica y sin esa chispa de deliciosa
vivacidad que la otra derrocha.
Un nuevo misterio
entraña la inexplicable retirada de la venta, por el propio Goya, de una
serie maravillosa y originalísima de ochenta aguafuertes titulada Los Caprichos,
que pudieron adquirirse durante unos pocos meses en la calle del
Desengaño nº 1, en una perfumería ubicada en la misma casa donde vivía
el pintor. Su contenido satírico, irreverente y audaz no debió de gustar
en absoluto a los celosos inquisidores y probablemente Goya se adelantó
a un proceso que hubiera traído peores consecuencias después de que el
hecho fuera denunciado al Santo Tribunal. De este episodio sacó el
aragonés una renovada antipatía hacia los mantenedores de las viejas
supersticiones y censuras y, naturalmente, una mayor prudencia cara al
futuro, entregándose desde entonces a estos libres e inspirados
ejercicios de dibujo según le venía en gana, pero reservándose para su
coleto y para un grupo selecto de allegados los más de ellos.
Mientras,
Goya va ganando tanto en popularidad como en el favor de los monarcas,
hasta el punto de que puede escribir con sobrado orgullo a su
infatigable corresponsal Zapater: "Los reyes están locos por tu amigo"; y
en 1799, su sueldo como primer pintor de cámara asciende ya a 50.000
reales más cincuenta ducados para gastos de mantenimiento. En 1805,
después de haber sufrido dos duros golpes con los fallecimientos de la
joven duquesa de Alba y de su muy querido Zapater, se casa su hijo
Javier, y en la boda conoce Goya a la que será su amante de los últimos
años: Leocadia Zorrilla de Weiss.
El horror de la guerra
El
3 de mayo de 1808, al día siguiente de la insurrección popular
madrileña contra el invasor francés, el pintor se echa a la calle, no
para combatir con la espada o la bayoneta, pues tiene más de sesenta
años y en su derredor bullen las algarabías sin que él pueda oír nada,
sino para mirar insaciablemente lo que ocurre. Con lo visto pintará
algunos de los más patéticos cuadros de historia que se hayan realizado
jamás: el Dos de mayo, conocido también como La carga de los mamelucos en la Puerta del Sol de Madrid y el lienzo titulado Los fusilamientos del 3 de mayo en la montaña del Príncipe Pío de Madrid.
En Los fusilamientos del 3 de mayo,
la solución plástica a esta escena es impresionante: los soldados
encargados de la ejecución aparecen como una máquina despersonalizada,
inexorable, de espaldas, sin rostros, en perfecta formación, mientras
que las víctimas constituyen un agitado y desgarrador grupo, con rostros
dislocados, con ojos de espanto o cuerpos yertos en retorcido escorzo
sobre la arena encharcada de sangre. Un enorme farol ilumina
violentamente una figura blanca y amarilla, arrodillada y con los brazos
formando un amplio gesto de desafiante resignación: es la figura de un
hombre que está a punto de morir.
Los fusilamientos del 3 de mayo (detalle)
Durante
la llamada guerra de la Independencia, Goya irá reuniendo un conjunto
inigualado de estampas que reflejan en todo su absurdo horror la sañuda
criminalidad de la contienda. Son los llamados Desastres de la guerra,
cuyo valor no radica exclusivamente en ser reflejo de unos
acontecimientos atroces sino que alcanza un grado de universalidad
asombroso y trasciende lo anecdótico de una época para convertirse en
ejemplo y símbolo, en auténtico revulsivo, de la más cruel de las
prácticas humanas.
El pesimismo goyesco irá
acrecentándose a partir de entonces. En 1812, muere su esposa, Josefa
Bayeu; entre 1816 y 1818 publica sus famosas series de grabados, la Tauromaquia y los Disparates;
en 1819 decora con profusión de monstruos y sórdidas tintas una villa
que ha adquirido por 60.000 reales a orillas del Manzanares, conocida
después como la Quinta del Sordo: son las llamadas "pinturas negras",
plasmación de un infierno aterrante, visión de un mundo odioso y
enloquecido; en el invierno de 1819 cae gravemente enfermo pero es
salvado in extremis por su amigo el doctor Arrieta, a quien, en agradecimiento, regaló el cuadro titulado Goya y su médico Arrieta
(1820, Institute of Art, Minneápolis). En 1823, tras la invasión del
ejército francés los Cien Mil Hijos de San Luis, venido para derrocar el
gobierno liberal, se ve condenado a esconderse y al año siguiente
escapa a Burdeos, refugiándose en casa de su amigo Moratín.
Retrato de Goya de Vicente López
En
1826, Goya regresó a Madrid, donde permaneció dos meses, para marchar
de nuevo a Francia. Durante esta breve estancia el pintor Vicente López
Portaña (que se encontraba en su mejor momento de prestigio y técnica)
realizó un retrato de Goya, cuando éste contaba ya con ochenta años.
Enfrentado al viejo maestro, de rostro aún tenso y enérgico, López
Portaña llevó a cabo la obra más recia y valiosa de su extensísima
actividad de retratista, tantas veces derrochada en la minucia cansada
de traducir encajes, rasos o terciopelos con aburrida perfección. Este
lienzo, hoy en el Museo del Prado, es el retrato más conocido de Goya,
mucho más, incluso, que los también famosos autorretratos del pintor.
El
maestro murió en Burdeos, hacia las dos de la madrugada del 16 de abril
de 1828, tras haber cumplido ochenta y dos años, siendo enterrado en
Francia. En 1899 sus restos mortales fueron sepultados definitivamente
en la ermita de San Antonio de la Florida, en Madrid, cien años después
de que Goya pintara los frescos de dicha iglesia (1798).
Saturno devorando a un hijo (detalle)
En el Museo del Prado se conserva La joven de Burdeos o La lechera de Burdeos
(1825-1827), una de sus últimas obras. Pero acaso su auténtico
testamento había sido fijado ya sobre el yeso en su quinta de Madrid
algunos años antes: Saturno devorando a un hijo,
es sin duda, una de las pinturas más inquietantes de todos los tiempos,
síntesis inimitable de un estilo, que reúne extrañamente lo trágico y
lo grotesco, y espejo de un Goya, visionario, sutil, penetrante, lúcido y
descarnado.
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