jueves, 4 de octubre de 2012

Articulaciones históricas de la identidad nacional en República Dominicana



Articulaciones históricas de la identidad nacional en República Dominicana

Ponencia presentada en el IX Congreso Dominicano de Historia celebrado en el Museo Nacional de Historia y Geografía. Santo Domingo, República Dominicana, del 19 al 23 de octubre de 1999.

Raymundo Manuel González de Peña
Académico de Número y miembro de la Junta Directiva de la Academia Dominicana de la Historia.
FUENTE: Revista CLIO. Órgano de la Academia Dominicana de la Historia. Año 2010 No. 179-03. Pág.55-65

En la República Dominicana asistimos a un momento de revalorización de nuestras culturas en plural, de nuestra diversidad cultural, contrario a la visión mono cultural y la uniformidad tan del gusto de las clases dominantes y las dictaduras que por tanto tiempo fue hegemónico en el discurso intelectual. (Es importante anotar que esta revalorización se hace también recuperando y continuando una tradición de estudios de calidad en la Antropología Sociocultural). Roberto Cassá se ha referido a esta revalorización, a propósito del libro de Carlos Andújar, (Carlos Andújar Persinal. Identidad cultural y religiosidad popular. Santo Domingo, Editora Cole, 1999, en la que recoge varios trabajos de investigación en torno a culturas y discursos culturales producidos por las clases populares, marginales con respecto a las lecturas legitimadora de la identidad nacional dominicana.) Como una estrategia política que busca construir nuevas alianzas para articular proyectos hegemónicos desde la cultura en solidaridad con los sectores marginados.( Cfr. Roberto Cassá. “La política de la antropología dominicana”. Isla Abierta, No. 750. Santo Domingo, 16 de mayo de 1999, p. 21.)
Pero por ello mismo son proyectos limitados, incluso en sus posibilidades políticas de articulación.
Nos hemos acostumbrado, en los últimos años, a hablar en conferencias y seminarios de la identidad como algo dinámico, no estático, que en modo alguno se refiere a una esencia. Esto es un punto ganado al esencialismo de otros tiempos. Pero raras veces nuestro discurso da cuenta de esa dinamicidad, y vuelve punto menos que a caer en las A veces nos hacen falta marcos de referencia que permitan subvertir los horizontes de sentido desde los cuales se han configurado las identidades en nuestro país (y no sólo en el nuestro, dicho sea de paso). Propongo dos comentarios a este propósito:
En primer lugar, la metafísica de la noción de identidad en nuestro país no se halla en la Filosofía de forma genérica, sino que su fuente es propiamente la ideología del progreso .Esta ideología configuró los modos de pensamiento y de representación de las clases que asumieron el proyecto de nociones estrechas y estáticas que decimos criticar. Formación y consolidación del Estado-Nación desde el siglo XIX. Igualmente lo fue para el sistema-mundo capitalista que estrenó una faceta más sutil para reproducir su dominación  colonial sin colonias. Colonialidad, por tanto, que continúa vigente a través de la dominación social asimétrica de los capitales y las naciones más ricas del globo, sobre los pueblos y los territorios en general. Como refiere Edgardo Lander, “la colonialidad es constitutiva de la modernidad occidental (,“Modernidad, colonialidad y postmodernidad”, Estudios Latinoamericanos, No. 8, Nueva Época, año 4, julio-diciembre de 1997, pp. 31-46.) hoy, sin embargo, cuestionada en sus mitos fundamentales.
Nuestra noción de identidad tiene ahí un punto de partida, esto es, la necesidad de una crítica de la ideología del progreso. Tal ideología colonizó nuestra mirada, imponiéndonos una manera de pensar, especialmente a los que cumplieron y cumplen alguna función intelectual en la sociedad. Estableciendo así una jerarquía de valores que terminaba dializando el discurso en función de una escala superior/inferior: la contraposición civilización/barbarie, significaba (y lo sigue siendo en cierto sentido) un valor absoluto que llevaba al rechazo de todas las formas populares de pensamiento y convivencia; ellas eran exclusivamente representativas de atraso, de lo que debía ser dejado atrás y superado para siempre. Las formas arcaicas de vida social fueron estigmatizadas en el discurso civilizador, que más tarde se expresó de manera más sofisticada en la contraposición, ya envuelta en ropaje científico-social, como “verdad”, denominada tradicional/moderno, también de larga eficacia en el contexto de los Estados-Nación de la periferia capitalista.
En los años recientes en nuevo discurso, también ligado a la metafísica de esta ideología del progreso, y en particular a la modernidad tecnológica que se presenta como su resultado más obvio, parece desafiar los viejos discursos identarios.
Hoy el discurso hegemónico, el llamado “pensamiento único” de la globalización-neoliberal, que pretende re significar las relaciones sociales de dominación en el mundo a partir de un principio ideológico pretendidamente universal, no esconde el carácter social dual de su propuesta; “el mercado o la muerte” parece ser la consigna, que se resuelve en la contraposición globalizados/excluidos. La diferencia está en que este discurso no requiere de una legitimación como “verdad” de parte de la ciencia, puesto que ha “desarrollado la capacidad inercial de su auto-reproducción”.
En segundo lugar, la práctica de los Estados Nacionales de la periferia condujo a la formalización de identidades legitimadoras que partían de la interiorización del pueblo nación, congruente con el discurso de la ideología del progreso, y al mismo tiempo colocaban al Estado (y/o a las clases dominantes) haciendo el papel de héroe de la civilización, contra la barbarie. En nuestro país esa interiorización fue también presentada como debilidad del pueblo-nación, el cual aparecía en la historia abatido tras siglos de infortunios y ataques externos, y, en consecuencia, la necesidad de un hombre fuerte o una mano dura en la dirección del Estado.
El pueblo-nación en esta visión estaba necesitado de una mano patriarcal, un guía, que los condujera hacia los caminos del progreso, la civilización y el bienestar. Quizás el más acabado de estos proyectos-misión de identidades legitimadoras desde el Estado se encuentra en el fardo pesado de la herencia trujillista (sobre la que ha comenzado ya –a Dios gracias– una crítica ideológica todavía insuficientemente divulgada). (Recordemos aquí los trabajos de Andrés L. Mateo. Mito y cultura en la Era de Trujillo, Santo Domingo, 1993; Josefina Záiter. La identidad social y nacional en dominicana: un análisis psíco-social. Santo Domingo. Editora Taller, 1996; así como también los trabajos de Fennema y Loewenthal. La construcción de raza y nación en República Dominicana. Santo Domingo, 1987; Pedro San Miguel. La isla imaginada. Historia, identidad y utopía en La Española, Santo Domingo, 1997; entre otros). Tampoco el pueblo-nación es en este caso constituido como sociedad civil, puesto que tal conjunto no podía representar sujetos portadores del progreso. Ese papel sólo podían representarlo aquellos que habían asimilado la cultura occidental (la educación tenía un papel clave) y que por lo general eran hombres, tenían la tez blanca, pertenecían a las capas superiores de la sociedad, o al menos contaban con su reconocimiento. Los demás, que formaban la mayoría, quedaban como ciudadanos de segunda categoría. Los negros, los mulatos, los mestizos, vieron sistemáticamente suplantar el vínculo cívico por relaciones clientelistas, patriarcales y paternalistas, y el espacio público fue ocupado por una estrecha razón oligárquica que copó el Estado surgido tras la independencia.
El vínculo cívico establecido en las constituciones no pasó de ser una condición teórica negada en la realidad cotidiana, donde ciudadanos y ciudadanas se encontraban a merced de los que detentan el poder.( Este argumento lo hemos desarrollado en nuestro trabajo: “Construcción de identidades en América Latina en un mundo globalizado. Notas para un diálogo entre educadoras”. Hacia una América Latina diferente.)  Las clases populares, el pueblo-nación es entendido como desprovisto de toda iniciativa política válida. Esta imagen o representación de “carencia de iniciativa” popular es funcional a la dominación social, ya sea que se exprese de manera más o menos despótica.(  Hemos sido inducidos a pensar que el pueblo “todo lo espera del gobierno, pero también es cierto lo inverso: la gente popular hace el juego a ese discurso dominante, pero expresa sus iniciativas por vías menos visibles y por lo regular informales. Sólo en raras ocasiones se declara abiertamente, como en la expresión: “le cogemos la fundita y no somos reformistas. Para el estudio de estas iniciativas que “escamotean el discurso dominante, pueden ser útiles las reflexiones de Michel Certeau. La invención de lo cotidiano. Artes de hacer, Vol. I, México. Universidad Iberoamericana, 1996.  ) Es el reverso de la triple exclusión social y cultural en la que ha sido colocado y reducido el pueblo al consolidarse el Estado-Nación.
Esto ha sido funcional también en otro sentido. En la combinación de formas de identidad defensivas como forma de identidad legitimadora. La interiorización del pueblo, entendiendo por pueblo al conjunto de las clases populares de la nación, se constituye así en un mecanismo de legitimación en lecturas como la de Balaguer en La isla al revés, como certeramente lo ha estudiado Jesús Zaglul en un trabajo fundamental.( Jesús M. Zaglul. “Una identificación nacional ‘definitiva’: el antihaitianismo nacionalista de Joaquín Balaguer –una lectura de ‘La isla al revés’”, Estudios Sociales, Año XXV, No. 87, Santo Domingo, enero -marzo, 1992, pp. 29-66. ) La “diferenciación-indemnización” de lo haitiano en este discurso, responde así a la formación de identidad de resistencia –en el sentido que tiene en Castells– pero para ponerla al servicio de la legitimación del orden.

Esta combinación resulta posible gracias a la colocación del pueblo en una condición desabrigada, desprotegida frente a sus enemigos, que son vistos siempre como más fuertes y poderosos, aun sea de manera negativa (su “mayor número”, el “imperialismo haitiano”, la fuerza biológica que supone el carácter “prolífico” que le atribuye, etc., son algunas de las imágenes frecuentes atribuidas al pueblo haitiano en el libro de Balaguer).
El pueblo está siempre necesitado de un protector –lo que no es exclusivo de nuestro país, ni tampoco del ámbito político, porque él no forma parte de la sociedad civil (el campo de la construcción de hegemonía para Gramsci), sino que está al margen como espectador, fascinado de ver cómo “su héroe” lucha contra las “fuerzas negativas” que lo abaten y le impiden acceder a los beneficios del progreso.( Algunas reflexiones muy a propósito de estas imágenes se hallan, en Andrés L. Mateo. Al filo de la dominicanidad. Santo Domingo, LibreríaLa Trinitaria, 1997.  ) El pueblo solo, por sí mismo, no puede nada; es un tarado en cualquier sentido menos en uno: para seguir, apoyar, agradecer, pedir a su jefe, a su héroe, generalmente representado en la dirección del Estado.
En otro lugar hemos enunciado algunos de los problemas vinculados a la construcción de identidad y la ciudadanía que se desprenden de lo anterior. Entonces hablábamos de las dificultades u obstáculos que representaban ciertas formaciones culturales y prácticas institucionales que tienen como organizadoras de sentido una función de identidad.
La exclusión, en la triple dimensión que señalamos arriba, es la primera de todas. El autoritarismo, el mesianismo, la intolerancia y el clientelismo, el antihaitianismo como “identificación defensiva” son rasgos que marcan las prácticas políticas y que llevan un sello antidemocrático.( Marcos Villarán y Raymundo González. Educación, democracia, ciudadanización y construcción de identidades nacionales, Santo Domingo, FLACSO-PREAL-Plan Educativo, 1996. )
Quizás cumple en lo que sigue aproximarnos al valor de las identidades en la construcción social de alternativas en el mundo actual, si es que le cabe alguno.

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