“La cobardía de los pueblos engendra la tiranía del Poder”
13 de junio de 2016 - 7:00 am - Deja tus comentarios
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¡Qué intensa se hace la historia cuando niega todo, pero al mismo tiempo afirma todo, cuando se cree que la asaltan, y es ella que doblega al asaltante!
Foto: La Guardia en el muelle esperando al caudillo Gral. Horacio Vásquez. Blanco y Negro. Abril 13 de 1913. © Nirrio
“No solo la ignorancia de los hombres que se encuentran al frente del Poder, como lo asevera elocuentemente uno de los más ilustres colaboradores de La Alborada, engendran la tiranía. A esos dos elementos de opresión añádase un elemento temible, que quisiéramos arrancar del corazón de este pueblo, cuya gloriosa historia es un conjunto precioso de acciones abnegadas, intrépidas y heroicas; de este pueblo en que cada piedra, cada árbol, cada río, cada montaña, es testigo de hechos gigantes y grandiosos; de este pueblo en cuyos aires se agitan, como infundiendo en nuestro espíritu el sentimiento de la libertad, las benditas y veneradas sombras de mil héroes, que a costa de esfuerzos y virtudes que traen a la memoria a los antiguos griegos, han borrado con indómita energía, del polvo dominicano, las huellas del despotismo! Ese elemento es el hábito de temblar cobardemente ante los mandatos del Poder!”.
La Alborada, Periódico Independiente. Director, Eugenio Deschamps. Año I, Santiago de los Caballeros. Julio 31 de 1883, Número 10.
“Desde que el pueblo dominicano se erigió en Nación independiente no ha podido avanzar siquiera un paso en el progreso; este suelo que encierra tanta riqueza ha permanecido estéril y la generalidad de sus hijos yacen en la pobreza. La desgracia los siguió no bien sacudieron el yugo de los haitianos. Un ambicioso sin otra dote política que una sed desmedida de mando y habilidad para perpetuarse en él, se hizo dueño absoluto del país sin pensar jamás en hacer menos pesadas sus cadenas, mejorando de algún modo su vida material, ya que había matado la libertad; lejos de eso y refiriéndolo todo al propio interés, persiguió la honradez, levantó caldazos [sic], pervirtió las costumbres,organizó el espionaje que asalarió largamente, dilapidó los fondos públicos y se rodeó de satélites que le secundaron perfectamente, haciéndose ciegos instrumentos de su voluntad omnímoda y terrible.”
El Tiempo. Periódico Político, Literario, Económico y Mercantil. Año 1, Número 4. Santo Domingo, 28 de enero de 1866.
Luego de leer los artículos de opinión que traen en sus portadas estos periódicos del siglo XIX, seleccioné dos párrafos como epígrafes a mis posibles reflexiones, pero al hacerlo me asaltó de golpe la pregunta de conocer si existe una genealogía del mal, si la historiografía tradicional posterior a José Gabriel García, se ha ocupado de ese entramado: de conocer las identidades de quiénes se hacen sujetos -por sangre, afiliación, parentesco, ascendencia, descendencia o condición de discípulo o condiscípulo- de formar parte de ese árbol ni santo ni glorioso. No se conoce entre nosotros un libro sobre este tema, como menos aún se sabe si existe una genealogía de la perversidad intelectual.
Pero quizás, la única aproximación que se pueda tener a esta pregunta, y dar de respuesta es, que ambas genealogías, son genealogía de estiércol, el abismo donde la negación absoluta de todo hace que no sea posible las conversiones o reconversiones de los que adoptan las posturas de un mesianismo “indoblegable”, de carácter corrosivo; un mesianismo que fustiga todo: la fuerza creadora y la virtud, porque abate como un monstruo a los que quiere encontrar un camino y un claro en el bosque.
La política es la única de las “artes”, que no purifica a nadie; porque su “arte” es la de hacer tontos a los demás, acorralarlos para que se inhiban de pensar; separarlos de su voluntad, conducirlos a falsear todo, reducirlos sólo a la apariencia, a la medianía de la apariencia, y a hacerlos negadores de sus propios miedos. Es tan amargo escribir sobre ese vértice, sobre ese punto desorbitado, donde la genealogía del mal se convierte en una maquinaria sólida, donde la genealogía de la perversidad intelectual se sube a la maquinaria, sin importarle sacrificar compromiso o dignidad alguna.
Los intelectuales, a veces, son críticos quejumbrosos; pero en ocasiones se dejan salpicar por los lodos de las minas del oro, y se hacen mercancías, cuadrillas de obreros que son viajeros que van al ritmo de las idolatrías, porque se enajenan para hacerse prósperos individuos, estimulados por el efecto de su propio auto desprecio al servicio de la delirante genealogía del mal, aquella que se erige en autoridad, que acosa a la voluntad, que la hace suya, que la inflige, que no la estima pero quiere acceder a ella, que la hace abyecta, pero hipócritamente sofisticada. Y en ese “saco” están los trotamundos, los trotamundos perezosos que renuncian, por cansancio quizás, a una existencia reflexiva.
La genealogía del mal se resiste a que en las sociedades surjan quienes piensen, quienes provoquen a su alrededor una resistencia meditativa, una espiritualidad que traiga una catarsis ante las falsas ensoñaciones que traen los grilletes del dominio, cuando se hace necesario que se forme un pensamiento que aguijone a los siervos sumisos, a los que se constriñen de escindirse en los ideales, porque no asumen como posible que se pueda crear un contrapoder que expulse de la sociedad a las repugnantes “voluntades” que se niegan a sí mismas, y que pretenden inducir a los demás de manera rabiosa a la exaltación de la genealogía del mal.
Los pueblos pueden caer de rodillas ante ambas genealogías, y quedar en indefensión ante los vicios que trae el “arte” de la política, víctimas del mayor crimen de lesa humanidad que se pueda cometer: podrir sus fibras morales a través del ruin masoquismo del mesianismo político.
La voluntad se hace nada, escombros en la oscuridad, cuando se le obliga a no salvarse, cuando se le prohíbe ser una voluntad, cuando se le devora con las amenazas de posibles suplicios, cuando se le dice que es insegura, porque las fieras del circo saldrán a dominarla. Pero sucede que, a veces, los pueblos no tienen –aparentemente- quien defienda o proteja esavoluntad que se precipita a la caída por la fuerza, cuando la hacen deudora, cuando la reprimen, cuando la queman, cuando le condicionan su posible fecundidad para reaccionar, más aun cuando la entregan a la genealogía de la perversidad intelectual.
Dicen, que los grandes pueblos son los que han salido -interpretando analógicamente a José María Salaverría-, de la “fanfarronería, la sumisión, la servidumbre, la ignorancia, la petulancia, la crueldad, la doblez, la cobardía, la ruindad, el egoísmo, el atolondramiento”. [1]
Quizás, se pueda decir que los pueblos luchan contra quienes le hacen daño, y que la “fanfarronería, la sumisión, la servidumbre, la ignorancia, la petulancia, la crueldad, la doblez, la cobardía, la ruindad, el egoísmo, el atolondramiento” son deidades que trae el tirano, que se hace verdugo, que la memoria histórica no desplaza del tétrico recuerdo, porque la voluntad de los pueblos también se infecta cuando las complejas luchas del poder embargan la conciencia colectiva, y “arreglan” el pasado proscrito haciéndolo lícito, legítimo, equivalente a un sentimiento de bienestar. No obstante, pueblo y tirano olvidan que, no es cierto que el pasado se sepulta sólo, que aquel “derecho a la crueldad” de la genealogía del mal se pueda sellar con capas de metal de veinte pulgadas para que los brazos cansados de los verdugos no se alcen.
¿En qué fatalismo descansa que no haya una fuerza inerte en la naturaleza que cree otro vacío que no tenga el nombre del olvido? ¿Por qué el recuerdo de las maldades tiraniza, por qué se burla de las leyes del tiempo, y vuelve -no como un ciego-, a repetir que los ghettos de la genealogía del mal y de la perversidad intelectual se hagan castas capaces “de hacer el mal por el placer de hacerlo”?
Estas interrogantes han quedado ausentes en este pueblo durante siglos, porque hasta el aire se vicia, lo vician, se enrarece, se hace espeso, plomizo, gris, terriblemente insano, y circunstancialmente, un “escucha” que se hace viento, se hace finalmente tormenta.
Los tiranos no son más que criaturas impostoras que crecen en la naturaleza salvaje de los pueblos; criaturas que fingen lealtad a las leyes, que simulan reverenciar al ser humano como tal; nacen de las cenizas de otros tiranos que se creen sepultadas en el fondo de la tierra, y que el fuego, el calor de las grutas de la tierra contraproducentemente moldea dándole una edad para volver; existen desde los tiempos más remotos en que la humanidad quiso dejar de ser pagana para rendir culto a los dioses, entre ellos, al Dios que presagia que desde el barro se erige al hombre a imagen y semejanza de él.
Han pasado siglos, miles de siglos, en que millones de seres, de almas, han sido víctimas de esos animales primitivos, llamados tiranos, que se renuevan por cada siglo; esos mismos que se contradicen, que aun cuando se entierren en mausoleos se apropian del libro del tiempo, y asaltan a los símbolos de la naturaleza para ser idolatrados por las plumas de la genealogía de la perversidad intelectual, de esos, de cuyos corazones no brota sangre sino hiel porque no conocen la armonía sencilla que trae el bosque y lo silvestre.
La conciencia “impuesta” tiene que avergonzar, pero es “lícito” -para la genealogía de la perversidad intelectual- y así lo asume, conservarla. Los pueblos, a veces, quedan en el desamparo existencial, y creen que no hay hora alguna para de los sollozos y de la amargura, pasar a la luz. Los pueblos, a veces, atribuyen sus tribulaciones a decisiones erradas, y sienten que van empequeñeciendo en sus propósitos, y que la miseria espiritual se convierte en enfermedad colectiva. Los pueblos, a veces, sienten el peso de sus renuncias, se sienten cansados, impotentes y como indigentes, porque olvidan que siempre hay tiempo para reflorecer en ideales de manera desbordante. Los pueblos, a veces, padecen el desencanto, la inercia, el atropello, la incapacidad de resurgir de la indiferencia. Los pueblos tienen tiempos sombríos, tiempos donde se siente acorralados, tiempos donde piden indulgencias, tiempos donde no soportan más las arbitrariedades; a veces, olvidan que no hay quién haya podido contar todas las arenas ni hacer estériles a las noches y a los días, por eso aquella frase de que “cada día trae su afán propio”.
Las arenas ni los días ni las noches pueden controlarlas ningún ser humano, ni siquiera a través de una fuerza amenazadora de los que llegan, viven, y pretenden hacerse eternos. Las arenas se levantan con el viento. Ante estos enigmas del tiempo es que han vivido arriesgándose los pueblos, y asombrándose de la inmutable trascendencia.
Los tiranos siempre han pretendido “comprender” estos enigmas, por eso se asumen como profetas y mesías ante los pueblos, y hablan con imposturas diciendo que tienen una “misión especial”. Cada siglo trae un híbrido “conductor” que se viste de “bueno-útil”, que le hace frente a la condición humana, que no detiene sus extravíos, su desbordante parentesco con las curvas por las cuales como un mortal más desciende a la tumba; así de simple y de sencillo. No obstante, es un consuelo para los pueblos pensar que el tiempo lo liquida todo, y que el barro se cose con júbilo, pero cuando se agrieta trae el temor de malos presagios, porque tiene desventaja ante las piedras y los peñascos que no se hacen acreedores de las impaciencias de quienes quieren esculpir su paso sobre la tierra.
¡Qué intensa se hace la historia cuando niega todo, pero al mismo tiempo afirma todo, cuando se cree que la asaltan, y es ella que doblega al asaltante! No hay manera de abatir a la historia, ni de borrar sus evidencias, porque hay evidencias orgánicas e inorgánicas; unas que se pueden argüir y otras que se quedan sobre las espaldas de los pueblos, y estas son letales.
Cuando a la historia se le lanza una flecha se corre el riesgo -luego de lanzar la flecha- de ser un cobarde, porque no se había planeado bien si era para herir a los despreciadores de ella, para despreciar la suya, para honrarla, para perseguirla como un esbirro, para hacerla estéril, para que no sea testigo ni conciencia, para que deje de estar viva y no sea impaciente.
Si se tira una segunda flecha a la historia, es porque la primera fue inútil para los propósitos deseados; entonces el arquero se deja abrumar por un espantoso nihilismo, sabe que ha sido torpe, y se proyecta ya desnudo en sus sentimientos, porque la flecha se puede devolver a su trasero, encontrarse con sus miembros inferiores y lastimarle sus genitales. Si tira una tercera flecha es porque pretende vengarse de su resentimiento que acompaña de odio, de su pecado de creerse un “hombre” superior, y de la lástima que va sintiendo de sí mismo, aun cuando lo oculte ante los ojos de los demás. La tercera flecha tirada a ojo de vuelo de pájaro hacia lo alto, tendrá un viraje inusitado: es la que va a consumar su destino; caerá en picada, se le devolverá, le perseguirá con su punta de bronce ardiente, porque se habrá hecho una flecha ansiosa de cumplir la voluntad del pueblo, y será la flecha que aniquile la genealogía del mal y la genealogía de la perversidad intelectual.
NOTA
[1] José María Salaverría, La afirmación española. Estudios sobe el pesimismo español y los nuevos tiempos (Barcelona: Gustavo Gili, Editora, 1917): 96.
FOTOS
Desiderio Arias. La Cuna de América. (Tercera Época. Año IV, Núm. 3, 20 de diciembre de 1914), s/p.
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