A modo de mito fundacional, la tradición romana cuenta que Aníbal Barca, el genio de la guerra procedente de Cartago, se sintió intimidado frente a los muros de Roma y prefirió retirarse sin acabar con su presa. Nada más lejos de la realidad; si alguien tenía terror en ese momento eran los romanos, a los que solo les quedaba rezar por su suerte. ¿Por qué, entonces, el cartaginés no aprovechó para destruir Roma y evitar así que fuera su civilización la que años después fuera asolada?
Hijo del general Amílcar Barca y de su mujer ibérica, Aníbal se crió en el ambiente helenístico propio de Cartago, una vieja colonia fenicia que había evolucionado hasta convertirse en un potente imperio con presencia en la Península Ibérica. Se sabe que aprendió de un preceptor espartano, llamado Sosilos, las letras griegas, y que juró a los 11 años que nunca sería amigo de Roma y emplearía «el fuego y el hierro para romper el destino» de esta ciudad.
Siendo adulto, Aníbal Barca dirigió un ejército cartaginés contra la República de Roma tras cruzar los Alpes en noviembre del año 218 a.C. El general cartaginés partió con un ejército compuesto por 90.000 soldados de infantería, 12.000 jinetes y 37 elefantes, que fue incrementándose al principio del camino con tropas celtas y galas. No en vano, atravesar los Alpes en pleno invierno rebajó el ejército a solo 20.000 infantes, 6.000 jinetes y un elefante. Aníbal, además, perdió su ojo derecho a causa de una infección durante el dificultoso trayecto.
A pesar de sus pérdidas, el genio de Aníbal le sirvió para rehacerse y acumular varias victorias. Como señala Adrian Goldsworthy en su libro «Grandes generales del ejército romano» (Ariel), «era uno de los comandantes más capaces de la Antigüedad y comandaba un ejército superior en todos los aspectos a las inexpertas legiones romanas». Así emboscó a uno de los cónsules, Flaminio, que pereció junto a 15.000 hombres, y obligó a la República a recurrir a dos veteranos, Fabio Máximoy Marco Claudio Marcelo, que ni siquiera estaban en edad de disponer de mando directo sobre el terreno. Ninguno de los dos consiguió infligir una derrota decisiva a Aníbal pero al menos salvaron la ciudad cuando todo parecía perdido.
El desastre de Cannas deja Roma de rodillas
Fabio Máximo fue nombrado dictador con imperium supremo para hacerse cargo de la defensa de Roma, que se encontraba completamente a merced del avance cartaginés. Fabio Máximo evitó trabar combate con Aníbal, si bien consiguió debilitarle lentamente aprovechando la dificultad que tenía de recibir refuerzos y suministros. Cuando Fabio Máximo llevaba seis meses como dictador, renunció al cargo al considerar que había logrado su objetivo de alejar la amenaza sobre Roma. Al año siguiente, no en vano, Roma perdió cualquier ventaja adquirida y se situó exactamente al borde del precipicio tras el desastre de Cannas.
La más famosa de las batallas de la antigüedad tuvo lugar el 2 de agosto del 216 a.C. Aníbal venció a un ejército muy superior en número al suyo empleando una táctica envolvente y aprovechando las condiciones del terreno (estrecho y plano). Colocó en el centro a su infantería hispana y gala en un semicírculo convexo, poniendo en las alas a su infantería africana. El círculo de hombres se expandió, antes de cerrarse lentamente. Como resultado, las fuerzas de Aníbal causaron cerca de 50.000 muertos, entre los que figuraba el cónsul Lucio Emilio Paulo, dos ex-cónsules, dos cuestores, una treintena de tribunos militares y 80 senadores. No obstante, ese movimiento en tenaza ha sido un recurrente objeto de análisis de la Historia Militar, siendo aplicado por los alemanes tanto en la Primera Guerra Mundial como en la Segunda.
La derrota dejó vía libre para que Aníbal arrasara la ciudad, lo cual sorprendentemente no hizo. Ningún ejército romano se encontraba cerca de la ciudad y se sucedieron situaciones de pánico dentro de sus muros. Las mujeres escondieron a sus bebés, hasta el último de los hombres se armó y un único grito resonaba: «Hannibal ad portas» (Aníbal está a las puertas).
Según la versión novelada de Tito Livio, Mahárbal, fiel lugarteniente de Aníbal, recriminó a su comandante que decidiera dar descanso a sus hombres tras la victoria en Cannas, pues, en caso de marchar en ese momento al ataque, «dentro de cinco días celebrarás un banquete en el Capitolio. Sígueme, yo iré delante con la caballería para que antes se enteren de que vamos a llegar». Al saber que Aníbal no pensaba cambiar de opinión, Maharbal sentenció: «Los dioses no han concedido al mismo hombre todos sus dones; sabes vencer, Aníbal, pero no sabes aprovecharte de la victoria». Pura leyenda.
El verdadero objetivo: aislar Roma
Los romanos tampoco entendieron el motivo por el qué no intentó destruir la ciudad y perpetuaron la imagen de un Aníbal a las puertas de la ciudad acobardado por lo que se extendía ante sus ojos. Pero, ¿por qué Aníbal no atacó Roma? Existen varias teorías al respecto, aunque pocas tienen en cuenta que en una guerra hay muchas formas de cobrarse ventaja. El cartaginés se frenó de atacar Roma porque no contaba con el equipamiento ni los suministros necesarios para acometer una empresa así. Eso a pesar de que en la ciudad del Tíber únicamente permanecían milicias urbanas, constituidas básicamente por aquellos ciudadanos que aún no estaban capacitados para combatir.
Los hombres de Aníbal probablemente eran superiores en número y, por supuesto, en calidad, pero si el cartaginés hubiera insistido en atacar Romasin la equipación adecuada se habría dejado a cerca de la mitad del ejército en el intento. Un precio demasiado alto para alguien que no tenía posibilidad de recibir refuerzos y que no pensaba salir de la península itálica. Su situación en la Península itálica era precaria, siendo su principal objetivo derrotar a Roma aislándola diplomáticamente y debilitando su poder frente a sus aliados latinos.
Aníbal desplegó una intensa labor diplomática en el sur de Italia aprovechando el efecto de su victoria. Pactó con varias ciudades italianas y garantizó su autonomía con el fin de establecer un protectorado en el sur de Italia y Sicilia. El fin último era quitarles a los pueblos de Italia el temor hacia Roma y devolverles la independencia. Además, esos meses le sirvieron para sanar las heridas, puesto que muchos de sus hombres se encontraban afectados por el escorbuto y los caballos por la sarna.
Por otra parte, una corriente historiográfica, de un carácter más romántico, emplaza la decisión de Aníbal Barca a su intención de no reducir a las ruinas Roma simplemente porque él no era un destructor. Según estos autores, el cartaginés despreciaba el brutal imperialismo romano y por eso quería liberar a los pueblos itálicos de la opresión, pero no odiaba la cultura romana ni pretendía destruirla. Sicilia y Cerdeña debían ser devueltas a Cartago, así como Cartago debía triunfar, pero no a costa de destruir por destruir. Una visión exageradamente romántica que, de ser cierta, se revolvió contra el propio Aníbal. Al final sería Roma quien destruiría la capital de Cartago varias décadas después.
Un joven general que sobrevivió a Cannas,Escipión «El Africano», trasladó la guerra a Hispania y expulsó de allí a los cartagineses. Sus esfuerzos obligaron a Aníbal a regresar a África y a abandonar para siempre Italia. En África fue vencido en la batalla de Zama, en el 202 a.C. y Cartago se vio obligada a firmar una paz humillante, que puso fin al sueño cartaginés de crear un gran imperio en el Mediterráneo occidental.
Sin embargo, Roma rara vez soportaba una paz si no pasaba por la destrucción total del otro estado, paso previo para integrarlo a su territorio como provincia. Durante la Tercera Guerra Púnica (149 146 a. C.), los romanos llevaron a su máxima expresión la coletilla con la que el político Catón «El Viejo» solía terminar todos sus discursos: «Ceterum, ceseo Carthaginem esse dependam» (Por lo demás, pienso que Cartago debe ser destruida). Los romanos masacraron a la población, saquearon sus hogares, destruyeron sus edificios y templos, y sembraron de sal sus tierras para que nada volviera a crecer en Cartago.
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