Las convulsiones políticas de 1882 a 1899 (y 2)
Finalizado el gobierno del padre Meriño en 1882, se abrieron las puertas de la era sanguinaria y financieramente desastrosa de Ulises Heureaux, que resultó electo en 1882 hasta 1884 para instaurar la fábrica de presidentes azules, que bajo las ideas de Gregorio Luperón aposentado en Puerto Plata, daba la forma a los gobiernos de sus partidarios, ya instalados en Santo Domingo, después de dejar el reducto santiaguero de los gobiernos restauradores.
Ese primer período de Lilís fue muy aceptable en cuanto a su administración y no enseñó sus ambiciones para traspasar el mandato en 1884 a Francisco Gregorio Billini, quien se vio obligado a renunciar en 1886, para así abrirle las puertas a la era de Lilís hasta el 26 de julio de 1899, cuando fue ultimado por un grupo de jóvenes mocanos a las puertas de un comercio de aquella población.
Lilís instauró, desde enero de 1887, un régimen tiránico y vengativo, que aun cuando al principio lo anunció como de unidad nacional abriéndole las puertas a sus contrarios, a seguidores de Buenaventura Báez y algunos desafectos de su propia parcela azul, al poco tiempo procedía a encarcelarlos o fusilarlos, provocando la ruptura con su protector Gregorio Luperón que se marchó del país, y luego en 1897 Lilís fue a buscarlo, ya casi moribundo, a Saint Thomas, para traerlo a morir a Puerto Plata.
Esos años fueron prolíficos en la cultura, y con la presencia de Eugenio María de Hostos y con el padre Billini trabajando en la enseñanza y el brillo de Salomé Ureña, se creó un ambiente favorable a la instrucción pública que permitió al país sacudirse de esa ignorancia ancestral, que el mismo gobierno de Lilís ayudó a combatirla enviando a muchos jóvenes a prepararse en universidades europeas.
Las locuras financieras de Lilís dieron lugar a la concertación de funestos préstamos que amarraron al país por varias décadas, y dieron origen a la intervención americana de 1916. Algunos de esos financiamientos permitieron la construcción del ferrocarril desde Santiago a Puerto Plata y a Moca, así como de La Vega a Sánchez, y se construyó un puente de acero sobre el río Ozama. Así la agricultura con el café y el cacao y el comercio tuvieron un auge notable y el afianzamiento de la industria azucarera y otras como la del ron, que se consolidó en el gusto del pueblo para descartar poco a poco el producido artesanalmente en alambiques caseros. El país, pese a la tiranía, progresaba y en esa década de 1890 Santo Domingo celebraba el cuarto centenario del Descubrimiento de América, estrenaba el alumbrado eléctrico y las líneas telegráficas se extendían por el país. Hasta la llegada del ferrocarril del Cibao las comunicaciones entre las poblaciones era por la vía marítima, para las que quedaban en las costas, o tormentosos viajes en animales o carruajes por los caminos de herradura como los que existían desde Santo Domingo a Santiago a través de Guanuma, Monte Plata hasta llegar a Cevicos para cruzar el río Yuna cerca de Cotuí.
De las maniobras financieras de Lilís muchas se realizaron clandestinamente, como las de cobrar a Haití las compensaciones que ese país debía pagarle a los dominicanos por el apoderamiento de los 4 mil kilómetros cuadrados de terreno, que en el acuerdo de 1874 ya se le reconocían en base a una suma de dinero que le sirvió al dictador para sus actividades, manteniendo las cárceles llenas de opositores y haciendo funcionar el paredón de manera constante para sembrar el terror en la población, que así fue pacificada de sus acostumbradas asonadas políticas, que desde 1865 era la norma de vida en un país postrado en la pobreza y en la ignorancia.
Con la muerte de Lilís terminó una era mezclada con la paz de los cementerios y los esfuerzos serios de ilustres dominicanos, que le dieron nuevo valor a la ciudadanía contando en especial con la ayuda invaluable de Eugenio María de Hostos que pudo ejercer su magisterio por muchos años para llevar al país a los umbrales del siglo XX. El país estrenó su himno nacional en 1883 y luego, para la década del 90, se consolidó la trilogía de los Padres de la Patria con sus restos depositados en la catedral Menor Nuestra Señora de la Encarnación.
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