Mi Escolta. Última Guerra de Independencia" (Escrito en
campamentos en los días finales de la Guerra de Independencia, al concluir el
1898. Fue publicado por primera vez en la citada obra de Bernardo Gómez Toro,
General Máximo GÓflJei; Revoluciones... Cubay hogar. 1927. pp 109-119.
Máximo Gómez
Fuente: MÁXIMO GOMEZ, CIEN A;OS DE SU FALLECIMIENTO, Emilio Cordero
Michel, compilador, Archivo General de La Nacion, Vol. XIX. Págs. 89 al 97.
Última Guerra de Independencia" Máximo
Gómez La Historia de la Guerra de Independencia de Cuba, o la Historia militar
de los cubanos, o bien la lucha cruenta por la emancipación de un pueblo
esclavo -que todo viene a decir la misma cosa- es sin duda una de las más
bellas leyendas que se pueden legar a nuestros hijos y a los hijos en los que
vengan después. Y debe ser así por lo fecunda en hechos históricos, en
grandezas que dignifican y elevan el espíritu de la familia americana, por el
respeto y simpatía que justamente ha de inspirar a las generaciones que se
sucedan, la gran obra emprendida por la generación presente, y por el
sentimiento más noble que puede abrigar el corazón humano: la gratitud
nacional.
Puede abrigar el corazón humano: la
gratitud nacional. Los episodios interesantísimos e históricos que pudiéramos
escribir de esta lucha grandiosa, serían en verdad suficientes para formar
muchos y gruesos volúmenes. Aquí cada hombre tiene su historia escrita con
sangre: éste, un brazo roto cuyos restos han volado en astillas; el otro, los
huesos de las piernas molidos y las carnes deshechas; muchos, las mandíbulas
perforadas a balazos; otros tantos, atravesados los pulmones, con terribles
hemorragias y dejados al acaso, casi abandonados y de nuevo a caballo, en el
campo de batalla, más resueltos y más valerosos. Todos, en fin, unos más y
otros menos llevan en el cuerpo la mano indeleble del plomo enemigo y ya
perdida la cuenta de los caballos que les quedaron sin vida en la ruda y diaria
pelea. y aliado de ese destrozo de huesos y de carne que sangra y duele, el
dolor mucho más hondo que se sufre al depositar en el fondo de la fosa cavada
en la sabana o en el monte, al amado compañero muerto en el combate. Como diría
el poeta: "¡Cuántos Césares ocultos descansan en dulce sueños!" y al
lado de todo eso -repito- y como si el destino no estuviese satisfecho de poner
a prueba la fortaleza de estos hombres, les llega entonces la abrumadora
noticia de la muerte de la madre, el hijo o la esposa, ocurrida cuando menos en
lejana tierra, o en ésta, por la mano del tirano siempre. ¡Ah! yo que he
mandado este ejército de valientes, bien quisiera dejar escrita la historia de
cada uno de sus soldados; mas como esto no es tan fácil para mí, me limitaré
simplemente, por deber y por gratitud, a consignar a grandes rasgos y en
conjunto, la historia de mi Escolta, con el propósito de hacer valer la honra
militar que cabe de esos hombres, así como también a la comarca a que
pertenecen. Acostumbramos en esta guerra -y entra en nuestra organización-tomar
para sí los generales una escolta, que como es natural, para formarla se ha de
escoger siempre entre los hombres de las mejores condiciones. Eso hice yo
cuando, después de algunos días de peregrinación con mis cinco compañeros
expedicionarios, nos avistamos con el General Antonio Maceo en la jurisdicción
de Santiago de Cuba. Empero no podría en aquella hora, dada la precipitación
con que debía marchar y en medio de aquel dédalo de pronunciamientos,
entretenerme en la es cogitación de los hombres y hube de tomar a la casualidad,
pero montados, los primeros veinticinco de queseas, como por obra de milagro,
apareciendo. Pude disponer. Con ellos emprendí marcha al Camagüey de cuya
comarca no teníamos noticias favorables, pues más bien ocurría a algunos la
idea de que nuestro movimiento no fuese secundado. Como es natural, esta
incertidumbre y las especies que de ella se derivan, no hacía muy buen efecto
en el ánimo de los que me acompañaban y traducían su disgusto, de un modo harto
significativo, en quejas que, aunque no justificadas, yo me veía en la
precisión de atender con prudencia y cariño. Mi marcha por las riberas del
Cauto, perseguido por un enemigo tenaz, sin medios de reponer caballos, bajo
una primavera copiosa en lluvias y vadeando ríos y arroyos desbordados, fue una
marcha a más de penosa, comprometida. Así continuamos hasta el encuentro de
"Boca de Ríos", donde en combate librado en unión del general
Bartolomé Masó, perdimos al nunca bien sentido José Martí. Desde aquel instante
mi situación se agravó considerablemente. Quedé sin salud, sin tropas y sin
pertrechos. No era dable que me acompañase mucha gente, por otro lado, falto de
municiones, preferí caminar solamente con mi Escolta que estaba un poco mejor
pertrechada. Ordené entonces al general Masó que operase sobre Bayamo y de
nuevo emprendí la jornada, enfermo no ya del cuerpo, sino también del alma. A
medida que las lluvias primaverales arreciaban, los españoles se empeñaban en
hacerme infranqueable el paso. El general Martínez Campos, según confidencias,
hacía mover tropas con ese fm de Holguín y Las Tunas. No parecía posible que yo
encontrase camino o serventía que no hubiera sido ocupada por los españoles. La
antigua trocha (ya Camagüey) de San Miguel la guarnecían, de Norte a Sur,
destacamentos y columnas volantes. En Guáimaro había apostados 2,000 jinetes.
Además el Camagüey no quería la guerra. A ese respecto se había formado una
Junta, cuyos fines eran salir a mi encuentro para manifestarme la decisión de
la comarca, obligarme a reembarcar y hasta proporcionarme los medios para
hacerlo.
Tal era mi situación y tal el género de
confidencias que recibía de continuo en aquellos días pavorosos. Uno de éstos,
al amanecer y ordenar la marcha, la Escolta se resiste "Ellos eran de
Oriente y no debían continuar adelante" -protestaban-, y trabajo me costó
reducirlos a la obediencia. Trece días después, ya en límites de Holguín y
Tunas, un traidor e presentó al enemigo y le informó de mi situación: La
Escolta toma a insistir en su propósito de no seguirme. En vano el oficial que
la comandaba interpone su autoridad; los soldados se niegan a obedecer;
indignado entonces les increpé duramente, llamándoles "desleales y malos
compañeros". Volved a Oriente -les dije- que yo iré solo a Camagüey".
Aún más indignado que yo el General Borrero se les encara enérgico, cual nunca
lo había visto, pues era de un temperamento inalterable, y entre otras cosas
recuerdo haberle oído estas palabras: "Sois unos malos cubanos y peores
soldados. ¡Nos estáis desacreditando! El Gene/id Gómez es un extranjero que
viene a ayudarnos en esta guerra santa y queréis abandonarlo enfermo y
perseguido por el enemigo. ¡Oh! si así lo hiciereis, todo el mundo podrá
deciros con razón que sois unos cobardes”. Los apóstrofes de Borrero hicieron
impresión en el ánimo de aquellos hombres, y se dispusieron a continuar no sin
haber desertado dos o tres de ellos en la noche de ese mismo día. Por más
confianza que tuviese en los hombres de Camagüey, había momentos en que no
podría menos de sentirme molesto por las dudas más terribles. Pero éstas
vinieron a desvanecerse por completo cuando, al alcanzarme en Río Abajo, casi
en Las Tunas, un individuo con una carta de un confidente se me daba cuenta de
un movimiento de tropas, indicándome al mismo tiempo que el General Campos
"recomendaba muy mucho que se impidiese, a todo trance, mi acceso al
Camagüey, basándose en que, si eso llegaba a suceder, España se consideraría perdida”
Desde luego -dije al General Borrero leyéndole la carta-, estamos salvados. El
hecho de encarecer tanto el General Campos que se me impida mi paso, junto con
la orden expresa y terminante de que se me ataje, quiere decir que él ha
sentido palpitar mucho de Revolución en el Camagüey, "¡Adelante, pues, que
nuestros compañeros nos aguardan!" El día 5 de junio pasé a nado el Jobabo,
entré en la comarca camagüeyana extenuado y todavía enfermo, con una pierna
deshecha y unos cuantos hombres arrastrados o, mejor dicho, empujados hacia mí
por el enemigo, pues traíamos detrás 3,000 hombres que no se atrevieron a
vadear aquel río, retrocediendo una parte de ellos, mientras que la otra me
seguía hasta el Camagüey, pero tomando distintos rumbos. Pocos días después se
me reunían los ciudadanos Salvador Cisneros, Lope Recio, Dr. E. S. Agramonte y
otros más que fueron los primeros en llegar al campo. Desde aquel instante
comenzó la serie de triunfos obtenidos en el Camagüey por las armas cubanas, y
la Revolución cobró consistencia y bríos. Después de la toma de
"Altagracia", combate de "La Ceja", destrucción de una
guerrilla y toma de "El Mulato" y "San Jerónimo", despaché
para Oriente, bien provistos de todo, a aquellos hombres que, a duras penas,
habían podido conseguir que constituyesen mi Escolta hasta ese instante. ***
Surgieron entonces a mi lado los patriotas valerosos y leales que estaban destinados
a seguirme a todas partes sin reparos y sin miedos. El cubano, en general, está
dotado de espíritu de regionalismo; pero es opinión comúnmente aceptada de que
en el hijo del Camagüey, es donde más se acentúa o se demuestra lo arraigando
de aquel sentimiento. Y esto en honor a la verdad, no es así, porque por
experiencia dilatada sé que en tal sentido, la idiosincrasia de los cubanos,
sin exceptuar provincia alguna, no varía ni se diferencia en lo más mínimo. Esa
cualidad de índole local que los caracteriza a todos, tiene su origen en la
misma, sencillez de las costumbres del país. El hijo de la ~ll:Js hombre de
condición esencialmente doméstica; mejor dicho, es hombre de casa. Ni siquiera
es dado a las aventuras callejeras. Joven contrae matrimonio, crea una familia,
la educa en el molde de sus hábitos y llega a la vejez sin que la modesta
historia de su vida haya traspasado los límites estrechos del batey de su
hogar. De aquí la causa principal de que en esta guerra nos haya sido difícil
formar contingentes de individuos de una comarca para invadir otra. Y de aquí
también los méritos excepcionales de los hombres que forman mi Escolta,
combatientes en todas partes y en todas partes vencedores, pues cuando no han
podido recoger los laureles de la victoria, jamás tuvieron que sufrir la vergüenza
de la derrota. Situado mi Cuartel General en el Centro, principié desde ese
punto a organizar el Ejército, cuyo mando se me había confiado, y a preparar el
plan de campaña que necesariamente había de desarrollar en toda la Isla, con
los elementos de que puede disponer que, por cierto, eran bien pocos o
ningunos. El interés capital de la campaña consistía en la invasión formal de
las comarcas occidentales; pero para su ejecución apenas contábamos con algunos
cientos de armas y muy escasas municiones en las canahas. Por más que
procuraban activar las operaciones, no pude conseguir que se moviese el
Ejército de Oriente antes de la acción de "Peralejo", librada por el
General Antonio Maceo contra el General Martínez Campos. Hubo necesidad de un
intervalo de espera para reponer bajas y reorganizar aquella tropa bisoña y mal
armada. Como los contratiempos por lo general se encadenan, el estado de salud
del general Maceo, que no era muy bueno, se empeoró, y en vista de que aquella
situación se prolongaba indefinidamente., me adelanté a Las Villas, ya
desesperado, en los últimos días de octubre de 1895. En esta época, los
generales Carlos Roloff y Serafín Sánchez habían logrado entrar su expedición
por las Tunas de Sancti-Spíritus. Al arrancar definitivamente para Las Villas,
la única fu iliG N que debía acompañarme, pues no quería debilitar el Camagüey,
era mi Escolta de 100 hombres. Tuve el buen cuidado de recomendar al jefe de
ella que explorase la voluntad de todos, pues habiendo empeñado, conmigo mismo,
mi palabra de no volver grupas sino después de haberme franqueado el camino
hasta las provincias más occidentales, no quería ser acompañado sino por
hombres resueltos y decididos. "General" -me contestó con arrogancia
y orgullo el jefe camagüeyano- "estos hombres nos han de seguir a todas
partes. Yo había previsto el caso y tengo mi gente preparada para la hora que
decida usted marchar". El día último de Octubre traspuse, sin novedad, la
Trocha de Júcaro a Morón, tan guarnecida por los españoles, y entré en la jurisdicción
de Sancti-Spíritus. En espera del General Maceo, hice allí una campaña de
movimientos continuos, con objeto de cansar al enemigo sin consumir nuestras
municiones, campaña que coronó el éxito, pues nos apoderamos de 25,000 tiros y
50 armamentos en el asalto al fuerte "Pelayo". Después amagué a la
ciudad de Sancti-Spíritus y, por último, puse sitio y ataqué al "Fuerte
Río Grande. Me proponía con todo esto que los españoles dejasen libre el paso
de la Trocha al General Maceo, de quien tenía avisos que venía aproximándose a
la cabeza del Cuerpo del Ejército invasor, y secundaba, por otro lado, nuestro
plan de penetrar enteros en el territorio de Las Villas. La actividad y pericia
del General Maceo hicieron lo demás. El Cuerpo del Ejército invasor, sin
consumir un cartucho, traspuso la decantada Trocha y el día 29 de noviembre yo
y mi Lugarteniente nos dábamos la mano en San Juan. Al otro día acampábamos en
el extenso potrero La Reforma,l en donde maduramos, retocándolo, nuestro plan
de invasión. 1. Cuna de mi hijo Francisco. El primer paso estaba dado. Se había
puesto en ejec"m;rÓ'ü"1a parte más difícil y escabrosa de toda
empresa humana; el principio. A partir de aquel momento, a mi juicio, comenzaba
la era en que se iba a jugar la suerte de la Revolución. Era preciso proceder
con tino y acierto no confiándolo todo a la Fortuna, y a ese [m, con el mapa a
la vista siempre, nos concretarnos a ejecutar estos propósitos de capitalísima
importancia. "Marcha viva ganando terreno, no importa retaguardia oflanco
sucio del enemigo, buscando siempre frente limpio". Siguiendo siempre este
orden de cosas esperamos el ataque del enemigo en "La Reforma";
arrancamos de allí el 2 de diciembre y el 3 triunfábamos en "Iguará",
el 9 en "Casa de Tejas" y los días 11 y 12 en "Boca del
Toro". Después en "Mal Tiempo", y "Calimete" y
"Coliseo", y "Güira de Melena" -y la Revolución en fin, fue
a plantar su lábaro de rendición a los confines de la tierra esclavizada.
España entonces sintió la violenta sacudida de nuestro brazo; los políticos
miopes de allende y aquende, se convencieron de que la Revolución era una
realidad, y desde ese instante, a mi entender, quedó asegurada la independencia
de Cuba, porque no cabe en el humano esfuerzo que España pueda, atendidos sus
pobres tecursos, apagar la llama de este formidable incendio. La lucha ha
continuado, sin embargo, porque así tenía que suceder, pero eso no ha sido más
que la fórmula, fatalmente necesaria, para llegar a la paz decorosa y digna que
debe existir entre Cuba y España. No me propongo ahora relatar la serie de
rudos combates que señalan aquella campaña memorable, en los que tomaron parte
-siempre en primera línea- mis ayudantes de campo y los hombres de la Escolta.
Sin precisar fechas, lugares y demás detalles importantes, y -si se me permite
decir- preciosos para la hoja de servicios de tanto guerrero intrépido y
valiente, supliré esa falta con la nota circunstanciada de ellos y cerraré con
eso su historia militar. En ella, como se verá, están consignados el nombre y
procedencia de cada cual. No distinguiré a ninguno, sí aseguro que todos ellos
son de un valor a todo. prueba, disciplinados y asaz inteligentes en el arte
especiarlii¿f~·"' esta guerra que se hace en Cuba. Muchos no ingresaron
desde el primer instante; pero jay! han sido dignos reemplazos de los que han
muelio; otros se han puesto a mi lado por su voluntad propia, muy pocos por
elección mía. De este modo, se han podido mantener nutridas las filas, a cada
instante clareadas, de esta brillante pléyade de jóvenes patriotas, que
estuvieron a mi lado en todas las horas de peligro en que me he encontrado
durante esta lucha continua, sin que se sepa todavía cuántos faltamos por caer
y cuántos seremos los supervivientes gloriosos de esta contienda, en que, para
triunfar, se hace necesario que diariamente abonemos con nuestra sangre el
suelo que nos hemos propuesto libertar. Para darse una idea de lo que esos
hombres han hecho, basta conocer la nota de sus heridos, casi todos graves, y
lista de sus muertos. De su arrojo proverbial son testigos el "Fuerte
Pelayo" en cuyo asalto, machete en mano, se precipitaron sobre el enemigo,
y sin hacer caso de sus fuegos, fueron a caer de las mismas trincheras
contrarias; "Mal Tiempo" en que los primeros soldados españoles
heridos de arma blanca, lo fueron por los bravos de mi Escolta;
"Calimete", "Iguará", "Casa de Tejas", "Boca
de Toro", "Saratoga", "El Desmayo", "La
Purísima" y cien y cien combates más en que pueden suponerse como
verdadera obra de milagro haya quedado alguno de esos hombres con vida.
Permítase ahora delinear, a la ligera, algunos de los caracteres más salientes.
Miguel Varona (Miguelito) el ordenanza, es un niño de catorce años que no se ha
separado un instante de nosotros. Tiene carácter de hombre y salud
inquebrantable. No hay forma que quiera retirarse del campo de batalla cuando
algunas veces se le ha ordenado. Bemabé Boza, jefe de la Escolta, ascendido a
Teniente Coronel por escalafón desde Teniente, y por mérito de guerra. Puede
llamársele el Cambronne camagüeyano; enérgico, sin dejar de ser amable y
querido de sus soldados; y fonnas robustas. Granjinete, de muñeca ruda para las
nendas y el machete. Tirador seguro. Hombre para el campo así como para la
ciudad. Ha viajado y me sirve mucha veces como intérprete de inglés. La guerra
del 68 deslumbró su mente de niño y desde entonces, palpitó en su corazón el
sentimiento de honor y de la Patria. Cediendo a estos generosos impul os, dejó
el tibio calor de la casa paterna, se lanzó al campo sirviendo a las órdenes de
generales como Benítez, Reeve y Marejón, y logró salir de aquella campaña con
una bella hoja de servicios. Cuando se habla de los españoles se le enciende el
rostro y le brillan con extraño fulgor los ojos. Y es que Boza tiene escrita en
el alma con caracteres imborrables, la historia del fin trágico y cruento de su
padre. Tampoco podrá olvidar jamás las congojas de su madre, de aquella alma
pura obligada en lo más acerbo de su tribulación, a presenciar el frío ase innato
de sus dos hermanos políticos. ¡Oh!, dolorosa es esa historia, pero como ésa
puede decirse que casi todos los cubanos tienen la suya. Muy poca mujer habrá
en Cuba a quien España no haya hecho derramar lágrimas. ¡Pocas, muy pocas las
que no hayan llorado alguna esperanza muerta en el hijo, en el esposo, en el
amante! En todos los corazones dejó ella el rasgo de sus agravios, porque
España todo lo ha ultrajado en esta tierra que nunca amó y a la que sólo ha
querido poseer de la manera que el Sultán a la bella y espiritual esclava para
saciar en ella sus brutales deseos. En ese numerario honroso de mi Escolta,
siguen después los Vega, Espinosa, Feria, Salas, Rosario y todos los demás
héroes y militares distinguidos que han inscrito sus nombres con sangre vertida
al calor de la refriega y envueltos sus rostros en la densa humareda de los
combates. Tal es la historia comprendida de ese puñado de valientes, que viven
conmigo en la intimidad estrecha y penamente, junto a mi vieja tienda de
campaña, humedecida por el rocío de la noche y secada después por ese sol
testigo todos los días de la estatura mediana.
Bravura heroica de un pueblo que, en
desigual contienda, lucha por la Libertad. Esa es la historia de tantos hombres
dignos; unos muertos, vivos aún otros -ejemplos de valor y disciplina- cuyos
nombres, en estos instantes de reposo que me dejan las múltiples obligaciones
de mi destino, quiero dejar estampado para que se graben en el libro de
Inmortales de la Patria Libre. No sabemos, no se puede saber si estamos a la
mitad o al [m de la jornada; lo que haya de ser, será; pero no es dudoso que a
ellos corresponda el triste deber de levantar un día, polvoriento y ensangrentado,
el cadáver de su viejo y leal compañero de armas, para depositarlo en fosa
abierta a la sombra del bosque, mudo espectador de nuestros dolores y teatro de
nuestra abnegación y patriotismo. Entonces, cuando eso suceda, el cuadro que se
ofrezca a la vista será bien sencillo: un hombre más caído por la libertad y un
grupo de guerreros que, después de dar su adiós al camarada muerto, volverán la
espalda y seguirán de nuevo al campo de la lucha a continuar una obra que el
Orbe entero espera con ansiedad ver gloriosamente terminada; esto es, la
conquista de la libertad cubana con la cual el Nuevo Mundo completará y
justificará su título de América Libre. Como he dicho ya algunas veces -como lo
han dicho otros también-, en Cuba y en esta guerra terrible, cruenta y
prolongada, no puede haber nada pequeño. ¡La Independencia será un suceso
magno! No, no es la apertura del canal interoceánico que sirve a la
civilización, al tráfico del comercio y hasta a la satisfacción de los
estómagos; no es el hallazgo de un invento portentoso que da renombre y dinero
al inventor: la Independencia de Cuba será un suceso de trascendencia tanta
para el mundo, que no habrá una sola porción de Europa y América que pueda
sustraerse a su influencia bienhechora. España misma, que en los primeros
momentos creerá haberlo perdido todo, podrá contener de ese modo el insaciable
antojo de sus elementos burocráticos que hoy la desangran, tendrá tiempo de
pensar en la unidad de sus pueblos, amenazados por un espíritu latente de
cantonalismo, que en vano trata de disimular y revalidará ante el mundo su
título de nación civilizada, borrando de la carta geográfica el estigma de una
colonia explotada y de la frente de un millón y medio de almas, la mancha
afrentosa de su esclavitud. Por eso, el último, -si es que pueden haber
primeros y últimos- de los obreros en esta labor sangrienta, aparecerá mañana
pobre, mutilado, desdeñado quizás por aquellos que a la hora del sacrificio, no
supieron estar en sus puestos -o muerto tal vez- pero nunca para la historia en
cuyo altar sacrosanto los que se sacrificaron por la patria han de aparecer
cada día más grandes y más dignos de la apoteosis humana. ¡Es, pues,
compañeros: O juntos con Ricaurte, o aliado de Bolívar y San Martín!:
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