miércoles, 24 de septiembre de 2014

EL HERMANO DEL DICTADOR ERA EL PERSONAJE DE LA ERA QUE NADIE MIRÓ NI DE REOJO

Lo más negro de Negro Trujillo
EL HERMANO DEL DICTADOR ERA EL PERSONAJE DE LA ERA QUE NADIE MIRÓ NI DE REOJO



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José Miguel Soto Jiménez
http://listindiario.com/ventana/2008/10/17/77764/Lo-mas-negro-de-Negro-Trujillo
SANTO DOMINGO.- Él era el nombre que faltaba en la lista. Él era el otro sospechoso natural. Aquel que nadie se atrevió a mencionar de ningún modo. La inconcebible circunstancia, la coincidencia, la casualidad. La persona a quien nadie miró ni de reojo. La negación del, “por si acaso”. El que nadie quiso  sacarle en cara nada. El escrúpulo de la casualidad. La paradoja. El implicado necesario en la trama necesaria. La ironía. La sospecha insospechada.
El involucrado sin querer en la cuestión que se tramaba. El que estaba envuelto en el asunto por trasmano. El que tenía pocos amigos de verdad.  El que era un tanto antisocial. Un tanto introvertido. Alguien tímido, mohíno, melancólico y algo encogido.
 Él era el que nadie nombró jamás. El innombrable. El vinculado inocente de la trama. El cómplice inconsciente. La mano amiga poderosa que sin querer facilitó la componenda. La bestia ciega del hado. El instrumento de la casualidad. La herramienta de la chepa. La cobertura. El camuflaje. El escudo. El juguete del destino. El que debió aparecer en la foto aquella de “los que mataron al Jefe”. El que saldría a relucir de refilón en los interrogatorios. La ficha esa sin la que no se puede cerrar el expediente.
Quien en realidad no estuvo, porque no podía ni debía estar. Porque no se podía uno imaginar que estuviera o que hubiese servido al asunto ese de detener la sangre con la sangre. Interrumpir el flujo del uso y abuso del poder. Quebrar la autoridad, vencer el miedo.
Interponerse entre el rumbo pesaroso de la historia y la posteridad, atravesarse, partear la democracia que nunca tuvimos y comenzar entonces a recontar el cuento a partir de ese recurso inveterado.
Él, era el otro conspirador insospechado. El conjurado inconsulto. El complicado involuntario. El confabulado sin saber. El inocente de vital importancia. El invisible de la culpa.
El fue a quien no se consultó nunca y estaba. El que se comprometió sin estar comprometido. El de naturaleza antisocial, al único Trujillo, según los acusados,  que no se fusilaría y que se mandaría al exilio con sus cuartos.  Al que no le pasaría nada. El que debía preservarse después de todo, por amistad y afecto.
“Son tan poderosos la sangre y el trato”, lo dado, lo recibido y por recibir, que saberlo o no saberlo, no era la cuestión, y eso quizás lo salvó de la vinculación mortal, del heroísmo, de la denuncia. Al que no invitaron pero estaba ahí. Él era el  que estaba metido también en el asunto, de no ser porque conscientemente, no lo estaba.
La debilidad, la confianza, el hermano que más quería el dictador, el más dócil y aquiescente. El menos abusador, el más familiar, el más militar. El más leal. El menos problemático. El que se ocupaba de “Mama Julia”, de las hermanas, de los hermanos y de los sobrinos. El que intercedía por toda la familia.
El que por deducción, no podía faltar en esa vaina memorable del destino. El, que tenía que aparecer por lógica en las primeras suposiciones, porque casi todos sus amigos estaban comprometidos.
El que estaba dolido porque lo habían hecho renunciar de Presidente. El que “no olía ni jedía”. El que hizo que nombraran a Pupo, casado con su sobrina. El que le tumbó el pulso a Ranfis que quería que le pusieran a Tunti. El que intercedió ante su hermano el “Jefe”, para mantener a Román en la Secretaria y a Virgilito en la Aviación Militar Dominicana.
El más inofensivo. Al que solo le gustaban los pesos nuevos, las mujeres ajenas y las conversaciones telefónicas. El que solo se juntaba con el clan más cercano. Al que se le denunció el asunto el día de su cumpleaños y no le dio importancia. El que pensaba que eso iba a pasar tarde o temprano.
El que debió estar en las primeras redadas, por el simple delito de conocerlos, haberlos tratado, o de haber sido  amigo, acólito y compadre.
Si fuera por los indicios, los asomos, las presunciones, las señas y las conjeturas, él por lo menos en otras circunstancias  y en otro país, debió ser interrogado, cuestionado, interpelado.
Pistas
Muchas pistas llegaban hasta él y alguien familiar, con tres dedos de frente, debió vencer el miedo y echárselo en cara. Darle el beneficio de la duda razonable al revés, para cualquier cosa abominable.
A él también, en una madrugada, debieron montarlo a empujones en el carrito cepillo. Llevarlo al nueve, a la cuarenta, aplicarle la “picana”, darle una pela con una “verga de toro”, sacarle las uñas, “chubarle” los perros amaestrados, echarle las hormigas, sentarlo en la silla eléctrica desnudo. Golpearlo, abofetearlo y torturarlo, mientras se le echaba en cara la supuesta traición, su ingratitud, su inconsecuencia, su tristeza ritual, su torpeza, su cara de yo no fui, su tacañería, su bemba proverbial y su ignorancia.
El debió estar encabezando la lista de los presuntos culpables. El debió figurar cuando la ubicación de uno trajo al otro por familiaridad, cercanía o asociación.
El debió caer en la red implacable desde que mencionaron los primeros nombres, cuando el mismo se sintió culpable sin decirlo. Cuando detrás de sus lentes negros lloraba con rabia el haber caído de “pendejo”.
El,  con estupor y anonadado, se sintió omitido en la lista tenebrosa cuando Johnny Abbes, Candito Torres o Figueroa, le dijeron quienes estuvieron en la cosa, y él, en silencio, se supo compadre de los compadres, amigo de los amigos, pariente de los parientes, compañero y compueblano de alguno  de ellos.
Solo él, por ser quien era, se atrevió a pensar lo que debió ser demasiado obvio para el mismo y para todos los que manoseaban la incertidumbre de aquella madrugada interminable, pero que no se atrevieron ni siquiera a insinuarlo, como si se dispusieran a que no le pasara nunca por la mente.
-Coño, carajo, tamaña vaina, esta gente son todas mis amigos, se dijo para sí como si se acusara, pero se disculpó también, pensando que alguna vez casi todos fueron amigos de su hermano el muerto.
Es seguro que a algunos de los sabuesos, en el momento de los sudores fríos de las pesquisas, le diera también el vaho de la implicación inconfesable, en esos “momentos oscuros del alma”, cuando la duda arma con manos tenebrosas las más descabelladas trampas de la razón.
Pero pensar en una vaina así, aun para mentes endiabladas, era una aberración imperdonable. Quizás, por un extraño pudor de las suposiciones, a los rastreadores se les perdió las huellas en los márgenes mismos del foso de un muerto tan pesado.
Lo que para otra persona sobrecogida por las circunstancias, era imposible imaginar, a pesar de que “lo que está a la vista no necesita espejuelos”, para su conciencia, era imposible degradar en el pesar de su remordimiento, la supuesta culpabilidad que él sabía tenía en el suceso.
En la fase de la negación introspectiva, protegió a Pupo hasta donde pudo protegerlo, manteniéndolo inclusive en el cargo hasta que Ranfis, tras su apresamiento y un consejo de guerra, se lo llevó entre las uñas.
Por eso Negro nunca se libró, sin reconocerlo jamás, de esa culpabilidad virtual que siempre tuvo y que llevó al exilio como si arrastrara un catafalco viejo.
Ese remordimiento que lo torturaría desde el principio mismo del suceso y que no lo abandonaría jamás, hasta que se murió de viejo, mucho tiempo después del magnicidio, “podrido en cuartos”, al lado de su anciana esposa “gringa”, y sin poder esquivar una insignificancia que siempre tuvo, a pesar de que fue generalísimo y Presidente. A pesar de que fue el hermano favorito del “Perínclito Varón de San Cristobal”, a quien sin querer y sin darse cuenta ayudó a “joder” el martes 30 de mayo de 1961.

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