lunes, 14 de julio de 2014

La cruel promesa de Agamenón

http://www.poesiadelmomento.com/luminarias/mitos/36.html
La cruel promesa de Agamenón

 
 
 
Agamenón, el jefe de los aqueos que combatieron en la guerra de Troya , estaba en deuda con la diosa Artemisa (Diana). Preocupado por agradar a ésta varios lustros antes había prometido sacrificarle el más bello producto nacido aquel año. Y no pensó en el dolor que sus palabras podrían acarrearle. Súbitamente se enteró de que el más bello producto nacido ese año era su hija Ifigenia. Agamenón lloró amargamente, apretando entre sus brazos a la criatura a quien deparara tan cruel destino. Pero su amor de padre fue mayor que la fidelidad debida a la diosa, y no sacrificó a la niña.
El tiempo fue pasando e Ifigenia creció dulce y  alegre. Sin embargo, Agamenón no conseguía observarla sin ver sobre ella la sombra de la venganza de Artemisa.
Y la venganza no se hizo esperar: cuando los barcos griegos se preparaban para dejar sus playas en dirección a Troya, la diosa provocó una calma. La guerra había comenzado, pero los griegos no podían partir. El aire siguió calmo sobre las aguas, y los rostros desanimados contemplaban las embarcaciones con sus velas mustias.
Agamenón consultó al adivino Calcas, pero la profecía sólo revivió los temores provocados por un dolor antiguo: Los navíos conseguirían zarpar sólo cuando Ifigenia fuese sacrificada a Artemisa. La silenciosa y antigua omisión se hizo patente y resonó clara en el templo. Poco a poco la presión de los guerreros aumentó y Agamenón hubo de ceder.
Sus ojos no tuvieron el coraje de mirar a su hija frente a frente, camino al sacrificio. Ifigenia estaba hermosa, con toda su recóndita tristeza escondida bajo las dulces facciones. Calcas prepara el puñal para el sacrificio, y después lo levanta para descargar el certero golpe. Nadie osa mirar.
El instante final se prolonga aun para la diosa. Y no soporta. En lugar de Ifigenia hizo aparecer una cierva para el sacrificio, y después se llevó a la joven a Táuride, en donde la convirtió en su sacerdotisa.

 

 
Ifigenia



 
Ifigenia, en la mitología griega, hija mayor de Agamenón y de Clitemnestra. Antes de la guerra de Troya, cuando las fuerzas griegas se preparaban para zarpar de Áulide a Troya, un fuerte viento del norte retuvo a los mil navíos griegos en el puerto. Un adivino reveló que Ártemis, diosa de la caza, estaba furiosa porque los griegos habían matado a uno de los animales salvajes que ella protegía. La única manera de apaciguar a la diosa y obtener vientos favorables para zarpar era sacrificar a Ifigenia. Agamenón, enardecido por su ambición de conquistar Troya, aprobó el sacrificio. Hizo llamar a su hija a Micenas, diciéndole que se casaría con Aquiles, el mayor de los héroes griegos. Cuando la muchacha llegó a Áulide, la llevaron al altar de Ártemis y fue inmolada. De inmediato, el viento del norte dejó de soplar y los barcos griegos zarparon hacia Troya.
En las tragedias del autor griego Eurípides, Ifigenia no es sacrificada. Ártemis, que no permitiría que su altar se manchara con sangre humana, la sustituye por una cierva y lleva a Ifigenia a Táuride (actual Crimea). Allí se convirtió en la sacerdotisa principal del templo de la diosa. Pasados muchos años, Orestes, su hermano, la rescató y volvió con él a Micenas. (Encarta)

 
Ifigenia en Táuride


Orestes recibió de Apolo la orden de trasladarse a Táuride, donde poseía el santuario Artemisa. Allí debería  apoderarse, por astucia o por otros medios, de la estatua de la diosa, que, según la leyenda, había caído del cielo, y era adorada por el pueblo bárbaro. El motivo por el cual el oráculo enviaba a Orestes a aquella salvaje tierra de crueles habitantes era el siguiente: Cuando Ifigenia la hija mayor de Agamenón había de ser sacrificada, la compasiva diosa Artemisa, substrayendo a la muchacha a la mirada de los griegos, llevóla en brazos, surcando los espacios luminosos del cielo, a través de tierras y mares, hasta aquella Táuride. Allí había sido nombrada sacerdotisa al servicio de la diosa, debía cuidar del cumplimiento de la horrible costumbre de aquel pueblo rudo, sacrificando a la diosa del país todo extranjero que llegará allí. La mayoría de las víctimas de tan triste destino eran griegos, compatriotas suyos. La doncella había visto transcurrir buen número de tristes años lejos de su patria, ignorante en absoluto de la suerte de su casa.
Estaba sentada Ifigenia, pensando en su triste destino cuando llegó corriendo un pastor en dirección de la playa; traía la noticia de que habían desembarcado dos jóvenes, magnificas víctimas para la diosa.
“Prepara, pues, noble sacerdotisa –dijo- , cuanto antes mejor.
¿Y qué gente son esos extranjeros? preguntó tristemente Ifigenia.
Griegos –respondió el pastor-; y lo único que sabemos es que uno se llama Pílades, y que ambos son nuestros prisioneros. En eso llegaron con ellos; los traían atados y, al verlos ella, dijo a sus guardianes:
“Desatadles las manos; la solemne consagración que van a recibir les exime de toda ligadura”. Luego id al templo a disponer todo lo que se precisa para el caso.
Y, dirigiéndose a los cautivos les pregunto:
“Hablad, ¿quién es vuestro padre, vuestra madre, quién vuestra hermana si la tenéis?
“Llámame el mísero. –repuso Orestes-, lo mejor será que muera desconocido; por lo menos no seré objeto de burla”.
Pero la doncella insistió, apremiándolo para que dijese siquiera el nombre de su ciudad natal. Al resonar en sus oídos el nombre de Argos, un estremecimiento recorrió todo su cuerpo.
“Si vienes de Argos, extranjero –prosiguió Ifigenia con creciente agitación- seguramente traerás noticias de Troya. ¿Es cierto que ha quedado totalmente arrasada? ¿Regresó de ella Helena?”
“Si las dos cosas son como dices”.
“Y como está el caudillo? Paréceme que se llamaba Agamenón, hijo de Atreo”.
Orestes se estremeció al oir esta pregunta.
“Murió: su esposa lo mató de muerte cruenta”.
Un grito de espanto escapóse de los labios de la sacerdotisa.
“¿Vive aún la mujer del infeliz?”
“Ya no –fue la respuesta-; pereció a manos de su hijo, que tomó sobre sí la venganza de su padre; ¡pero bien lo paga!”
“Y ¿qué se sabe de la hija mayor, la que fue sacrificada?”
“Que una cierva murió en su lugar; en cuanto a ella desapareció sin dejar rastro”.
“Y el hijo del asesinado ¿vive todavía?”
“Sí –dijo Orestes- pero sumido en la miseria, perseguido en todas partes y en hallando paz en ninguna”.
“Te salvaré, joven, si quieres hacerte cargo de una carta dirigida a los míos, en nuestra patria común Micenas”. 
Luego la doncella resolvió comunicar al mensajero el contenido del documento, para en caso de que éste se perdiera.
“Comunicarás- dijo- lo siguiente a Orestes, hijo de Agamenón: Ifigenia, que fue arrebatada en Aulide del ara del sacrificio, vive y te encarga lo que sigue”.
Interrumpióle Orestes:
“¿Dónde está?”
“Está aquí –dijo la sacerdotisa-, pero no me interrumpas: “Querido hermano Orestes, sácame de esta lejana tierra de bárbaros; llévame a Argos antes de que muera”.
Orestes tirando el papel al suelo, cogió en sus brazos a su hermana. Ella se resistía a creerlo, hasta que algunos relatos de las intimidades vinieron a dar fe.
Y así tramaron un ardid para poder huir esa misma noche. Ella le diría al rey que los extranjeros estaban infectados y que habían infectado a la diosa. Y pidió al rey permiso para ir a purificar a las victimas y a la estatua. El rey asintió a todo y se cubrió la cabeza para no ser infectado y mando purificar el templo, mientras Ifigenia y los prisioneros huían.
Al cabo de varias horas, llegó de la orilla un mensajero corriendo y dijo al rey:
“Escucha, rey, la embajada que traigo: La sacerdotisa del templo, esa mujer griega, ha huido del país junto con los extranjeros y la estatua de nuestra excelsa diosa protectora.

No hay comentarios:

Publicar un comentario