Desde los años 90, analistas como Boaventura de Sousa Santos vienen denunciando la presencia creciente de un nuevo tipo de fascismo a consecuencia de la ofensiva neoliberal.
Consiste en “una serie de procesos sociales a través de los que grandes
segmentos de la población son expulsados o mantenidos irreversiblemente
fuera de cualquier tipo de contrato social”. A diferencia del fascismo
político de 1930 y 1940, el fascismo social no implanta un régimen de
partido único que sacrifica la democracia representativa. Más bien se
apropia de ella (e incluso la promueve) para chantajearla, comprarla,
vaciarla de contenido y subordinarla a los dictados del capitalismo.
Hablar
metafóricamente de fascismo no es exagerado. Vivimos en “democracias”
que, en lugar de construirse sobre la igualdad y legitimidad, lo hacen a
costa de la igualdad y la legitimidad. En el contexto actual de
radicalización neoliberal, el contrato social y democrático está roto.
La democracia representativa funciona en una parte significativa del
mundo como cadena de transmisión de valores antisociales (corrupción,
elitismo, pobreza, represión, violencia, precariedad de lo público,
entre otros) difundidos mediantes formas autoritarias y excluyentes de
relación que cada vez afectan a más sectores de la población y se
extienden a más ámbitos de la vida. El genocidio social que Europa vive
es testigo de ello: gente que se suicida, gente que pierde sus casas,
gente que pasa hambre, gente excluida de la sanidad, etc. El fascismo es
la transformación deliberada de vidas humanas en material desechable.
El neoliberalismo, en este sentido, es una forma de fascismo cuyo fin es
deshumanizar, oprimir e incluso, como dice Pere Casaldàliga, “asesinar o
hacer desaparecer” a sus víctimas y adversarios.
Aunque
Santos distingue varias formas de fascismo social, me permito introducir
una variante complementaria: el fascismo electoral. Me refiero a la
utilización interesada de los fundamentos institucionales del sistema
político dominante (las elecciones partidarias competitivas) para
pervertirlo y volverlo incapaz de servir al ejercicio del poder popular.
En sus
Lecciones sobre jurisprudencia (curso 1762-63), Adam Smith ofrece sin
reservas la hasta ahora mejor descripción del fascismo electoral: “Las
leyes y el gobierno, y esto es un hecho en todos los casos, pueden ser
considerados como una coalición de los ricos para oprimir a los pobres y
para preservar en su beneficio la desigualdad de bienes que, de otra
forma, sería destruida por los ataques de los pobres. El gobierno y las
leyes impiden al pobre hacerse con la riqueza por medios violentos que,
de otro modo, emplearía contra los ricos”.
El fascismo
electoral se expresa, por tanto, en el predominio de intereses
plutocráticos, comerciales y bancarios sobre el Estado, las elecciones,
los partidos y el resto de componentes de la institucionalidad liberal,
usados como palanca para agudizar la brecha de las desigualdades y la
exclusión. El aparato del Estado no se encuentra bajo el control
efectivo de un partido fascista, sino de las clases propietarias y del
poder corporativo capitalista, que mediante financiación electoral,
sobornos, donaciones ilegales, alianzas con los medios de comunicación y
la dinámica de puertas giratorias (paso del sector público al privado o
viceversa), entre otras estrategias, capturan el Estado y las
instituciones internacionales para expandir su ideología y obtener
privilegios. El campo político-electoral funciona, pues, como un
instrumento de dominación clasista para establecer un Estado empresarial
entregado “al gobierno indirecto de las transnacionales y las entidades
financieras, socavando la representatividad política y el sentido de
las elecciones”. Las instituciones “representativas” se vuelven, así,
irrelevantes y las elecciones un falso ritual para entronizar a los
“miembros de la clase dominante que han de representar y aplastar al
pueblo en el Parlamento” (Marx). Allí donde opera el fascismo electoral,
la ilegitimidad institucional es tal que la “democracia” representativa
se vuelve un eslogan vacío: la gente vota, pero no decide; no vota a
políticos, sino a funcionarios del capital; no se forman parlamentos,
sino consejos de administración. En estas condiciones, no resulta
extraño que, para salvar la democracia, primero haya que salvarse de
ella.
No se trata
de un fenómeno nuevo ni coyuntural. Las connotaciones fascistas de la
democracia liberal siempre han marcado su historia con mayor o menor
intensidad. Lo que ocurre es que hoy el neoliberalismo ha exacerbado
estas connotaciones de manera obscena, sobre todo en el sur de Europa.
La historia de la democracia representativa liberal es la historia de su
apropiación y vaciamiento de sentido por las clases propietarias
dominantes. La revolución estadounidense fue llevada a cabo por
acaudalados colonos blancos que no abolieron la esclavitud, ni
garantizaron el voto a los varones sin bienes (y menos aún a las
mujeres), ni renunciaron al genocidio de los indios. Los padres de la
revolución y artífices de la Constitución no eran partidarios de la
democracia, sino de un gobierno aristocrático y antipopular. Por eso se
preocuparon de introducir disposiciones legislativas que protegieran los
intereses de comerciantes, dueños de esclavos y especuladores, evitando
la distribución democrática de la riqueza y el poder político.
El fascismo electoral presenta, en su versión neoliberal, unos rasgos específicos que lo hacen identificable, entre ellos:
1) El poder
de los no electos. Se trata del poder ilegítimo (en cuanto que no ha
sido refrendado por mecanismos democráticos) e invisible (porque se
sitúa fuera de los focos del poder formal) de quienes carecen de
legitimidad de representación pero gozan de capacidad para imponer
decisiones (muchas veces con la connivencia de los electos) que afectan a
la vida de las personas. Es el poder real de decisión de los mercados,
élites empresariales, bancos centrales, organizaciones financieras
internacionales, la Troika, agencias de calificación, etc.
2)
Privatización de la democracia representativa. El caso de Grecia e
Italia, donde se suspendió la democracia electoral para instaurar
gobiernos tecnocráticos al margen de procesos electorales, es
demostrativo del poder de los no electos. En Italia, donde ninguno de
los tres últimos primeros ministros (Monti, Letta y Renzi) ha pasado por
las urnas, el fascismo electoral ha alcanzado tintes dramáticos. La
banalización de la política y las elecciones ha propiciado la
privatización de la democracia parlamentaria, conduciendo a un escenario
marcado por la pérdida de representatividad de las clases sociales y
sus intereses, el desmantelamiento de derechos, el debilitamiento de la
esfera pública, la sustitución de la política por el marketing electoral
y la presencia en el seno de las instituciones de sociabilidades
antipúblicas y antidemocráticas.
3)
Desconstitucionalización. El fascismo electoral contemporáneo no
necesita derogar formalmente las Constituciones vigentes, le basta con
no aplicarlas o con ponerlas a disposición de los no electos para que
las adapten a sus intereses particulares. La reciente abolición del
sistema público de atención médica primaria en Grecia, que prepara el
camino para su privatización, demuestra que el fascismo adopta por la
vía parlamentaria formas nuevas, en este caso la de un apartheid
sanitario legalizado.
4)
Pseudobipartidismo. El fascismo electoral se sostiene sobre un sistema
formado por dos partidos de masas mayoritarios (“las dos muletas
turnantes” del gobierno, según la expresión de Unamuno) que, a pesar de
estar cada uno socialmente deslegitimado, aún cuentan con la suficiente
fuerza y fidelidad para someter la soberanía popular a la voluntad
elitista que mutila derechos y arrasa la democracia. Mediante distintos
mecanismos (pactos de gobernabilidad, bloqueo institucional, reformas
constitucionales exprés, mentiras electorales, blindaje frente a
demandas democráticas, etc.), el sistema asegura la transición ordenada
entre partidos casi idénticos a merced de intereses antidemocráticos.
Ello genera el espejismo de una libertad de voto que garantiza la
continuidad del fascismo electoral, cuyos brazos parlamentarios actúan
como una suerte de guardia pretoriana que, en la práctica, hace trizas
el derecho a elegir real y efectivamente.
5)
Demofobia. Durante siglos, democracia fue una palabra odiada por estar
vinculada a las masas pobres e ignorantes, a las pasiones, la demagogia y
la ingobernabilidad. Sin embargo, el miedo a la democracia sigue siendo
una constante del fascismo electoral, pues no hay peor amenaza para las
élites en el poder que la participación popular. Como lo pone de
manifiesto el antidemocratismo de Bobbio, “nada hay más peligroso para
la democracia que el ´exceso de democracia´”.
Urge
combatir el fascismo electoral y sus efectos. Para ello es necesario
intensificar y articular las luchas institucionales y
extrainstitucionales que apuntan a la construcción de democracias
reales. Lo que estas luchas tienen en común, más allá de su diversidad,
es el esfuerzo por democratizar la vida social, el poder económico y el
poder político. Hoy, las luchas por la democracia real se libran en tres
frentes complementarios: 1) Luchas por una democracia representativa
capaz de hacer de las urnas y de la representación política una
conquista popular (leyes electorales proporcionales, democratización de
los partidos, revocabilidad de cargos y funciones, rendición de cuentas,
rotación y desprofesionalización, apertura a la participación de
organizaciones no partidarias, entre otras medidas). 2) Luchas por una
democracia participativa y deliberativa (referéndums vinculantes, ILP,
presupuestos participativos, consejos sectoriales, plenos ciudadanos,
democracia digital, etc.). Y 3) Luchas por la complementariedad social e
institucional entre formas de democracia radical (asamblearismo
popular, organización desde abajo, autogestión, acción directa, etc.) y
otras modalidades de participación.
Artículo
de Antonio Aguiló, filósofo político y profesor del Centro de Estudios
Sociales de la Universidad de Coímbra. Visto en el Diario de Mallorca
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