La maldita reelección
Por JOSÉ DUNKER L.
24 enero, 2015 2:00 am
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Desde el 6 de
noviembre del 1844 hasta el 26 de enero del 2010 la República Dominicana
ha tenido 38 modificaciones constitucionales, lo cual significa una
modificación cada 4.5 años, y podría significar un récord mundial, pues
en esto no se conoce ningún país que nos supere. Esto significa que, en
promedio, no pasan dos periodos presidenciales con la misma
Constitución, y las razones son principalmente dos: aumentar los poderes
presidenciales, y/o permitir su reelección. El primer incidente comenzó
antes de que se emitiera nuestra primera Constitución, cuando la
guardia de Pedro Santana rodeó la Asamblea Constituyente en San
Cristóbal exigiendo la introducción del artículo 210, con poderes
dictatoriales para el presidente. A partir de aquí el asunto deviene en
relajo, y como resultado casi todos nuestros gobiernos han sido
dictaduras o semi-dictaduras, pues desde que alguien se monta en esa
“silla de alfileres” no se quiere bajar de ahí por nada del mundo. Este
fenómeno es propio de los países más atrasados políticamente. No se
habla de reelección en las grandes naciones protestantes, las más ricas
del mundo, pero sí en América Latina, caracterizada históricamente por
una sucesión de “caudillos” que actúan como “ley, batuta y
Constitución”. En algún momento casi cada país de América Latina tuvo su
dictador, pero, luego de la ola de democratización mundial de los años
60, el caudillismo se manifiesta en la trampa de la reelección. Uno de
los problemas de la reelección es que fomenta el clientelismo político,
esto es, uso del poder del Estado para promover la continuidad. Esto
hace que el presidente no haga lo que más nos conviene, sino lo que más
convenga a su proyecto reeleccionista. Las ‘inauguraciones’ son parte de
ese juego bochornoso, y se inaugura de todo, desde una carreterita
hasta un dispensario, la cuestión es dar rienda suelta a esa necesidad
febril de figureo, y todo como parte de una campaña. El daño más grande
de la reelección es que nos deja sin entes moderadores ante las crisis
nacionales o partidarias. Hay que solo imaginar lo que sería el país si
Balaguer le hubiera dado su legítimo chance a Augusto Lora o Víctor
Gómez Bergés; si Hipólito le hubiera dado oportunidad a Hatuey De Camps
(2004), o si Leonel Fernández hubiera hecho lo mismo con Danilo Medina
(2008). En cada una de esas coyunturas el país perdió su chance de
inaugurar una era de presidentes que no se reeligen, y que asumen el rol
de moderadores. Lo peor es que todos, para aspirar desde el poder,
tuvieron que modificar la Constitución. El sistema presidencialista
carece de ese rol moderador que tiene un presidente bajo el sistema
parlamentario. El presidente de turno, bajo el régimen presidencialista,
no puede ser un ente moderador porque el mismo es parte de la contienda
electoral, y después que deja su posición deviene en un aspirante
permanente, vacío que ha llenado en nuestro país la mediación de don
Agripino Núñez Collado. El daño más sensible de la reelección es el
fomento de la corrupción. Desde Balaguer, la campaña se hace con el
dinero de la corrupción. Balaguer no se enriqueció, pero permitía que
otros lo hicieran, y con ese dinero se hacía la campaña. La actual
administración generalizó el estilo, y, no solo el Presidente, sino cada
funcionario alto, cada diputado o senador, tienen que acumular los
recursos para la campaña siguiente, y esto claramente significa
corrupción. La reelección afecta a los partidos grandes y a los
pequeños. En los grandes, el que llega a presidente eclipsa a todos los
demás, como si de repente se creyera insustituible. En los pequeños, el
problema es que elegir a fulano significa que luego no habrá chance para
mengano, porque fulano va a coger la misma fiebre que padecemos desde
la independencia en 1844. La única salida que tenemos para el 2016 es un
voto radicalmente anti reeleccionista: no elegir ex presidentes, y
exigir al nuevo presidente que no se reelija.
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