Pierre Bourdieu – Capital simbólico y clases sociales
En esta breve pero densa pieza, escrita para un número especial del journal L’Arc dedicado
al historiador medieval Georges Duby (cuya gigantesca obra Bourdieu
admiraba y se basaba por su escrupulosa genealogía de la estructura
mental y social de la tríada feudal de caballero, cura y campesino[1]), Bourdieu resume y clarifica la tesis central de La distinción en
el momento en que estaba completando su libro. Este artículo es
valorable por (1) exponer directamente la concepción de Bourdieu de la
“doble objetividad” del mundo social y resaltar la constitución
recursiva de estructuras sociales y mentales; (2) acentuar la capacidad
performativa de las formas simbólicas y sus múltiples niveles de
implicación en luchas sociales sobre y a través de las divisiones
sociales; (3) sugerir paralelismos seductores y diferencias obstinadas
entre el “estructuralismo genético” de Bourdieu y tanto la visión
literaria de Marcel Proust como la microsociología marginalista de
Erving Goffman –dos de sus favoritos “pares antagonistas”. En resumen,
este artículo ilumina cómo Bourdieu mezcló el materialismo sensual de
Marx, las enseñanzas sobre clasificación de Durkheim (extendidas por
Cassirer), y las ideas de Weber sobre jerarquías de honor en un modelo
sociológico de clase totalmente propio.
Loïc Wacquant
Noviembre de 2012
Ser
noble es desaprovechar; es una obligación de aparecer; es estar
sentenciado, bajo pena de degradación, al lujo y al gasto. Incluso hasta
diría que esta tendencia a la prodigalidad se afirmó a sí misma a
comienzos del siglo XIII como una reacción al ascenso social de los
nuevos ricos. Para distinguirte de los canallas, debes desclasarlos
mostrando que eres más generoso que ellos. El testimonio de la
literatura es conclusivo en este punto: ¿qué opone al caballero del
advenedizo? El último es tacaño, mientras que el primero es noble porque
gasta todo lo que tiene, alegremente, y porque se está ahogando en
deuda.
Georges Duby, Hommes et structures du Moyen Âge, 1973.
Cualquier
emprendimiento científico de clasificación debe tener en cuenta el
hecho de que los agentes sociales aparecen objetivamente caracterizados
por dos órdenes diferentes de propiedades: por un lado, por propiedades
materiales que, empezando con el cuerpo, pueden ser numeradas y medidas
como cualquier otro objeto del mundo físico; y, por el otro lado, por
propiedades simbólicas que están fijadas a través de una relación con
sujetos capaces de percibirlas y evaluarlas y que demandan ser
aprovechadas de acuerdo con su lógica específica. Esto implica que la
realidad social es apta para dos lecturas diferentes: por un lado,
aquellos que se arman con un uso objetivista de estadísticas para
establecer distribuciones (en el sentido estadístico y también
económico), esto es, expresiones cuantificadas de la asignación de una
cantidad definida de energía social, captadas a través de “indicadores
objetivos” (es decir, propiedades materiales), entre un gran número de
individuos competitivos; y, por otro lado, aquellos que se esfuerzan
para descifrar significados y descubrir las operaciones cognitivas a
través de las cuales los agentes las producen y descifran.
El
primer enfoque intenta capturar una “realidad” objetiva casi inaccesible
para la experiencia común y para traer a la luz “leyes”, esto es,
relaciones significantes –significantes en el sentido de no-aleatorias–
entre distribuciones. El segundo enfoque no toma como su objeto la
“realidad” misma, sino las representaciones que los agentes forman de
ella y de la completa “realidad” de un mundo social concebido, a la
manera de los filósofos idealistas, como “deseo y representación”. El
primero, que reconoce la existencia de una “realidad” social
“independiente de la consciencia individual y el deseo”, lógicamente
basado en construcciones de la ciencia sobre un quiebre con
representaciones mundanas del mundo social (las “pre-nociones”
durkheimianas). El último, que reduce la realidad social a la
representación que los agentes tienen de ella, lógicamente toma como su
objeto el conocimiento primario del mundo social[2]: un mero account of accounts,
como lo expresa Garfinkel, esta “ciencia” que toma como su objeto otra
“ciencia”, la que los agentes sociales utilizan en su práctica, no puede
más que documentar datos de un mundo social que, al final del análisis,
sería nada más que el producto de la mente, esto es, estructuras
lingüísticas.
En
contraposición con los físicos sociales, la ciencia social no puede ser
reducida a un registro de las (usualmente continuas) distribuciones de
indicadores materiales de las diferentes especies de capital. Sin
siquiera caer en un account of accounts, debe integrar en el
conocimiento (académico) del objeto el conocimiento (práctico) que los
agentes (los objetos) tienen del objeto. Dicho de otra manera, debe
brindar el conocimiento (académico) de la escasez y el conocimiento
práctico que los agentes adquieren en la competencia por bienes escasos
produciendo divisiones individuales o colectivas que no son menos
objetivas que las distribuciones establecidas por las hojas de balance
de los físicos sociales.
El
problema de la clase social ofrece una oportunidad especialmente
propicia para aprehender la oposición entre estas dos perspectivas. De
hecho, el aparente antagonismo entre aquellos que buscan probar la
existencia de clases y quienes desean negarla; de ese modo revelan
concretamente que en las clasificaciones se juega una lucha, esconde una
oposición más importante sobre la teoría del conocimiento del mundo
social. Los primeros, que, para satisfacer sus propósitos, se aferran al
punto de vista de la física social, buscan construir clases sociales
sólo como construcciones heurísticas o categorías estadísticas
arbitrariamente impuestas por el investigador que así introduce
discontinuidad en una realidad continua. Los últimos, buscan fundamentar
la existencia de clases sociales en la experiencia de los
agentes: procuran establecer que los agentes reconocen la existencia de
clases diferenciadas de acuerdo a su prestigio, que pueden asignar
individuos a estas clases basadas en un criterio más o menos explícito, y
que estos individuos se piensan a sí mismos como miembros de clases.
La oposición entre la teoría Marxista, en la forma estrictamente objetivista que asume frecuentemente, y la teoría Weberiana que distingue entre clases sociales y grupos de status [Stand],
definidos como tales por aquellas propiedades simbólicas que conforman
el estilo de vida, constituye a su vez otra forma, meramente ficticia,
de esta alternativa entre objetivismo y subjetivismo: por definición,
los estilos de vida realizan su función de distinción sólo para los
sujetos inclinados a reconocerse como tales y la teoría Weberiana de los
grupos de status es muy cercana a todas aquellas teorías subjetivistas
de clases, tales como la de Warner, que incluye estilos de vida y
representaciones subjetivas en la constitución de las divisiones
sociales.[3] Pero
el mérito de Max Weber reside en el hecho que, lejos de presentarlas
como mutuamente excluyentes, como lo hacen la mayoría de sus
comentaristas americanos y en particular sus epígonos, une estas dos
concepciones opuestas, poniendo así la cuestión de la doble raíz de la
división social, en la objetividad de las diferencias materiales y en la
subjetividad de las representaciones. Sin embargo, le da a esta
cuestión, y de esa manera la envuelve, una solución ingenuamente
realista distinguiendo dos “tipos” de grupos que sólo son dos modos de existencia de cualquier grupo.
La
teoría de las clases sociales debe, entonces, trascender la oposición
entre teorías objetivistas que identifican clases (sea por sus
propósitos de demostrar per absurdum que no existen) con grupos
discretos, meras poblaciones que pueden ser numeradas y separadas por
límites objetivamente inscriptos en la realidad, y teorías subjetivistas
(o, si se prefiere, teoríasmarginalistas) que reducen el “orden
social” a un tipo de clasificación colectiva obtenida por la agregación
de clasificaciones individuales o, más precisamente, por las estrategias
individuales, clasificadas y clasificantes, en las que los agentes se
clasifican a ellos mismos y a otros.
El
desafío propuesto por aquellos que utilizan el argumento de la
continuidad de distribuciones para negar la existencia de las clases
sociales es apuntado hacia aquellos que intentan tomarlo como una
apuesta absurda y una estafa. En efecto, no deja opción más que
confrontar indefinidamente los recuentos contradictorios de las clases
sociales enumeradas en los trabajos de Marx o preguntar las estadísticas
que resuelven esta inmensa parva de paradojas de nuevas formas de la
paradoja de la “parva de granos” que trae a colocación[4], en la mismísima operación donde revela diferencias y nos permite rigurosamente medir su magnitud, borrando las barreras entre
ricos y pobres, burguesía y pequeña burguesía, habitantes rurales y
urbanos, jóvenes y viejos, residentes de los suburbios y del centro de
la ciudad, y demás. Las trampas cierran despiadadamente sobre aquellos
que, en el nombre del marxismo, proclaman hoy, con cara imperturbable,
como resultado de la contabilización positivista, que la pequeña
burguesía contabiliza “como máximo 4.311.000”. [5]
Los
sociólogos de la continuidad, de los cuales la mayoría son “puramente
teóricos” –en el mismísimo sentido común que ellos pronuncian no están
basados en ninguna validación empírica– ganan en cada turno cambiando la
carga de la prueba experimental a sus adversarios. Es suficiente
entonces para refutarlos evocando a Pareto, cuya autoridad ellos
comúnmente alegan:
uno
no puede trazar una línea para separar de manera absoluta al rico del
pobre, los propietarios de la tierra o el capital industrial de los
trabajadores. Varios autores pretenden trazar desde este hecho la
consecuencia que, en nuestra sociedad, uno no puede hablar
significativamente de una clase capitalista, ni oponer la burguesía a
los trabajadores (Pareto, 1972).
Esto
equivale a decir, continúa Pareto, que no existen mayores porque no
sabemos a qué edad, o en qué etapa de la vida, comienza la vejez.
Reduciendo
el mundo social a la representación que algunos forman mediante la
representación que otros proveen o, más precisamente, a la agregación de
representaciones (mentales) que cada agente se forma de las
representaciones (teatrales) que otros le dan, se pasa por alto el hecho
de que las clasificaciones subjetivas están basadas en la objetividad
de una clasificación que no es reducible a la clasificación colectiva
obtenida de resumir clasificaciones individuales: el “orden social” no
está formado sobre la base de órdenes individuales, en el sentido de un
voto o precio de mercado.[6]
La
condición de clase que capturan las estadísticas sociales a través de
diferentes indicadores materiales de la posición en la relación de
producción o, más precisamente, de las capacidades para la apropiación
material de instrumentos de producción material o cultural (capital
económico) y de las capacidades para la apropiación simbólica de estos
instrumentos (capital cultural), determina, directa o indirectamente, a
través de la posición que reciben de clasificaciones colectivas, las
representaciones que cada agente forma de su posición y sus estrategias
de “presentación de sí mismo” (como dice Goffman), es decir, la
escenificación de su posición que él mismo despliega. Esto puede ser
mostrado incluso en el más desfavorable de los casos, tanto en el
universo de la clase media americana, con sus múltiples y revueltas
jerarquías descriptas por el interaccionismo simbólico, como en el
imitado caso representado por el mundo del esnobismo y las ferias como
describe Marcel Proust.[7]Estos
universos sociales dedicados a estrategias de distinción y pretensión
proveen una despareja aproximación al universo por las que el “orden
social”, resultante de un tipo constante de creación, sería en cada
momento el resultado provisional y continuamente revocable de una lucha
de clase reducida a una lucha de clasificación, a una confrontación
entre estrategias simbólicas intentando modificar posiciones manipulando
las representaciones de posiciones, como aquellas que consisten, por
ejemplo, en negar distancias (pareciendo “simples”, haciéndose uno
mismo “accesible”) para reconocerlas mejor o, por el contrario, para
reconocerlas con ostentación para negarlas (como con una variante del
juego de Schmiel descripto por Eric Berne). [8]
Este
espacio Berkeliano, donde todas las diferencias podrían ser reducidas al
pensamiento de diferencias, donde las únicas distancias serían aquellas
que uno “toma” o “abraza”, es el sitio de las estrategias que siempre
tiene como su principio la búsqueda de asimilación o desasimilación: pantomima, tratando de identificarse con grupos marcados como superiores porque se reputan como tal, o snob, peleando para distinguirse uno mismo de grupos identificados como inferiores (de acuerdo con la famosa definición, “un snob es
una persona que desprecia a todo aquel que no lo desprecia”). Forzar
el camino de uno a través de puertas de grupos que están ubicados más
alto, más “cerrados”, más “selectos”, para cerrar las propias puertas a
más y más gente: ésta es la ley del mundo del “crédito”. El prestigio de
una feria dependerá del rigor de sus exclusiones (uno no puede admitir
dentro de su lugar a una persona de poca reputación sin perder la propia
reputación) y de la “cualidad” de las personas invitadas, lo que es
medido por la cualidad de las ferias que los invitan: los altibajos del
mercado de acciones para los valores sociales, recordado por
publicaciones socialistas, son medidas por estos dos criterios, esto es,
por un universo de matices infinitesimales, que llaman a una mirada
crítica. En un universo donde todo es clasificado, y por consiguiente
clasificante –los lugares, por ejemplo, donde uno debiera ser visto como
restaurantes de moda, competencia de salto a caballo, lecturas
públicas, exhibiciones; los shows que uno debiera haber visto, Venecia,
Florencia, Bayreuth, el ballet ruso; finalmente los lugares aislados
como las ferias y clubes privados– un perfecto máster de clasificaciones
(que los árbitros de la elegancia se apresuran a creer pasados de moda
ni bien se convierten en lugares demasiado comunes) es indispensable
obtener el mayor grito para las inversiones de la propia sociedad y,
como mínimo, evitar ser identificado con grupos cuyos valores han caído.
Somos clasificados por nuestros principios de clasificación: no son
sólo Odette y Swann, quienes saben cómo nombrar el “nivel de chic” de
una cena simplemente leyendo la lista de invitados, sino también
Charlus, Madame Verdurin, y el Primer Presidente en vacaciones en Balbec
que tienen diferentes clasificaciones, que los clasifican al mismo
momento que piensan que son clasificantes. Y esto ocurre infaliblemente
porque nada varía más claramente con la posición de uno en las
clasificaciones que la propia visión de las clasificaciones.
Sería
peligroso, sin embargo, aceptar como es la visión del “mundo” que ofrece
Proust, aquella del “pretendiente” que ve el “mundo” como un espacio a
ser conquistado, en la manera de Madame Swann cuyas salidas siempre son
expediciones riesgosas, comparadas en algún punto con la guerra
colonial. Para el valor de individuos y grupos no es una función directa
del trabajo de la alta sociedad de los snobs en el grado sugerido por Proust cuando escribe: “Nuestra personalidad social es una creación del pensamiento de los otros”.[9] El
capital simbólico de aquellos que dominan la alta sociedad, Charlus,
Bergotte o el Duque de Guermantes, no depende solamente de desdenes y
denegaciones, de expresiones de “frescura” o ansias, de marcas de
reconocimiento y testimoniales de descrédito, de muestras de respeto o
desprecio, en resumen, del juego completo de juzgamiento recíproco. Es
cuando la forma sublimada tomada por tan planas realidades objetivas
como aquellas registradas por los físicos sociales, castillos o tierra,
títulos de propiedad, de nobleza o de aprendizaje superior, que éstas
son transfiguradas por la percepción encantada, mistificada y cómplice
que define el esnobismo propiamente (o, en un nivel diferente, la
pretensión de la pequeña burguesía). Las operaciones de clasificación se
refieren no sólo a las claves de juicios colectivos, sino también a las
posiciones en distribuciones que dicho juicio colectivo ya narra. Las
clasificaciones tienden a abrazar las distribuciones, por lo tanto
tienden a reproducirlas. El valor social, como crédito o descrédito,
reputación o prestigio, respetabilidad u honorabilidad, no es el
producto de las representaciones que los agentes realizan o forman, y el
ser social no es meramente un ser-percibido.
Los
grupos sociales, y en especial las clases sociales, existen dos veces,
por así decirlo, y lo hacen previo a la intervención de la mirada
científica misma: existen en la objetividad del primer orden, aquella
que es registrada por la distribución de propiedades materiales; y
existen en la objetividad de segundo orden, aquella de las
clasificaciones contrastadas y las representaciones producidas por
agentes sobre la base de un conocimiento práctico de estas
distribuciones como las expresadas en los estilos de vida. Estos dos
modos de existencia no son independientes, aun cuando las
representaciones disfrutan de una autonomía definida con respecto a las
distribuciones: la representación que los agentes forman de su posición
en el espacio social (así como la representación de la misma que ellos
construyen –en el sentido jerárquico, como en Goffman) es el producto de
un sistema de esquemas de percepción y apreciación (habitus) que
es él mismo el producto encarnado de una condición definida por una
posición definida en distribuciones de propiedades materiales
(objetividad I) y de capital simbólico (objetividad II), y que toma en
cuenta no sólo las representaciones (que obedecen las mismas leyes) que
otros tienen de esta posición y cuya agregación define al capital
simbólico (comúnmente designado como prestigio, autoridad, etc.), sino
también la posición en distribuciones simbólicamente retraducidas como
estilo de vida.
Mientras
se rehúsa a garantizar que las diferencias existen sólo porque los
agentes creen o hacen creer a otros que existen, nosotros debemos
admitir que las diferencias objetivas, inscriptas en propiedades
materiales y en los beneficios diferenciales que proveen, son
convertidas en distinciones reconocidas en y a través de
representaciones que los agentes forman y realizan de ellas. Cualquier
diferencia que sea reconocida, aceptada como legítima, funciona por el
mismísimo hecho como un capital simbólico proveyendo una prueba de
distinción. El capital simbólico, conjuntamente con las formas de prueba
y poder que asegura, existe sólo en la relación entre propiedades
distintas y distintivas, como el cuerpo adecuado, lenguaje, vestimenta,
muebles interiores (cada uno de los cuales recibe su valor de su
posición en el sistema de propiedades correspondientes, siendo este
sistema referido objetivamente al sistema de posiciones en
distribuciones), y los individuos o grupos dotados con esquemas de
percepción y apreciación que los predispone a reconocer (en el
doble sentido del término) estas propiedades, esto es, a constituirse en
estilos expresivos, transformadas e irreconocibles formas de posiciones
en relaciones de fuerza.
No hay
una sola práctica de propiedad (en el sentido de objeto apropiado)
característica de una manera particular de vida a la que no se le pueda
dar un valor distintivo como una función de un principio de pertenencia
socialmente determinado y por lo tanto expresa una posición social. La
prueba es que el mismo aspecto “físico” o “moral”, por ejemplo, un
cuerpo flaco o gordo, una piel oscura o clara, el consumo o rechazo de
alcohol, pueden ser dados valores (posicionales) opuestos en la misma
sociedad en diferentes épocas o en diferentes sociedades.[10] Para que una práctica o propiedad funcione como un signo de distinción,
es suficiente que sea puesta en relación con una u otra práctica o
propiedad entre aquellas que pueden ser prácticamente sustituidas por
ella en un universo social dado, y por tanto que pueda ser ubicada
nuevamente en el universo simbólico de prácticas y propiedades que,
funcionando de acuerdo a la lógica específica de sistemas simbólicos,
aquel de la brecha o distancia diferencial, retraduce diferencias
económicas en marcas distintivas, signos de distinción, o estigma
social. El símbolo de distinción, arbitrario como el signo lingüístico,
recibe las determinaciones que lo hacen aparecer como necesario en la
conciencia de agentes sólo desde su inserción en las relaciones de
oposición constitutivas del sistema de marcas distintivas que es
característica de una formación social dada. Esto explica que, siendo
esencialmente racional (la mismísima palabra de distinción lo expresa
bien), símbolos de distinción, que pueden variar ampliamente dependiendo
de las capas sociales a las cuales son opuestos, no obstante son
percibidas como los atributos innatos de una “distinción natural”. Lo
que propiamente caracteriza los símbolos de distinción, sean tanto los
estilos de hogares como su decoración, o la retórica de un discurso, los
“acentos” lingüísticos o el corte y color de una prenda, modales de
mesa o disposiciones éticas, reside en el hecho que, dada su función
expresiva son, como fueron, doblemente determinadas: están determinadas,
primero, por su posición en el sistema de signos distintivos y,
segundo, por la relación bi-unívoca de correspondencia que obtiene entre
aquel sistema y el sistema de posiciones en la distribución de bienes.
Por lo tanto, cada vez que sean tomadas como socialmente pertinentes y
legitimadas como una función de un sistema de clasificación, las
propiedades acabarán siendo sólo bienes materiales expuestos a entrar en
intercambios y a beneficios de rendimiento material para convertirse en
expresiones, signos de reconocimiento que signifiquen y adquieran valor a través del conjunto completo de brechas o distancias [écarts]
en relación a otras propiedades –o no-propiedades. Las propiedades
encarnadas o cosificadas entonces funcionan como una especie de lenguaje
primordial, a través del cual somos hablados más de lo que lo hablamos,
a pesar de todas las estrategias de presentación de uno mismo.[11] Cualquier
distribución desigual de bienes y servicios tiende por lo tanto a ser
percibido como un sistema simbólico, esto es, como un sistema de marcas
distintivas: distribuciones, tales como las de automóviles, lugares de
residencia, deportes, juegos de mesa, etcétera, son, para la percepción
común, demasiados sistemas simbólicos dentro de los cuales cada práctica
(o no-práctica) recibe un valor. La suma de estas distribuciones
socialmente pertinentes boceta el sistema de estilos de vida, el sistema
de distancias diferenciales engendradas por el gusto y apropiadas por
el gusto como signos de buen o mal gusto y, por lo mismo, como títulos
de nobleza capaces de traer un beneficio o distinción tanto mayores
cuando su escasez relativa es más alta o como una marca de infamia.
La
teoría objetivista de clases sociales reduce la verdad de las
clasificaciones sociales a la verdad objetiva de estas clasificaciones,
olvidando inscribir en la definición completa del mundo social la
primera verdad contra la cual fue construida (la cual vuelve a exigir
una práctica política orientada por esta verdad objetiva, so pretexto de
aquellos obstáculos que debe superar continuamente para poder imponer
una visión del mundo social conforme a esa teoría). La objetivación
científica está completa sólo cuando está también aplicada a la
experiencia que la obstaculiza. Y la teoría adecuada es aquella que
integra la verdad parcial capturada por el conocimiento objetivista y la
verdad específica a la experiencia primaria como el (más o menos
permanente y total) error de reconocimiento de esa verdad, esto es, el
conocimiento desencantado del mundo social y el conocimiento de
reconocimiento como la cognición encantada o mistificada de la cual es
el objeto en la experiencia primaria.
El error
de reconocimiento de los fundamentos reales de las diferencias de los
principios de su perpetuación es lo que hace al hecho que el mundo
social no es percibido como el sitio de conflicto o competencia entre
grupos dotados con intereses antagónicos sino como un “orden social”.
Cada reconocimiento es no reconocimiento: cada tipo de autoridad, y no
sólo aquella que se impone a sí misma a través de comandos, sino aquella
que es considerada sin tener que ser considerada, aquella que es
considerada natural y que está sedimentada en el lenguaje, un
comportamiento, modos, un estilo de vida, o incluso en cosas (cetros y
coronas, heroínas y trajes en otras épocas, autos lujosos y oficinas
espléndidas hoy en día), descansa en una forma de creencia primitiva,
más profunda y más imborrable que lo que comúnmente transmitimos por esa
palabra. Un mundo social es un universo de presuposiciones: los
juegos y las bases que propone, las jerarquías y las preferencias que
impone, en resumen el ensamble de condiciones de adhesión tácitas, es
tomado por seguro por aquellos que pertenecen a él y que está cargado de
valor en los ojos de aquellos que quieren ser de él, todo esto descansa
en el fondo del acuerdo entre las estructuras del mundo social y las
categorías de percepción que constituyen la “doxa” o, a decir de
Husserl, la proto doxa, una percepción del mundo social natural y dada por sentada.[12] El
objetivismo, que reduce las relaciones sociales a sus verdades
objetivas sobre las relaciones de fuerza, olvida que esta verdad puede
ser representada por un efecto de mala fe colectiva y de la percepción
encantada que las transfigura en relaciones de dominación, autoridad y
prestigio legítimas.
Cualquier
capital, cualquiera sea la forma que asuma, ejerce una violencia
simbólica tan pronto como es reconocido, esto es, mal reconocimiento en
su verdad como capital, y se impone como una autoridad pidiendo por
reconocimiento. El capital simbólico no sería nada más que otra manera
de designar lo que Max Weber llama carisma si él, que sin dudas ha
entendido mejor que nadie que la sociología de la religión es un
capítulo de la sociología de poder (y no uno menor), atrapado
en/maniatado por la lógica de tipologías realistas, no ha hecho del
carisma una forma particular de poder en lugar de verlo en una dimensión
de ningún poder, esto es, otro nombre para la legitimidad como el
producto de reconocimiento o no reconocimiento, o de la creencia (éstas
son tan cuasi-sinónimos) “en virtud de qué personas que ejercen
autoridad están dotadas de prestigio”. La creencia es definida por el
mal reconocimiento del crédito que otorga su objeto y que agrega a los
poderes que este objeto tiene sobre él, nobleza, buena voluntad,
reputación, notoriedad, prestigio, honor, renombre, o hasta un don,
talento, inteligencia, cultura, distinción, gusto –tantas proyecciones
de creencia colectiva que la creencia cree que descubre en la naturaleza de
sus objetos. El esnobismo o las pretensiones son las disposiciones de
creyentes que están siempre obsesionados por el miedo de una grieta, de
un desliz de error de juicio y de cometer un pecado contra el buen gusto
e inevitablemente dominados por los poderes trascendentes a los que
renuncian por el mero hecho de reconocerlos, arte, cultura, literatura,
alta moda u otros fetiches de la alta sociedad,[13] y
por los recipientes de estos poderes, aquellos árbitros arbitrarios de
la elegancia –diseñadores de moda, pintores, escritores o críticos–
meros productos de la creencia social que ejerce un poder real sobre los
creyentes, sea el poder para consagrar objetos materiales transfiriendo
sobre ellos lo sagrado colectivo o el poder para transformar las
representaciones de aquellos que delegan su poder a ellos. La creencia
es una adhesión que ignora que trae a la luz aquello a lo que adhiere;
no sabe, o no quiere saber, que todo lo que hace por el encanto
intrínseco de su objeto, su carisma, no es más que el producto de
incontables operaciones de crédito y descrédito, todos igualmente
inconscientes de su verdad, que son realizadas en el mercado de bienes
simbólicos y materializadas en símbolos oficialmente reconocidos y
garantizados, signos de distinción, formas de consagración, y certifica
el carisma como títulos de nobleza o credenciales de escuela, marcas
“cosificadas” de respeto recurriendo a formas de respeto, con brillo y
ceremonia, cuyo efecto es expresar no sólo la posición social de uno
sino también el reconocimiento colectivo que se le ha otorgado por el
mero hecho de permitirle hacer una pantalla pública de su importancia.
En contraposición con la pretensión, derivar de una discrepancia entre
la importancia que el sujeto se otorga a él mismo y aquella que el grupo
le otorga, entre lo que el “se permite a sí mismo” y lo que se le es
permitido, entre las pretensiones y ambiciones legítimas, la autoridad
legítima asegura y se impone por el sólo hecho de no tener nada más que
hacer que existir para imponerse.[14]
Como una
operación de alquimia social, la transformación de cualquier especie de
capital en capital simbólico, como las posesiones legitimas fundadas
sobre la naturaleza de su poseedor, siempre presupone una forma de
trabajo, un visible gasto (que no necesita ser visible) de tiempo,
dinero y energía, una redistribución que es necesaria para
asegurar el reconocimiento de la distribución, en la forma de
reconocimiento otorgado por el que recibe al que, estando mejor situado
en la distribución, está en una posición para dar, un reconocimiento de
no endeudamiento que es también un reconocimiento de valor.[15] El
estilo de vida es la principal y, tal vez hoy, la más fundamental de
estas manifestaciones simbólicas, vestimenta, muebles o cualquier otra
propiedad que, funcionando de acuerdo a la lógica de pertenencia y
exclusión, crea diferencias en capital (entendido como la capacidad de
apropiarse de bienes escasos y sus beneficios correspondientes) visibles
bajo una forma tal que escapan a la brutalidad injustificada del
hecho, datum brutum, mera insignificancia o pura violencia, para
acceder a esta forma de mal reconocimiento y violencia denegada, que es
por lo tanto afirmada y reconocida como legítima, es decir violencia
simbólica.[16] De
más decir que el “estilo de vida” y la “estilización de vida”
transfiguran las relaciones de fuerza en relaciones de significado, en
un sistema de signos que, siendo “definidos”, como dice Hjelmslev, “no
positivamente por sus contenidos, sino negativamente por sus relaciones
con los demás términos del sistema”[17], están predispuestos por una especie de armonía preexistente a expresar el propio ranking en
las distribuciones: aunque ellos derivan su valor de su posición en un
sistema de oposiciones y no son más que lo que otros no son, los estilos
de vida –y los grupos que distinguen– parecen no tener otro fundamento
más que la disposición natural de sus portadores, como esta distinción
que se dice “natural”, aunque –las palabras lo dicen– existe sólo en y a
través de sus relaciones de contraposición con otro, disposiciones más
“comunes”, esto es, estadísticamente más frecuentes. Con la distinción
natural, el privilegio contiene su propia justificación. La legitimación
de la teatralización que siempre acompaña el ejercicio de poder se
extiende a todas las prácticas, y especialmente a consumos que no
necesitan ser inspirados por la búsqueda de distinción, como la
apropiación material y simbólica de trabajos de arte, que parecen tener
como único problema las disposiciones de una persona en su
singularidad irremplazable. Como los símbolos religiosos para otros
modos de dominación, los símbolos del capital cultural, cosificado y
encarnado, contribuye a la legitimación de la dominación y el propio arte de vivir de
quienes tienen el poder contribuye al poder que lo hace posible en la
medida que sus condiciones reales de posibilidad permanezcan ignoradas y
como es percibido, no sólo como la manifestación legítima de poder,
sino como la justificación de legitimidad.[18] “Los grupos de status” basados en “estilos de vida” no son, como cree Weber, una especie de grupo diferente a las clases, sino clases denegadas, o si uno prefiere, sublimadas y por tanto clases legitimadas.
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Pertaining to a Pure Phenomenology and to a Phenomenological
Philosophy. First Book: General Introduction to a Pure Phenomenology. Martinus Nijhoff: La Haya, 1983 [1913].
Proust, Marcel, Remembrance of Things Past. Wordsworth: Londres, 2006 [1913-1937].
Pareto, Vilfredo, Manual of Political Economy. MacMillan: Londres, 1972.
Trubetzkoy, Nicolai, Principles of Phonology. University of California Press: Berkeley, CA, 1969.
Warner, William Lloyd, Social Class in America: The Evaluation of Status. New York: Harper & Row, 1960.
Introducción, traducción y
comentarios de Loïc Wacquant. [LW version del 10/04/2012, revisado
14/08/2012 – Introduction del 14/11/2012] © Pierre Bourdieu/Loïc
Wacquant * A aparecer en Journal of Classical Sociology, primavera de 2013. Traducción de María Luján Veiga. Vista en herramienta.com.ar
[1] Véase Georges Duby, The Three Orders: Feudal Society Imagined. University of Chicago: Chicago, 1982 [1978].
[2] Considerando
aquí solamente esta forma de física social (representada, por ejemplo,
por Durkheim) que coincide con la cibernética social para admitir que
realmente sólo puede ser conocida por el desarrollo de instrumentos
lógicos de clasificación, no intentamos negar la especial afinidad entre
energías sociales y la inclinación positivista para construir
clasificaciones tanto como particiones arbitrarias “operacionales” (como
las categorías etarias o los estratos de ingresos) o como roturas
“objetivas” (delimitadas por las discontinuidades en distribuciones o
inflexiones de curvas) que uno únicamente debe registrar. Sólo deseamos
acentuar que la alternativa fundamental se opone, no a la “perspectiva
cognitiva” y conductista (o cualquier otra forma de análisis social
mecanicista), sino a las relaciones hermenéuticas de significado y una
mecánica de relaciones de fuerza.
[3] W. Lloyd Warner, Social Class in America: The Evaluation of Status (New York: Harper & Row, 1960).
[4] N de T: La paradoja de una pila es una de varias “Sorite puzzles”
formulada por Eubulides de Miletus (350 AC), el estudiante de Sócrates y
fundador de la Megarian school of logic. También es conocida como
“argumento poco a poco”: ya que un grano de trigo no hace una pila,
entonces dos granos tampoco, entonces tampoco lo hacen miles de granos.
La premisa es cierta pero la conclusión es falsa dado que la
indeterminación afecta los predicados.
[5] N de T: Bourdieu alude aquí al libro de Christian Baudelot, Roger Establet y Jacques Malemort, La petite bourgeoisie en France (Maspéro:
París, 1974), en el que los autores, usando una definición
estrictamente objetivista de clase basada en la fuente de ingreso
propia, desarrollan un esquema contable Bizantino permitiéndoles
contabilizar a la pequeña burguesía.
[6]
Consideré una expresión particularmente típica de esta marginalidad
social, adaptada para su uso de la metáfora: “Cada individuo es
responsable por la imagen de comportamiento de sí mismo y diferentes
imágenes de otros, para que un hombre sea expresado por completo, los
individuos deben amarrar manos en una cadena de ceremonia, cada uno
dando diferencialmente con comportamientos apropiados para con el que
está a la derecha que será recibido diferencialmente del que está a la
izquierda” (Goffman, 1958: 484).
[7] Erving Goffman, The Presentation of Everyday Life (Penguin: New York, 1990, orig. 1958) y Marcel Proust, Remembrance of Things Past (Wordsworth: Londres, 2006 [1913-1937]).
[8] Eric Berne, Games People Play (Ballantine
Books: New York, 1964) es un análisis transaccional de la estructura de
interacción social y las motivaciones detrás de ellas con la conducción
de un psiquiatra.
[9] Marcel Proust, A la recherche du temps perdu, Gallimard: París, (La Pléiade: París, Vol. 1, pág. 19; traducido comoRemembrance of Things Past, Vol. 1, Wordsworth: Londres, 2006), y Goffman (“The Nature of Deference and Demeanor,” art. cit.): “El individuo debe confiar en los demás para completar su propia imagen.”
[10] Joseph Gusfield muestra, en un libro verdaderamente hermoso (Symbolic Crusade: Status Politics and the American Temperance Movement,
University of Illinois Press: Urbana and London, 1968), cómo la
abstinencia, que era el símbolo por excelencia de la membresía en la
burguesía de la América del siglo XIX, fue progresivamente repudiada,
entre los mismos círculos sociales, a favor de un consumo moderado de
alcohol que se ha vuelto un elemento de un nuevo, más “relajado”, estilo
de vida.
[11] La
lengua en sí misma siempre habla, además de lo que dice, de la posición
social del hablante (hay incluso momentos donde no transmite nada más),
debido a la posición que ocupa –lo que Troubetzkoy llama su “estilo
expresivo”– en el sistema de estos estilos [N de T: véase Nicolai
Trubetzkoy, Principles of Phonology, University of California
Press: Berkeley, CA, 1969, un libro que Bourdieu ha traducido al francés
para la serie “Le sens commun” que dirigió en Editions de Minuit].
[12] Véase Edmund Husserl, Ideas
Pertaining to a Pure Phenomenology and to a Phenomenological
Philosophy. First Book: General Introduction to a Pure Phenomenology (Martinus Nijhoff, The Hague, 1983 [1913]), capítulo 4.
[13] Pierre Bourdieu y Yvette Delsaut, “Le couturier et sa griffe: contribution à une théorie de la magie”. En: Actes de la recherche en sciences sociales 1, no. 1 (Fall, 1975), pp.. 7-36.
[14]
Cada agente debe, en cada momento, tener en cuenta el precio que recoge
en el mercado de bienes simbólicos y que define a lo que puede acceder
(es decir, entre otras cosas, lo que puede aspirar y lo que puede
apropiarse legítimamente en un universo donde todos los bienes son en sí
mismo jerarquizados). El sentido del valor fiduciario (que en algunos
universos, como el campo intelectual o artístico, puede ser la fuente de
valor vendida) guía estrategias que, para ser reconocidas, deben estar
vinculadas justo al nivel correcto, ni muy alto (pretensión) ni muy bajo
(vulgaridad, falta de ambición), y en particular las estrategias de
disimilación de y asimilación en otros grupos que pueden, dentro de
ciertos límites, jugar con distancias reconocidas. (Mostré en otro lugar
cómo el “envejecimiento” del artista es, por un lado, un efecto de
incrementar en capital simbólico y de su correspondiente evolución de ambiciones legítimas). Pierre Bourdieu, “The Invention of the Artist’s Life”. En:Yale French Studies 73 ([1975] 1987), pp.. 75-103.
[15] En
sociedades precapitalistas, este trabajo de transmutación se impone con
especial rigor debido al hecho que la acumulación de capital simbólico
es frecuentemente la única forma de acumulación, de hecho y por ley.
Generalmente, cuanto más alta la censura de las manifestaciones directas
del poder del capital (económico o incluso cultural), más capital debe
ser acumulado en la forma de capital simbólico.
[16] Cuanto
más débil el grado de familiaridad mutual, las operaciones más comunes
de clasificación deben confiar en simbolismos para inferir posición
social: en villas o ciudades pequeñas, el juicio social puede basarse en
un conocimiento comprensivo de las más determinantes características
económicas y sociales. En contraste, en encuentros anónimos y ocasionales de
la vida urbana, el estilo y el gusto sin dudas contribuyen en una moda
mucho más decisiva para guiar el juzgamiento social y las estrategias
desarrolladas en interacciones. En este contraste, ver Pierre Bourdieu, The Ball of Bachelors: The Crisis of Peasant Society in Béarn. University of Chicago Press: Chicago, [2002] 2008].
[17] La cita es en realidad de Ferdinand de Saussure, Cours de linguistique générale (Paillot: París, 1968), pág. 162 (trans.Course In General Linguistics,
Mc-Graw Hill: New York, 1965). Esta proposición fue luego más
desarrollada por Hjelmslev and the Linguistic Circle of Copenhagen, ver
Louis Hjelmslev, Prolegomena to a Theory of Language (University of Wisconsin Press: Madison, [1943] 1961).
[18] Esto
implica que el análisis del campo de poder como el sistema de
posiciones de poder no puede ser separado del análisis de las
propiedades (en los dos sentidos) de los agentes que ocupan esas
posiciones y de la contribución que estas propiedades traen a la
perpetuación del poder a través de efectos simbólicos que ejercen.
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