Nunca antes la política ha sido objeto de un descrédito tal que el ciudadano ha dejado de creer en poderes e instituciones y cuestiona incluso el modelo democrático que hasta hoy había garantizado un modelo de convivencia en paz y libertad, en el que el poder legítimo reside en el pueblo, que otorga y retira su confianza y, en consecuencia, su voluntad y soberanía a unos representantes públicos que gobiernan y administran en su nombre y que, por lo tanto, están obligados a rendir cuentas de su gestión con trasparencia y sin faltar a la verdad. Esta es la regla básica sobre la que se sostiene el Estado de derecho.
La crisis global que estamos viviendo, provocada en gran medida por la falta de regulación de los mercados y por la codicia y la ambición sin límites del sistema financiero, ha acabado en pocos años con todas las conquistas sociales y la protección de los derechos fundamentales que configuraban el bienestar social y garantizaban unas leyes que no discriminaban porque igualaban a los ciudadanos, así como una justicia eficaz que generaba seguridad jurídica y confianza. El desmoronamiento de los principios éticos y el absoluto desprecio de los valores democráticos propician una crisis moral que da alas a la corrupción, a la creencia generalizada de que todo vale y de que cualquier fin justifica cualquier medio.
Las herramientas tradicionales de control democrático se muestran impotentes, cuando no sucumben al poder del dinero. Los ciudadanos ya no se sienten representados por sus políticos y ni siquiera valoran el acto supremo de la democracia, absteniéndose de mostrar su opinión en las urnas en la falsa creencia de que ya no sirve para nada, de que otro mundo no es posible y de que da lo mismo votar a unos o a otros; todos son iguales ante la corrupción.
El periodismo, que siempre ha ejercido como garante del modelo democrático, ha acabado vendido al mejor postor, arrodillado antes los mercaderes o mirando para otro lado para evitar comprometerse. En esta circunstancias de incertidumbre y mediocridad, de conformismo y pasividad, es cuando más precisa activar los instrumentos que siempre fueron válidos y que, más temprano que tarde, acaban transformando la realidad y dando alas al cambio. Por eso, creo que resulta imprescindible que los ciudadanos, indignados ante una clase política inoperante y corrupta, traicionados por un periodismo servil y manipulador, puedan contar con una herramienta eficaz para exigir a sus representantes que den la cara.
Las nuevas tecnologías y la multiplicación de las redes sociales nos acercan, pero a la hora de dar explicaciones y de rendir cuentas es preciso estar frente a frente. Ya está bien de que los políticos se escuden en las declaraciones y no admitan preguntas en las ruedas de prensa. De aquí que cualquier formato de comunicación que ponga a los servidores públicos frente a la realidad, desnudos antes los hechos, posibilidad de disfraz ni maquillaje, fortalezca una democracia cuya debilidad ha causado ya la pérdida de derechos y de servicios públicos básicos, ocasionando que los ciudadanos vivan hoy peor que ayer, sin esperanza en el futuro, sin alternativa a un presente tan equivoco y a una realidad tan atroz que está a punto de provocar un estallido social de consecuencias imprevisibles. Preguntemos, planteamos nuestras dudas, interroguemos a los políticos para que no se escondan en las instituciones y solo se dirijan a nosotros para pedirnos el voto cada cuatro años. Revaloricemos nuestros sufragios porque la fuerza de nuestro voto es el valor de la democracia. Tenemos que obligarles a responder porque es su obligación y también nuestro derecho. Nos lo jugamos todo en este empeño.
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