miércoles, 2 de octubre de 2013

LOS GUÍAS

LOS GUÍAS
Fuente; Escrito por Lorenzo Despradel “Muley”, 1er. Capítulo  de la Obra “Paginas, Editorial, El Día, La Vega,  octubre 1918, Pág. 7 al 14.
La vida es un aparato complicado, de múltiples  resortes, cada uno de los cuales obedece a un determinado fin.  Fuera  de las funciones materiales que la naturaleza ha adjudicado a cada ser viviente y de manera muy especial, a cada ser presente, hay más  trascendentales, de una alta significación que son las que regulan el movimiento del mundo espiritual, que según la rara concepción aristotélica no se efectúa  ni fuera ni dentro de ninguna esfera, sino en espiral gigantesca que va abriéndose graduablemente hacia el infinito
El infinito, que es el residuo de animalidad que hay en nosotros y que casi siempre se sobrepone a los vacilantes dictados de la razón. Es  lo que nos empuja al egoísmo, freno de todo impulso que  quiera llevarnos a la realización de grandes y nobles ideales.
Los enamorados de la gloria, los ambiciosos de renombre y que quieren alcanzarlo así  sea por medios reprobables que los logró Erostrato; los que se apasionan, en fin, por  esas bellas abstracciones que han servido de vehículo a la humanidad para ensanchar el círculo de todo lo que es grande en el campo de lo moral, esos son hombres en cuya alma no se ha animado el gusanillo ruin del egoísmo.
Y que han podido con el auxilio de la voluntad encadenar la fiera del instinto, que nos lleva por medio  del disimulo al mimetismo, y por medio de la  innata propensión de conservar la vida, a la cobardía y a la degradación.
Darse, ofrendarse es el más constante afán de toda alma generosa, El Cubano Martí, el Dominicano Sánchez, el universal Jhon Brown, son hombres sobre los cuales descendió  la gracia divina para ungir con óleo de purificación la parte material que lo cubría. En ellos son sagradas y santas hasta las pasiones; y no  hay en su existencia ni un ápice de mezquindad que empañe el brillo de su alma.
Tanto como lo es fácil a los hombres vulgares debatirse en la arena de esas realidades impuras que forman el acervo de la humanidad, le es difícil a ellos apearse de su pedestal de grandeza para intervenir sosegadamente en claudicarte  transacciones  que  rebajan ostensiblemente la majestad del hombre superior, del hombre del genio.
La misma abstracción mística de los que recabaron la santidad  por medio del ascetismo, es amable siquiera sea porque su ejemplaridad puso austeramente la  parte espiritual que en ellos se desviaba de todo bien terreno por  encima de las deleznables cosas materiales. Bien en verdad que la tebaida musitadora y triste no puede tener  en nuestro tiempo la resonancia  altruista de  Dos Ríos, del  El Cercado, o de Harper s Ferry, sellado con la sangre de Brown,  tres veces santos.
Hombre verdaderamente grande es el que,  es cuando en la fe de su destino se da al sacrificio sin otro galardón que el íntimo contexto del deber cumplido. El  Gólgota es grande cuando redime, cuando regenera, cuando enseña, y la sangre que se vierte desde su cima deslumbrante se hace indeleble únicamente cuando esos altos móviles  la orean con el calor de su propia virtualidad.
Si la existencia no tuviera esas orientaciones espirituales que desvían al hombre a la natural propensión de rastrear por entre las impurezas corrosivas del materialismos, el mundo fuera una vasta feria en donde se cotizaran los apetitos al precios de las  mas degradantes claudicaciones. “·
Los que se enamoran de la gloria no piensan tanto en sí como en sus semejantes”. Se siente  impulsados por agentes secretos a la realización de sus proezas y obran as instancia de una solicitud  que está fuera de ellos, como si un genio presidiera sus actos y un gran designio marcara  la ruta de su vida. Jesús, Mahoma, Washington, Bolívar, Martí,  ¿no aparecen como iluminados, más que por su magnitud de la obra que realizaron, por la tendencia,  el ardor, la fe que pusieron para llevarla a la cima?, no hay en la vida del genio ni un resquicio de  jactancia, de vanidad o de pueril  ensimismamiento que merme el caudal  intrínseco  del merito propio, que  se traduce en actos impregnados de noble y emulador altruismo.
El hombre grande dice  Carlyle, “no está nunca contento de  sí mismo, y obra siempre empujado  por el afán ereciente  de hacer más”. Cada obra realizada le marca una etapa de tristeza, porque está obsesionado con la visión del infinito. Cuando sus semejantes se ufanan por tejerle una genealogía  celestial, envolviéndolo en un nimbo de exaltado providencialismo, el se cree solamente un hombre, un  hombre en la acepción  rígida de la palabra,  unido  al yugo de los más grande deberes y de las más indeclinables  responsabilidades morales.
Espíritus selectos, afinados casi  siempre por la hospitalidad del medio circundante, van ascendiendo `por la escalera de las generalidades hasta  ceñirlo todo a una fórmula que excluye  completamente la idea individualista. Esos afectos nimios en los cuales vincula el vulgo la mayor parte de las excelencias morales, no  caben sino muy relativamente en  el alma del hombre genial. Se le llama casi siempre ingrato porque la  misma amplitud de sus afectos imposibilita a los que lo rodean, de usufructuar el  natural ascendiente que él tiene sobre  la sociedad.
Ama en grande, y por esa misma razón el hombre para él, vale monos  que la colectividad, a quien hace constantemente la ofrenda de su  vida. Por donde pasa  el genio queda una estela luminosa, un vivo esplendor que no se extingue ni con el soplo  aniquilador del tiempo. Cuando muere  su alma se convierte en estrella que como la de los magos guía a la humanidad a  sus  más grandes y ennoblecedores destinos (octubre de 1918)
Ubaldo Solís
ub.solis.u@hotmail.com.








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