Origen y Ejecuciones
de las Devastaciones de 1605-1606, en la Isla de Santo Domingo, en la
parte Norte
En un artículo
de Julio H. Arvelo, sobre Hitos de la Historia Dominicana,
aparecido en la Revista ¡Ahora! , en el Núm. 985 del 7 de octubre de 1982, Págs. 26 y 27. El cual
reproducimos, para el
conocimiento de una versión de aquellos
sucesos de nuestro pasado histórico de la colonización de la Isla de Santo
Domingo.
El
contrabando que se había entronizado en la Costa Norte de la Isla de Santo Domingo
tenía una intima relación con el peligro
que se cernía sobre la coloniza de que
las ideas religiosas que habían imperado
desde entonces, estos es, la Religión
Católica, pereciera como la doctrina preferidas por los habitantes de esa parte
de la isla.
Esto así porque uno de los artículos de
contrabando que con más asiduidad se
introducían eran las biblias
protestantes que los holandeses traían
en sus barcos desde su país de
origen.
Pero,
desde luego, no eran esos los únicos daños que esa práctica dolosa representaba
para las autoridades españolas.
Sin embargo en casi todos los memoriales que dichas autoridades enviaban a sus superiores de la
península se mencionaba el asunto de las biblias como uno de los principales
por los cuales se debían tomar
medidas contra ese ilícito
comercio que denominaban “Intérlope”
Una
de las características más
sobresalientes de esa práctica ilegal era que
los habitantes de esas
poblaciones del Norte lo que daban a cambio
por las biblias y los demás artículos contrabandeados era los cuernos de
las reses que de una manera
casi salvaje cundían por esa
región. Sin embargo todavía a fines del Siglo XVI no
había tomado ninguna medida para detener
dicha práctica pese a que no solamente desde esa Isla había enviado más
de un memorial en ese sentido.
Entre
las medidas que se propusieron para acabar con el comercio “intérlope” fue la
de reconcentrar a sus moradores y el
ganado existente en esa región y enviarlos a los alrededores de la ciudad de
Santo Domingo; pero esta
proposición era poco menos que impracticables por el hecho
ante anotado de que la mayoría del
ganado existente era salvaje y que, por tanto, para su recogida y
subsiguiente traslado necesitarían unos recursos con que no cantaban las
autoridades
Lo
cierto que salió el Siglo XVI y entró el
XVII y los holandeses y demás contrabandistas no se vieron molestado en sus prácticas
Cuando
parecía que las recomendaciones de que se trasladara todo el ganado y la gente de la Banda del Norte, como se llamaban, no serian adoptadas, sucedieron algunos
acontecimientos en la colonia de tal naturaleza que dichas
recomendaciones volvieron a ponerse sobre el tapete. Uno de esos acontecimientos fue el nombramiento como Arzobispo de Santo Domingo de Fray Agustín Dávila y Padilla.
Ese
prelado tomó más en serio que nadie el peligro que se cernía sobre el dominio
que hasta entonces había ejercido la religión católica debido a la invacio9n clandestina de las
biblias protestantes y de inmediato trató de mover sus influencias en la corte. Para ello envió dos proposiciones con las que, según él, se pondría
remedio a todos los males que acarreaba el contrabando.
Entre
esos males el que más hizo resaltar era que se perdería la feligresía que desde
los días del descubrimiento con tanto celo se había preocupado el clero
católico de formar y conservar.
Las
primera de sus proporciones fue que se
incrementara el comercio legal con el envió de embarcaciones repletas de los artículos que tanto necesitaban los habitantes de esa región. La segunda
puso los pelos de punta a los miembros
de la oligarquía comercial de Sevilla, la única que se beneficiaba directamente
con el escaso comercio que, existía
entre la colonia y la metrópoli.
Esto
así ´porque el Arzobispo proponía en su
memorial que su Majestad convirtiera a los pueblos de la Banda Norte nada menos
que en lo que hoy se llama puertos libres. O sea, que todo el mundo pudiera comerciar con ellos
desconociendo los derechos que asistía a
la mencionada oligarquía de Sevilla a
tener el monopolio de dicho comercio.
Esa
amenaza contenida en la segunda proposición
del Arzobispo Dávila puso en movimiento a los Miembros del Comercio de
Sevilla, organismo oficial que se
entendía con los negocios de las
colonias, y antes de que esos pasos llegaron más lejos se apresuraron a
recomendar a Felipe II, a la sazón el soberano español, para que tomara las medidas contenidas en aquellas recomendaciones a que se han referencia, y cuyo autor, por casualidad se
encontraba por esos lares, mediante las
cuales se ordenaría la devastaciones de las poblaciones del Norte de la
Isla de Santo Domingo.
Después
desaprobada por el Rey esas antipoliticas, antieconómicas y antihumanas
medidas, el autor de las recomendaciones
de nombre Baltasar López de Castro, llegó a Santo Domingo portador de las
reales cédulas contentivas de las instrucciones precisas para proceder a ponerla en ejecución.
Eso
sucedió en agosto de 1604, durante el
gobierno de Antonio de Osorio a quien le tocaría el dudoso privilegio de ser el
ejecutor de dichas medidas. Por cierto que
a Osorio le ha tocado la peor parte
a la hora de repartir responsabilidades en este feo asunto.
Hasta el punto que se conocen con el nombre de “Las devastaciones de
Osorio”, como si él hubiera sido
el único culpable de esos lamentables hechos.
Como
se nota por la fecha de llegada de Baltasar López de Castro y la que se da como el comienzo de la catástrofe,
a la que Pedro Mir denomina como “El
Gran Incendio” en su deliciosa obra de
ese mismo nombre, debían transcurrir todavía siete meses. Ello se debió a que
tanto los habitantes de las principales poblaciones a devastar como los de
Santo Domingo de inmediato se opusieron a la cruel medida. Asimismo hasta algunos
miembros de la Real Audiencia, el tribunal de alzada de la época, dejaron oír
su voz de protesta.
Fueron muchos
los argumentos en contra que se presentaron a Osorio, pero todo fue
en vano. En febrero de 1605 el
gobernador se puso en marcha hacia la región
que sería objeto de una de las
más despiadadas acciones que recuerda la
historia de la Isla.
Las
principales poblaciones a que se ha hecho referencia son: Montecristi, Puerto
Plata, Bayaja, Yaguana. Lo más grave del caso es que no fueron estas solamente
los objetivos de las reales cédulas. Fueron incluidas todas las aldeas
que, como era natural, eran habitadas por gente humilde
cuyos únicos medios de subsistencia era
recolectar y sacrificar las reses
cimarronas para cambiar sus
cueros a los contrabandistas.
Como un índice de la naturaleza de esta acción bastarda con decir que Osorio fue acompañado por 150 soldados provenientes de Puerto Rico
asignados expresamente por el Rey para
esta tarea a la que, como se ha
dicho, se opusieron las victimas de
dicha acción.
Para
los fines de la determinación del sentido de independencia, esto es, la determinación del momento
histórico en que éste dio su primera muestra de existencia, algunos
autores se remontan a ésta época para señalar ese momento.
Dichos
autores se basan en que en medio de las protestas a que dieron lugar estos
hechos ya se vislumbraba un espíritu de libertad separado del sentido de dependencia que los habitantes de la colonia habían recibido
como una herencia natural de España como descubridora, conquistadora y
colonizadora de estas tierras
Se
pude considerar como tal vez la primera manifestación en el sentido señalado
los incidentes que tuvieron lugar, sobre
todo, cuando le tocó el turno
para ser devastada la población de Bayajá. Dichos incidentes fueron de una naturaleza eminentemente popular en la que
tomaron parte los componentes llanos de
la comunidad dirigidos por quien
había fungido como su alcalde cuyo nombre, Hernando de Montero, ha sido recogido por la historia y que aparte de que no alcanzó sus objetivos nadie
puede negarle haber encabezado en estas tierras el primer
movimiento popular, esto es, el primer
movimiento que tenía sus raíces en las
masas populares que papeleaban por sus derechos conculcados por las clases
superiores, en este caso representada por Osorio y sus 150 soldados enviado por
la corona a hacer valer los derechos de la oligarquía sevillana.
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