sábado, 21 de septiembre de 2013

La destrujillización vacilante

4 Septiembre 2013

La estrujillización vacilante (1 de 2)

Fueron tres los acontecimientos sucesivos que marcaron para siempre la nueva etapa de la historia dominicana iniciada a partir de 1962. El primero sucede el 4 de enero de ese año, apenas justo cuatro días después de la instalación del Consejo de Estado parte I. Otro consejo, el de la Organización de Estados Americanos, deja sin efecto las sanciones económicas adoptadas por la mayoría de los países miembros de dicho organismo internacional en agosto de 1960, en San José de Costa Rica.
Dos días más tarde, la Unión Cívica Nacional se convierte en partido político, abandonando sus fundamentos de organización patriótica, jurados como inviolables de rodillas frente una soberbia multitud congregada meses antes frente al mausoleo que guardaba para la época los restos de los Padres de la Patria, por su máximo dirigente, Viriato Fiallo.
Cuatro días después de este suceso político, ocurre un suceso "moral". El Consejo Provisional que dirigía la Universidad Autónoma de Santo Domingo resuelve suspender como profesor de dicha academia al doctor Joaquín Balaguer, quien había sido por muchos años uno de sus más prestantes catedráticos. Semanas después de estos tres sucesos -que ocurren en apenas siete días- la UCN toma el control absoluto del poder, los Estados Unidos apresuran su planeado mando de la situación económica nacional, y Balaguer -deshecho políticamente y ultimado moralmente- sale cabizbajo hacia el exilio.
Como complemento a estos acontecimientos, el Consejo de Estado parte II, instaurado de nuevo pero sin Balaguer, buscando frenar la locura colectiva que se apoderó de las masas sin formación ni dirección política, que desaprobaban los extrañamientos de Balaguer y el general Rodríguez Echavarría y, en consecuencia, maldecían las aureolas nobles de los consejeros, inicia un proceso de destrujillización -Alea jacta est- confiscando de entrada los bienes de reconocidas figuras que habían servido a -y se habían servido de- la dictadura.
El Consejo de Estado, en su segunda y definitiva versión, se encontraba ahora a sus anchas para iniciar un proceso de consolidación democrática, aun cuando eran muchos los esquemas propuestos y múltiples los pedestales de odios y apetencias que era preciso derrumbar. El levantamiento de las sanciones permitiría al nuevo gobierno recibir los favores de empréstitos y donaciones, reiniciar un comercio que había sido suspendido desde hacía casi dos años, y promover alternativas de intercambio comercial con los países de la región y con las naciones industrializadas que habían roto sus relaciones de negocios con el régimen dominicano. Se abría así para los nuevos gobernantes la perspectiva económica que la Unión Cívica había luchado por mantener cerrada para el gobierno de Balaguer.
El ex presidente títere estaba ahora en el exilio, lejos de sus anteriores puestos de mando y sin ninguna probabilidad aparente de ser elemento de distensión y de influencia política sobre el nuevo escenario de la vida nacional. Balaguer, antes de partir, había sido sancionado "moralmente" por grupos adscritos a la nueva realidad política, y además las masas continuaban siéndole adversas, por lo menos las que tenían el poder de vociferar en las calles y de reclamar su cabeza, junto a la del general Rodríguez Echavarría, único pecado hasta el momento que las virulentas multitudes enrostraban a los miembros del Consejo de Estado, al considerar que ambos no debieron nunca haber sido favorecidos con salvoconductos para extrañarlos del territorio nacional.
La perspectiva política pues, también era en gran medida favorable para el nuevo Consejo de Estado, presidido por Rafael F. Bonnelly, ex secretario de Justicia del régimen de Rafael Leonidas Trujillo, quien había sido incluso descartado por los fundadores de Unión Cívica Nacional para que pasara a formar parte del equipo primigenio de esa organización, a pesar de que había colaborado en la redacción de sus documentos constitutivos, precisamente por tener aún sobre su testa la aureola de integrante distinguido del gobierno trujillista. A Bonnelly le tocaría, sin embargo, iniciar el proceso de destrujillizar el país, primero firmando el decreto que anunciaba la constitución del Comité Nacional de Destrujillización, y segundo, produciendo las primeras medidas de cartel -teatro para incautos- que debían corresponder a la iniciativa del Consejo.
En verdad, las auténticas medidas de destrujillización las había tomado el mismo pueblo, al calor de la euforia antitrujillista prevaleciente, todavía estando en el territorio dominicano los hijos, hermanos y parientes del dictador. Líderes anónimos en la mayoría de las ocasiones, cabezas de grupos formados espontáneamente, entusiasmados con la idea de producir la decapitación absoluta de los remanentes físicos y simbólicos de la dictadura, habían tomado la iniciativa valiente, agresiva, riesgosa, de derrumbar bustos de Trujillo y de toda su familia, estatuas ecuestres, paneles y murales que contenían símbolos del trujillato en la capital de la República, en cabezas de provincias, en comarcas de todo el país.
Esas mismas masas rugientes, a las que Balaguer temió en todo momento, y a las que los mismos dirigentes ucenistas que las compusieron y organizaron no pudieron en un momento dado controlar y dirigir, persiguieron a delatores y antiguos funcionarios del anterior régimen, golpearon a sujetos que consideraron culpables de actuaciones ruines, asaltaron residencias y mansiones de altos personeros que habían sido abandonadas por sus ocupantes en la estampida presurosa hacia el exilio, y apedrearon, persiguieron, acosaron a centenas de estancias y negocios de personas responsabilizadas por acciones pro trujillistas, o como sucedió en muchos casos, simplemente amigas de personeros del régimen pero sin responsabilidad en la comisión de abusos de ninguna índole.
El Comité Nacional de Destrujillización estaba en pie para organizar el proceso en sus aspectos menos "populares", como era la destrujillización de negocios, haciendas, privilegios, a las que el populacho aventurero no podía tener acceso. Antes de partir hacia el exilio y estando aún asilado en la Nunciatura, el ex presidente Balaguer había sido una de las primeras víctimas de ese proceso de destrujillización, anterior a la instalación del referido organismo, en un acto promovido y apoyado por algunos de los que habían disfrutado de sus cátedras regias y se habían beneficiado de sus saberes y entrega magisterial. El denominado Consejo Provisional Universitario decidió, mediante resolución adoptada el 10 de enero de ese año de 1962, suspender como profesor titular de la UASD -a la cual Balaguer le había conferido el fuero y la autonomía en medio de los albores de la nueva era de democratización- al egregio maestro que había asistido puntualmente, con su temperamento sosegado, a sus compromisos académicos, aun en los años en que ocupó posiciones relevantes como la de Vicepresidente de la República.
Aquella resolución contenía las firmas de Julio César Castaños Espaillat, René Augusto Puig Bentz y Froilán Tavárez hijo, abogados el primero y el último, y odontólogo el segundo, quienes ocupaban en ese momento los más altos cargos de la regencia universitaria. Los representantes estudiantiles eran Antonio E. Isa Conde y Asdrúbal Domínguez. Al paso de los años, Castaños Espaillat ocuparía posiciones relevantes en los gobiernos presididos por Balaguer. Incluso, le disputaría la candidatura presidencial dentro del partido cuyo líder era aquel a quien había ayudado a expulsar de la UASD. El doctor Froilán Tavárez fue para los comicios de 1990 el presidente de la Junta Central Electoral, elecciones ganadas nuevamente por Balaguer. Puig Bentz no tuvo posteriormente ninguna destacada vida política, mientras que Asdrúbal Domínguez, otrora importante líder estudiantil, abandonó más tarde el activismo político por el arte pictórico. Antonio Isa Conde pasó a ser con los años un reconocido industrial y líder empresarial y fue el único de este grupo que mantuvo una coherente postura anti balaguerista.
El proceso de destrujillización, mientras tanto, se realizaba en dos vertientes contradictorias: aceleradamente, cuando respondía al interés de traspasar privilegios, prebendas, acciones empresariales o restablecer a antiguos propietarios bienes que Trujillo y sus familiares se habían adjudicado arbitrariamente; lentamente, cuando se trataba de recordar, establecer o imputar responsabilidades en delitos mayores o menores durante los treinta años de dictadura. En este proceso se encubrieron muchas acciones, se protegieron muchos nombres y apellidos, y se organizaron ruidosas y, en ocasiones, espectaculares demostraciones contra sicarios que aparecían casi como los únicos condenados posibles y necesarios. Faltaba ver, pues, cuál era la verdadera destrujillización que se pretendía.
El proceso de destrujillización, mientras tanto, se realizaba en dos vertientes contradictorias: aceleradamente, cuando respondía al interés de traspasar privilegios, prebendas, acciones empresariales o restablecer a antiguos propietarios bienes que Trujillo y sus familiares se habían adjudicado arbitrariamente; lentamente, cuando se trataba de recordar, establecer o imputar responsabilidades en delitos mayores o menores durante los treinta años de dictadura. 
De José Rafael Lantigua

La destrujillización vacilante (2 de 2)

Destrujillizar no era, sin dudas, lo que intentaban impulsar los consejeros de Estado de 1962. Desde su exilio, Balaguer se lo echaba en cara. Ponía como ejemplo la creación del Central Río Haina, la forma como numerosos campesinos habían sido despojados de sus tierras para dar paso a ese emporio azucarero; combatía acremente a "ciertas togas, encubridoras de falsas reputaciones" a quienes calificaba de "voraces" y mencionaba específicamente el despojo de que había sido víctima la familia Alfonseca, de Santiago, a causa de la participación de uno de sus miembros en la expedición de Cayo Confite, cuyas acciones en una casa comercial de la ciudad cibaeña fueron repartidas.
Para destrujillizar el país y sus instituciones, había primero que comenzar a destrujillizar el propio Consejo de Estado. Balaguer lo hacía saber claramente: "Trujillo desvalorizó los hombres, humilló la sociedad, tiró a la calle el honor de muchos pergaminos familiares y se burló del respeto debido a todas las consideraciones sociales". Era un lastre ignominioso que todavía perduraba, pues el Consejo destrujillizante mantenía vivo el Foro Público, donde se había mancillado "con morbosa delectación la buena fama de los ciudadanos más íntegros y donde se intrigó con la reputación de las familias más dignas".
Al margen de querencias y malquerencias, de que Balaguer buscaba cuidar su cabeza de un proceso destrujillizador que barriera con sus ocultas ambiciones durante más de tres décadas esperando que el mango cayera de la mata, el ex presidente títere daba en la diana cuando hablaba. Destrujillizar para Balaguer era liquidar el espionaje, la delación, las deportaciones, los expedientes intimidatorios. Era entregar los monopolios de la dictadura al usufructo exclusivo del pueblo. Era clausurar las mansiones, las fragatas, los yates de lujo. Era suprimir los contratos que dejaban jugosas comisiones.
Balaguer tenía razón en gran medida. Donde quizá Balaguer no tenía razón -era parte interesada en alguna forma y sabía que si el proceso de destrujillización se consolidaba institucionalmente él acabaría siendo perjudicado para siempre- era en la necesidad que planteaba de tolerancia. De tonto, ni un pelo.
La destrujillización traspasaba acciones empresariales sin conocimiento cabal de las mayorías, transformaba el comercio de influencias, repartía alegremente patrimonios que eran ya propiedad del Estado o de la suma de todos los ciudadanos. Pero no modificaba las estructuras militares, tan leales a Trujillo y tan comprometidas, en una parte muy apreciable, con sus desmanes; no iniciaba juicios convincentes, salvo algunos teatros, contra servidores del trujillato que, al cabo de los años vieron aumentar en vez de disminuir sus influencias sociales y económicas, y acabaron teniendo su participación en el régimen de Trujillo y su lealtad al dictador como virtudes para su posterior encumbramiento en la sociedad.
La destrujillización solo pudo condenar a los asesinos de las hermanas Mirabal, pero no pudo llegar al fondo de tantos abusos cometidos durante los años de la dictadura, cuyos responsables continuarían impertérritos en el recuerdo de sus hazañas, audaces en sus rentables glorias y firmemente condonadas sus deudas.
La destrujillización pues, acabó siendo un mito. Nadie podría confirmar hoy si fue mejor que así ocurriese o, sin embargo, si hubiese sido más provechoso para la democracia dominicana que todos los vestigios de la dictadura, incluyendo a sus personeros y personajes, sus grandes delitos y sus simples lealtades, sus ruines delaciones o sus guerrerías nimias, fueran incineradas por la historia, estableciendo responsabilidades y borrando la totalidad de sus ignominiosas servidumbres.
El primer paso tal vez podría parecer hoy desacertado y así lo creen algunos sectores intelectuales. Empero, creemos nosotros que ese fue el paso que dictó la hora y las conveniencias. Destrujillizar por completo, visto al cabo de cincuenta años, no era una posibilidad abierta a la realidad de aquella época. Los mismos victimarios del momento podrían haber acabado siendo sus propias víctimas. Para destrujillizar era necesario que las órdenes emanasen de los reales perjudicados por la dictadura, de la juventud aguerrida que enfrentó al tirano y sufrió en sus ergástulas la sed de sangre de sus sicarios. Era necesaria la presencia en el escenario del poder del exilio sano y vigorosamente antitrujillista que no estaba dispuesto a ceder, sino a transformar y a recomponer la vida nacional.
Muchos sistemas de presión y represión del trujillato fueron traspasados a las nuevas direcciones políticas durante esta etapa, y esa herencia acabó siendo recogida por el nuevo Balaguer que comenzó a dirigir, ahora con fuerza y destino propio, la cosa pública a partir de julio de 1966.
Es probable que esa juventud aguerrida que, en su momento, tuvo una fuerza impactante en un amplio sector de la población, no pudo vislumbrar con certeza sus reales desafíos y se perdió en el agresivo tejido político del momento. La ideología acabó oscureciendo la visión política, la táctica se comió a la estrategia y los resultados fueron contundentemente demoledores. Basta leer el certero examen que hace de esa realidad Rafael Chaljub Mejía en su libro reciente sobre Manolo Tavárez, para comprender los yerros cometidos durante este interregno histórico por quienes estaban llamados, por múltiples razones, a liderar este proceso.
Las pautas, lamentablemente, fueron marcadas por otros. Y esos otros, o parte de ellos para no ser injustos, cerrarían filas en el cercenamiento democrático perpetrado en el madrugonazo del 25 de septiembre del año siguiente. Y la fuerza que les faltó para realizar un proceso de destrujillización eficaz, la utilizaron para crear de nuevo exilio, persecución y muerte, en ese otro proceso infame que fue la eliminación de los integrantes de grupos de izquierda revolucionaria o lo que fue lo mismo, la "descomunización" que arrastró no pocas acciones copiadas de la barbarie trujillista.
Entre los que marcaron pautas en aquellas horas estuvo, en primera fila, Joaquín Balaguer. Resultaba insólito, pero así fue. Balaguer los conocía débiles y su inteligencia y experiencia política se los comía vivos a todos. A los que no dejó atrás y logró que la historia los llevase al olvido, los puso a su servicio durante los años en que presidió sus duros gobiernos.
Criticaron a Bosch porque con sabiduría política, conceptualización intelectiva, conocimiento cabal de la historia y sólida experiencia personal -cualidades inexistentes en sus contrarios- entendió como nadie la fuerza gravitante del trujillismo y en vez de látigos ofreció una cuenta nueva que le permitió ascender al poder meses más tarde. La votación mayoritaria a su favor no provino de los trujillistas (error de apreciación que todavía algunos enarbolan) sino del pueblo que, en el fondo, temía al porvenir a causa del oscurantismo en que había vivido durante tres décadas y se fue tras el líder que junto a nuevas perspectivas intentaba borrar las secuelas dejadas por la dictadura, pero de un modo menos brusco e inseguro que el de las huestes cívicas. Por el tablazo político que significó la victoria de Bosch, no pudieron jamás sus enemigos dormir tranquilos y todos conocemos lo que pasó después.
Los antitrujillistas de nuevo cuño no supieron marcar sus pautas. No tenían objetivos claros, y eso les hizo perder la perspectiva. La actitud de los cívicos de convertir su organización patriótica en partido político barría con las proclamas redentoras y las aspiraciones democráticas que surgían por doquier. El nuevo discurso inauguraba una era de contradicciones en la que Balaguer, un poco al viento de las circunstancias y las coyunturas, un poco al calor de sus propias e inteligentes estrategias, acabaría siendo el gran beneficiado. La historia se encargaría de reprochar a los prohijadores de la que fue, sin dudas, la más vibrante y hermosa efeméride de la nueva vida dominicana, sus ditirambos, sus vacilaciones, sus glotonerías de poder y sus cobardías.
www. jrlantigua.com
De José Rafael Lantigua

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