lunes, 22 de abril de 2013

LOS ETRUSCOS RELIGIÓN Y MUNDO FUNERARIO

LOS  ETRUSCOS
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RELIGIÓN Y MUNDO FUNERARIO

Considerados en el mundo antiguo como un pueblo muy religioso, la esencia de su religiosidad estaba marcada por un sentido de casi total anulación de la personalidad humana frente a la voluntad divina, garante del orden y la racionalidad. La convicción de que todo lo que sucedía en el mundo de los hombres no ocurría por casualidad, sino que era previsible, determinaba la exigencia de interpretar la voluntad de los dioses por mediación de expertos en las artes adivinatorias y la necesidad de disponer de normas rituales bien definidas que debían ser observadas escrupulosamente. En el ámbito de la religión etrusca, el examen de las vísceras de los animales sacrificados tenía gran importancia en las prácticas adivinatorias y se confiaba a un tipo particular de sacerdote, el “arúspice”, que tenía la misión de interpretar la voluntad de los dioses leyendo el mensaje impreso en las vísceras por la propia divinidad. Los arúspices pertenecían a los rangos más elevados de la sociedad y gozaban de gran fama y prestigio, beneficios derivados del hecho de que todos los aspectos de la vida pública y privada estaban condicionados por sus respuestas (llegaban incluso a modificar equilibrios políticos de gran importancia con sus interpretaciones de los auspicios). Estos sacerdotes y su disciplina tuvieron en Roma una amplia acogida y numerosos seguidores hasta la época imperial.

La “disciplina” etrusca se funda en la doctrina revelada por el joven Tages, el nieto de Júpiter milagrosamente surgido de la tierra durante el arado, que dictó los elementos fundamentales a seguir por los doce populi de Etruria, que se reunían con ocasión de las celebraciones anuales de carácter nacional en el santuario del dios Voltumna. Además de esta ocasión comunitaria, cada ciudad etrusca celebraba numerosas fiestas en sus santuarios en honor a las distintas divinidades que caracterizaban el panteón etrusco, formado en gran parte por divinidades indígenas pero asimiladas en cuanto a su aspecto exterior a las del mundo griego y latino. Los dioses más importantes eran Tinia (asimilable al Zeus de los griegos y al Júpiter de los romanos), Uni (protectora de los nacimientos y de las ciudades que tenía su homóloga en la griega Hera, convertida en Juno por los latinos) y Menrva (divinidad de origen etrusco o itálico, asimilada a Atenea). Estas divinidades formaron la triada etrusca que, en Roma, fue objeto del culto más importante de la ciudad con los nombres de Júpiter, Juno y Minerva. Con la introducción de la mitología griega en el mundo etrusco, durante la primera mitad del siglo VI a.C., entraron a formar parte de las divinidades veneradas en Etruria el héroe griego divinizado Hércules (Hercle),y Ártemis (Aritimi), la hermana de Apolo, llamada por los latinos Diana. Finalmente, del mundo latino, o más genéricamente itálico, provienen algunas divinidades conectadas con las fuerzas reproductivas del hombre y de la naturaleza, con el paisaje primordial y con el más antiguo ciclo agrario: Maris, Nethuns y Saturnus.

El culto celebrado en los santuarios contemplaba la ofrenda a la divinidad de presentes votivos para propiciar el favor de los dioses o como agradecimiento por las peticiones cumplidas. Si bien las ofrendas consistían en objetos de distintos tipos, la gran mayoría eran estatuas que representaban a la divinidad venerada en el santuario, al oferente o, simbólicamente, a los animales sacrificados. A menudo se ofrecían objetos preciosos (vasos de importación griega o de manufactura local), representaciones en terracota o bronce de partes del cuerpo humano afectadas por enfermedades (especialmente en los santuarios dedicados a divinidades vinculadas a la salud) y simples productos de la naturaleza. Por su carácter sagrado, las ofrendas no podían ser destruidas y después de un cierto tiempo se depositaban ritualmente en pozos o depósitos subterráneos denominados favisse. Estas ofrendas constituyen una fuente inagotable de información para el estudio de las creencias, del culto e incluso del estatus económico y social de las personas que frecuentaban estos santuarios.

Las necrópolis

El siglo VI a.C. señala el declive de la cultura principesca que, durante el siglo anterior, había hecho proliferar en Etruria las necrópolis con túmulos monumentales destinados a albergar los restos de los príncipes y sus lujosos ajuares funerarios. Durante los siglos VI y V a.C. se ponen en marcha una serie de procesos que llevan a experimentar nuevas formas de gobierno en las ciudades estado de Etruria, con modalidades diversas y en momentos diferentes según se trate de una u otra ciudad. La proliferación de intercambios comerciales en manos de gentes de orígenes y extracción social diferentes, con la consiguiente riqueza que de tales intercambios se deriva, comportan la aparición de nuevas figuras en el seno de la aristocracia tradicional. Se produce un desarrollo de la sociedad que alcanza incluso a las capas menos favorecidas, dando cabida a nuevos actores y modelos sociales. Tales cambios se manifiestan en los usos funerarios, en la tipología y en la organización de las necrópolis. Frente a las grandes tumbas con túmulo, expresión monumental de los grupos aristocráticos de la época orientalizante, cada vez más en declive, se van consolidando las tumbas de cámara, generalmente destinadas a la pareja conyugal (expresión de la familia y de la fortuna económica de las nuevas clases emergentes). En Caere y Volsinii, las necrópolis del siglo VI a.C. se caracterizan por el gran número de tumbas “de dado”, de tipo y medidas casi estandarizados, con ajuares modestos. Se trata de auténticas “ciudades de los muertos” organizadas según los planes urbanísticos de las “ciudades de los vivos”. En Tarquinia los túmulos son muy reducidos con cámaras funerarias, en general de pequeñas dimensiones, destinadas al enterramiento de la pareja marital únicamente. En Vulci, como prueba de que las aristocracias no siempre se dejaban involucrar fácilmente en este proceso de transformación de la sociedad, al menos en la primera mitad del siglo VI a.C., persisten algunas sepulturas extraordinarias, como el gigantesco túmulo de la Cuccumella o la tumba de Iside, con un ajuar espectacular.

Como ejemplo de la evolución experimentada por las “ciudades de los muertos” en el transcurso de las épocas arcaica y clásica se pueden tomar en consideración las necrópolis de dos grandes centros de la Etruria meridional costera: Cerveteri y Tarquinia. El paisaje de la necrópolis de Cerveteri se caracteriza por los imponentes túmulos orientalizantes de planta circular, pero también son singulares las tumbas de cámara que, en su interior, reproducen aspectos de la arquitectura doméstica. A partir del final del siglo VII a.C. y durante todo el periodo arcaico, el esquema más extendido es el de la tumba con dos cámaras en eje (aunque también sea frecuente la tumba con una estancia transversal), en cuyo fondo se abren tres cellas (tampoco faltan versiones simplificadas con sólo dos cellas e incluso de cámara única). Al igual que en la época precedente los lechos fúnebres son distintos según el sexo: sarcófagos con tímpano triangular para las mujeres y kline con patas modeladas para los hombres. El ajuar incluye bancos, mesas, sillas, bargueños y reproducciones de cestas cilíndricas de mimbre. En las paredes, frecuentemente se hallan escudos esculpidos o pintados, y en el vestíbulo, también esculpidos, dos tronos con reposapiés, alusivos a la pareja de los antepasados que iniciaron la saga familiar. A partir de la primera mitad del siglo VI a.C., aparece un nuevo tipo de tumba llamada “de dado”, creación característica de Cerveteri, que encontrará eco inmediato en otros lugares. Los dados son edificios cuadrangulares provistos de fachada, a veces construida con bloques cuadrados y coronada con marcos moldurados, con varias tumbas en su interior colocadas unas al lado de las otras. Este tipo de tumba estandarizada y, por tanto, particularmente adecuada para la clase media alta de la población, era fácilmente integrable en una planificación de naturaleza urbanística y, de hecho, las sepulturas están alineadas a lo largo de calles rectilíneas o bordeando pequeñas plazas, como si se tratara de una verdadera implantación urbana. El interior de la tumba también evoca la arquitectura doméstica, con tres estancias alineadas o con un atrio al que dan una o más cellas, decoradas con reproducciones de mobiliario esculpido en la piedra. A partir de finales del siglo VI a.C., prevalece la tumba con una sola cámara de mayores dimensiones, con un pilar central y un banco continuo en las paredes, indicio de un cambio de dirección respecto a la representación de la casa. No es casualidad que ahora aparezcan en Etruria las primeras alusiones a un más allá tomado del mundo griego, distinto del mundo terrenal, signo evidente de que se apaga la doctrina de tipo primitivo que preveía la supervivencia del difunto en la tumba. En los sepulcros más recientes se excavan numerosos nichos parietales a lo largo de las paredes y encima del banco, con el fin de incrementar el espacio útil para los enterramientos. A partir del siglo IV a.C., quizá por la creciente dificultad para encontrar nuevos espacios funerarios y en un intento de explotar capilarmente el subsuelo, se procede a la excavación de vías y plazas profundamente encajadas en la roca, con las tumbas excavadas en el nivel más bajo.

En Tarquinia, a partir de las postrimerías del siglo VII a.C, se afirma una tipología de tumba hipogea que, en general, se mantendrá sin cambios durante cerca de dos siglos. Consiste en una pequeña cámara cuadrangular excavada en la roca a la que se desciende a través de un corredor con rampa o con peldaños y con tejado a doble vertiente y viga central; con un túmulo de modestas dimensiones. Solo el tres por ciento de los hipogeos identificados hasta hoy presenta las paredes y el techo pintados, es decir, las sepulturas pertenecientes a la aristocracia de antigua y nueva formación, pues evidentemente sólo las clases más acomodadas podían permitirse el lujo de hacer pintar sus sepulcros. Ésta es una costumbre documentada en distintos centros etruscos (Veyes, Vulci, Orvieto, Chiusi, etcétera), pero solo en Tarquinia alcanza tales proporciones y se prolonga tanto en el tiempo, con un arco cronológico que va desde finales del siglo VII al III a.C., prácticamente durante todo el periodo de vida de la ciudad (las pinturas de las cámaras funerarias son particularmente significativas porque constituyen un fiel espejo de la vida y de la muerte de los etruscos y de su concepto del más allá). El estilo de las pinturas más antiguas, siglo VI a.C., indica la presencia de pintores extranjeros, sobre todo artistas greco orientales inmigrados desde la Jonia asiática, puestos al servicio de las aristocracias etruscas. Reflejan una concepción primitiva de la muerte según la cual el difunto sobrevive allí donde su cuerpo ha sido depositado. Durante la primera mitad del siglo VI a.C., la decoración pictórica se limita, fundamentalmente, a evidenciar los elementos arquitectónicos del sepulcro (la puerta, las vigas del tejado, etcétera) y a decorar con parejas de animales feroces los dos pequeños tímpanos triangulares de las paredes cortas de la cámara (alusión a las amenazadoras criaturas que acompañaban al difunto en su viaje ultraterreno). A partir del año 530 a.C., aproximadamente, la decoración se extiende a todas las superficies de la cámara sepulcral. Esta extraordinaria “pinacoteca subterránea”, nacida de incorporar a la tradición local las aportaciones artísticas, culturales e ideológicas del mundo griego, constituye una fuente inagotable de conocimiento sobre la vida y la muerte de los etruscos y sus creencias religiosas. Las escenas de caza y pesca, la frecuente referencia a paisajes marinos, los banquetes amenizados con música y danzas, las celebraciones de despedida del fallecido y los juegos fúnebres en honor del difunto constituyen referencias explícitas a la vida, a los pasatiempos y a las actividades cotidianas de las aristocracias y de las nuevas élites dominantes, al igual que las largas y articuladas ceremonias que distinguían sus funerales. Pero algunos de estos temas aluden también, aunque de forma menos explícita, al viaje que debía emprender el difunto para alcanzar la Isla de los Beatos, donde tendría lugar el eterno simposio que, finalmente, verá a todo el clan familiar reunido en el banquete. No faltan referencias a cultos tomados del mundo griego y ligados al mundo de ultratumba, por ejemplo el culto a los Dióscuros, los hermanos divinos que entran y salen del hades, particularmente indicados, por tanto, para ser representados en una tumba; o también a los cultos dionisíacos, en los que el vino y la actividad social asumen un papel central. Son muy raras, en época arcaica, las citaciones explícitas de mitos griegos, de las que actualmente se conoce un único ejemplo: la emboscada de Aquiles a Troilo en la llamada Tumba de los Toros, que pretende exaltar las virtudes heroicas y el rango del difunto comparando sus empresas con las de los héroes homéricos. A partir de la segunda mitad del siglo V a.C. aparecen los primeros signos de un nuevo concepto de la muerte llegado del mundo griego con la introducción de religiones mistéricas de tipo órfico pitagórico. Éstas aportan una visión distinta del mundo ultraterreno, ligada a la esperanza de salvación de los difuntos y con referencias a un más allá poblado por demonios monstruosos y personajes de la mitología griega. De finales del siglo V a.C. data la escena más antigua que se conoce de la pintura funeraria etrusca ambientada en el hades, pintada en la pared derecha de la Tumba de los Demonios Azules, último hipogeo importante decorado con frescos que se ha descubierto en Tarquinia. El camino que la difunta debe recorrer para alcanzar el más allá es tortuoso y está poblado por una pluralidad de figuras infernales. Algunas de estas figuras son de clara ascendencia griega como Caronte (el barquero de almas) y Eurínomo (demonio devorador de cadáveres), mientras que otras anticipan y prefiguran las numerosas entidades infernales etruscas conocidas a través de las tumbas del siglo IV a.C., como por ejemplo el terrorífico Tuchulca (de cabello serpentiforme y pico ganchudo). La estructura de la tumba también experimenta cambios por la progresiva ampliación de la cámara sepulcral, destinada en época helenística a acoger a todo el grupo familiar (a varias generaciones incluso). Los restos mortales se depositan ahora dentro de sarcófagos de piedra y de terracota, sobre cuyas tapas se encuentra esculpida la figura semitendida del difunto en el momento del banquete.

Los ajuares fúnebres no alcanzan ya la espectacularidad y suntuosidad de los de la época de los príncipes, pero continúan subrayando y exaltando el papel del difunto y su clase social. El muerto era sepultado con su vestimenta y ornamentos personales (collares y joyas) y junto a su cuerpo se situaban los objetos que definían su sexo y su rol (armas y objetos de gimnasio para los hombres y joyas para las mujeres). Decoraban la cámara también todas las manufacturas destinadas a acompañar a los difuntos en el más allá y que subrayaban su rango (ante todo el servicio de banquete)

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