miércoles, 6 de junio de 2012

EL MISTERIO DEL MAL, DEL DOLOR Y DE LA MUERTE


MONS. STRAUBINGER: JOB, EL MISTERIO DEL MAL, DEL DOLOR Y LA MUERTE

EL MISTERIO DEL MAL, DEL DOLOR Y DE LA MUERTE
Comentarios y Ensayos de Monseñor Juan Straubinger sobre el Libro de Job

LA FALLA DE JOB
 ¿CUÁL ES LA FALTA DE JOB?
Tratemos ahora de penetrar más hondamente en el misterio. ¿Qué es lo que le faltó a Job? Vemos que Dios empieza haciendo de él una aprobación verdaderamente extraordinaria, extensiva a toda su vida anterior a las pruebas y a la disputa que forman todo el drama: “No hay otro como él en la tierra, varón sencillo y recto, y temeroso de Dios, y ajeno de todo mal obrar” (1, 8).
Vemos también que al final y aun refiriéndose a la actitud de Job en la discusión misma, Dios vuelve a justificarlo, al propio tiempo que censura a los amigos: “Estoy altamente indignado contra ti y contra tus dos amigos, dice el Señor a Elifaz, porque no habéis hablado con rectitud en mi presencia, como mi siervo Job… y el Señor se aplacó en gracia de Job (42, 7-9).
Sin embargo, hay una falla de Job Dios, le hace, con paternal benignidad, un reproche irónico, para mostrarle que en algo no ha acertado. El discurso del Señor (cap. 38-42) no se ocupa sino de establecer que sólo el Creador gobierna el mundo y se reserva sus secretos.
Pero, ¿qué tiene que ver esto con los sufrimientos de Job? ¿Acaso él ha pretendido penetrar esos secretos de la naturaleza?
No los naturales, pero sí los designios de Dios con respecto a él. Y de aquí viene el reproche con que Dios le acusa, de haber oscurecido el plan divino con discursos sin inteligencia (38, 2).
Cierto que no ha pecado, pues lo hizo por contestar los pérfidos ataques de sus amigos. Pero el Señor le da a entender que mejor habría hecho en no inquietarse por eso. No porque le haya ofendido a Él, sino porque ha sufrido inútilmente, como quien pretende dar coces contra el aguijón” (Hech. 9, 5) o penetrar lo impenetrable.
LA SABIDURÍA QUE FALTÓ A JOB
La sabiduría se anticipa a aquellos que la codician, poniéndoseles ella misma delante.
Quien la buscare “no tendrá que fatigarse, pues la hallará sentada en su misma puerta” (Sab. 6, 14-15). Y esto es porque el Divino Padre, que es bueno, “dará el buen espíritu a quien se lo pida” (Luc. 11, 13).
Esa sabiduría es tal que, “juntamente con ella nos vienen todos los bienes, y recibimos por su medio innumerables riquezas” (Sab. 7, 11).
Por ella nos vienen también “los grandes virtudes, por ser ella la que enseña la templanza, la prudencia, la justicia y la fortaleza, que son las cosas más útiles a los hombres en esta vida” (Sab. 8, 7).
Resulta, pues, evidente que conocer el modo de llegar a la sabiduría, es tener la receta infalible para librarnos de toda imperfección que pueda hacernos olvidar lo que agrada a Dios.
No le faltó a Job doctrina dogmática, pero sí le faltó algo de esta sabiduría espiritual.
El piadoso paciente habría podido ahorrarse tantas consideraciones con respetar el misterio de ese Dios impenetrable para nosotros —”cuya sabiduría se predica en el misterio, porque es sabiduría escondida” (I Cor. 2, 7)— y atenerse simplemente a la fe en aquel Dios fiel, cuya amistad había frecuentado tantos años, y el cual no podía permitir nada que fuese para su mal.
Entonces habría visto, como San Juan de la Cruz, que es mucho más lo que ignoramos de Dios que lo que sabemos; por lo cual, al pensar en Él, debemos, para poder explotar acertadamente lo poco que sabemos, no perder nunca de vista el inmenso margen de lo que ignoramos.
Entonces, el Espíritu “que penetra hasta las profundidades de Dios” (I Cor. 2, 10), habría hecho comprender a Job lo que el Ángel Rafael dijo a Tobías: “Por lo mismo que eras acepto a Dios, fue necesario que la tentación te probase” (Tob. 12, 13). Y así habría entendido Job, con el consiguiente consuelo espiritual, que Dios, lejos de reprobarlo por pecados que él no había cometido (y que negó con santa rectitud, pues lo contrario habría sido mentira), le estaba dando una prueba de predilección, para santificarlo aún más, con el aumento de esa esperanza que viene de la prueba o experiencia, gracias a la paciencia, según el proceso que admirablemente nos muestra San Pablo (Rom. 5, 1-5).
LA LEY DE ADÁN
Job, por bueno que fuese, no podía escapar a la ley de Adán; pues de otro modo tendríamos que decir que era un personaje imaginario y no real. Es decir, que sólo por una asistencia enteramente extraordinaria de Dios pudo haberse librado en absoluto de toda falta, cosa que no hicieron ni los más grandes amigos de Dios, Abrahán, Moisés y David.
Pero, aun en ese estado de inocencia personal, debió pesar en Job la naturaleza caída; por lo cual, era necesario que la tentación lo probase; lo probase en su fe, como el oro se prueba en el crisol (I Pedro 1, 7), para “perfeccionarlo, fortificarlo y consolidarlo, después de sufrir un poco” (I Pedro 5, 10); lo probase como hace la Sabiduría con sus elegidos “entre temores y sustos… hasta explorar todos sus pensamientos”, y fiarse ya del corazón de él” (Ecli. 4, 19).
En una palabra, lo que Dios señala amablemente a Job, es su falta del sentido del misterio. Y para eso, comienza mostrándole que, aun en las cosas de la naturaleza, sobre las cuales Job había reconocido plenamente la divina soberanía (véase los caps. 26 y 28), hay escondidos innumerables secretos.
El argumento recuerda el de Jesús a Nicodemo: si no creéis —o si no entendéis— las cosas terrenas, ¿cómo entenderéis las celestiales? (Juan 3, 12).
Notemos que esa falta del sentido del misterio que está reservado a Dios, puede llevarnos a obrar como lo hicieron Eva y Adán, movidos por el engaño de Satanás, queriendo descubrir por violencia lo que Dios quiso dejar oculto, e incurriendo en la sanción que grandiosamente expresan los Proverbios: “El que se mete a escudriñar la majestad (de Dios), será aplastado por su gloria” (Prov. 25, 27).
En verdad, nuestra conducta suele parecerse en insensatez a la de nuestros primeros padres, más de lo que creemos. Pues teniendo a nuestra disposición los secretos sin límites que Dios se digna revelarnos en la Sagrada Escritura (Ecli. 24, 39; Juan 15, 15), prescindimos muchas veces de ellos, como Adán de los demás frutos del Paraíso, para ir a pretender precisamente aquel único que nos está prohibido; prohibido por una providencia paternal y amante, que sabe que eso no nos conviene.
JOB, PROTOTIPO DEL HOMBRE
Hay en el misterio de Job algo más que esa curiosidad que nos lleva a querer penetrar los designios de Dios a nuestro respecto, y a fijarle plazos y dictarle condiciones sobre lo que debe hacer con nosotros, que somos mucho menos que hormigas en manos del Creador.
Hay algo peor que esa preocupación insensata de corregir a Dios, y es: esa ansia de justificarnos, de defendernos, de quedar bien cuando somos atacados o está en tela de juicio nuestra conducta. “Jesús autem tacebat”: “Jesús, empero, callaba y nada respondió” (Marc. 14, 61).
El santo Job, que expone admirablemente bien la doctrina de que sólo Dios puede hacer justo al hombre nacido en pecado, no se libra de incurrir alguna vez en ese empeño de que se forme un tribunal entre Dios y él, para que salga a luz su inocencia. He aquí, pues, lo que Dios le reprocha suavemente, pero sin imputárselo a pecado, antes bien reprendiendo a los tres amigos (42, 7), cuya tremenda pesadez pudo sin duda exasperar el ánimo de quien no tuviera la paciencia de Job.
Así en el Salmo 105 (vers. 32), el mismo Espíritu Santo deja constancia de que la falta de Moisés en las Aguas de la Contradicción fue por culpa de los que le irritaron.
Por eso observamos en una de nuestras notas al presente libro (21, 1), cuan sabio es el consejo de S. Pablo que nos previene contra toda discusión, y cómo en el caso de Job la permitió Dios en beneficio nuestro, a fin de que recogiésemos su ejemplo para escarmiento, y pudiésemos, además, aprovechar para nuestra enseñanza los raudales de riquísima doctrina que fluyen de estas divinas páginas. Job —lo hemos dicho antes— no es un personaje de ficción. Aunque su historia está aquí escrita, en la más alta forma poética, se trata de un hombre verdadero.
No puede extrañarnos, pues, que aun siendo santo, haya tenido alguna debilidad, como todo hijo de Adán, fuera del Verbo Encarnado y su inmaculada Madre.
¿FUE JOB UN ESTOICO?
He aquí un aspecto fundamental de la figura que estudiamos. La fama popular, que tiene como proverbial la paciencia de Job, y suele citarla sin conocer bien al personaje, tiende quizás a creer que Job “llevaba penas en silencio”.
El que haya leído el libro de Job, sabrá bien que la verdad es todo lo contrario y que Job da rienda suelta a su dolor llenando el aire con sus quejas: esas quejas de las cuales nosotros habíamos de sacar tan saludables enseñanzas.
Dedúcese, pues, de aquí una advertencia importantísima: ¡No nos escandalicemos! Tan lejos está la Iglesia de escandalizarse de las quejas de Job, que las ha tomado como único texto para todas las sublimes lecciones del Oficio de Difuntos (véase los textos de esas lecciones señalados al final de nuestra Introducción al Libro de Job). Vale la pena detenerse un instante en esta consideración, porque es una de las más consoladoras para los que sufren.
La explosión de llanto que se nos escapa frente al dolor, desde que nacemos, muestra que en este desahogo hay como una necesidad biológica. El pueblo israelita, elegido y amado singularmente por Dios, se caracterizaba, como todos los pueblos orientales, por esas ruidosas manifestaciones, ya fueran de tristeza o de alegría (véase por ej. Esdr. 3, 12, y muchos otros textos). Y el Señor no tomaba a mal esa debilidad, antes por el contrario, la miraba con benevolencia, como cosa de un pueblo niño.
Admiremos aquí la suavidad del Divino Padre, que no nos presenta un ideal estoico de sufrimiento, como el de los faquires, yogas y derviches, sino más bien, nos previene contra la soberbia que se esconde en muchos alardes de heroísmo y desprecio por el cuerpo, como puede apreciarse leyendo la Epístola de San Pablo a los Colosenses (Col. 2, 16-23).
 Porque Dios no se deleita en vernos sufrir, sino que “como un padre se compadece de sus hijos” así tiene el Señor misericordia de nosotros; “pues Él conoce bien nuestra fragilidad, y tiene muy presente que somos polvo” (Salmo 102, 13 s.).


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