Eric Hobsbawm: Los ecos de la Marsellesa
PREFACIOEn enero de 1989 las librerías disponían en sus catálogos de más de un millar de títulos en francés listos para el bicentenario revolucionario. El número de obras publicado desde entonces, así como las publicadas en otros idiomas, entre los cuales el inglés es el más importante con diferencia, debe ser de varios centenares. ¿Tiene sentido aumentar esta cifra? El presente ensayo tiene la excusa de estar basado en las Conferencias Mason Welch Gross de Rutgers, la Universidad Estatal de New Jersey, celebradas en 1989, año en que la Revolución francesa fue materia obligada al cumplirse su segundo centenario. De todos modos, explicar no es justificar. Tengo dos justificaciones.
La primera es que la nueva literatura sobre la Revolución francesa, especialmente en su país de origen, es extraordinariamente sesgada. La combinación de la ideología, la moda y el poder de los medios publicitarios permitió que el bicentenario estuviera ampliamente dominado por quienes, para decirlo simplemente, no gustan de la Revolución francesa y su herencia. Esto no es nada nuevo (en el primer centenario probablemente se publicó más en contra de la Revolución que a su favor), sin embargo, en cierto modo no deja de ser sorprendente oír a un primer ministro (socialista) de la República Francesa (Michel Rocard) dando la bienvenida al bicentenario «porque convenció a mucha gente de que la revolución es peligrosa y que si puede evitarse, tanto mejor».[1] Se trata de admirables sentimientos que probablemente las más de las veces expresan un amplio consenso. Los tiempos en que la gente corriente desea que haya una revolución, y no digamos hacerla, son poco frecuentes por definición. Con todo, uno habría pensado que hay momentos (1789 fue uno), y el señor Rocard sin duda pudo haber pensado en varios de ellos si su mente hubiese volado hacia el este de París, donde los pueblos han dado muestras de querer conseguir Libertad, Igualdad y Fraternidad.
La novedad de la situación actual es que hoy el recuerdo de la Revolución se ve rechazado por quienes no están de acuerdo con ella, porque consideran que la tradición principal de la historiografía revolucionaria francesa desde aproximadamente 1815 debe rechazarse por ser marxista y haber demostrado ser inaceptable, en el campo erudito, por una nueva escuela de historiadores «revisionistas». («Mientras, las carretas[2] recorren las calles para recoger a la vieja guardia [de historiadores] y la muchedumbre lleva en alto la cabeza de Marx clavada en una pica», según apunta un historiador reaccionario, acertado al percibir el humor de los tiempos, aunque ignorante del tema.)[3]
En efecto, ha habido notables progresos en investigación, principalmente en los años setenta, obra las más de las veces de historiadores británicos y norteamericanos, tal como pueden verificar los lectores de la revista Past and Present, que ha publicado artículos de la mayoría de eruditos innovadores.[4]
No obstante, es erróneo suponer que este nuevo trabajo requiera que se eche a la basura la historiografía de todo un siglo, y aún sería un error más grave suponer que las campañas ideológicas contra la Revolución se basan en esta investigación. Se trata de diferentes interpretaciones de lo que tanto los nuevos como los viejos historiadores a menudo aceptan como los hechos mismos. Por otra parte, las variadas y a veces conflictivas versiones «revisionistas» de la historia revolucionaria no siempre proporcionan una mejor orientación sobre el papel histórico y las consecuencias de la Revolución que las versiones anteriores. Sólo algunos de los revisionistas creen que es así. En realidad, algunas de las nuevas versiones ya dan muestras de caducidad, tal como lo harán otras a su debido tiempo.
El presente ensayo es una defensa, así como una explicación, de la vieja tradición. Una de las razones para escribirlo ha sido la irritación que me han suscitado sus detractores. La segunda, y más importante, es que aborda un tema sorprendentemente desatendido: la historia, no de la propia Revolución, sino de su recepción e interpretación, su herencia en los siglos XIX y XX. La mayoría de especialistas de este campo (entre los que no me cuento) están demasiado cerca de los acontecimientos de1789-1799, o de cualquier otra fecha que se elija para definir el periodo revolucionario, como para preocuparse demasiado por lo que aconteciera después. Sin embargo, la Revolución francesa fue una serie de acontecimientos tan extraordinaria, reconocida en seguida universalmente como los cimientos del siglo XIX, que parte de la historia de la Revolución es lo que el siglo hizo de ella, igual que la póstuma transformación de Shakespeare en el mayor genio literario británico es parte de la historia de Shakespeare. El siglo XIX estudió, copió, se comparó a sí mismo con la Revolución francesa, o intentó evitar, repetir o ir más allá de ella. La mayor parte de este breve libro aborda este proceso de asimilar su experiencia y sus enseñanzas, las cuales, por supuesto, están lejos de haberse agotado. Es una satisfactoria ironía de la historia que cuando los liberales franceses, ansiosos por distanciarse de un pasado jacobino, declaraban que entonces la Revolución ya no tenía nada que decir, la inmediata pertinencia de 1789 en 1989 estaba siendo observada por estudiantes de Pekín y miembros recién elegidos del Congreso de Moscú.
Y sin embargo, a cualquier estudioso de la recepción e interpretación de la Revolución en el siglo XIX tiene que chocarle el conflicto entre el consenso de ese siglo y, al menos, alguna de las investigaciones revisionistas modernas. Incluso si tenemos en cuenta el sesgo ideológico y político de los historiadores, o la simple ignorancia y falta de imaginación, esto hay que explicarlo. Los revisionistas tienden a sugerir que en realidad la Revolución no produjo grandes cambios en la historia de Francia, y que sin duda no se trató de cambios para mejorar. Además, fue «innecesaria», no en el sentido de que fuera evitable, sino porque tuvo resultados modestos (incluso negativos) con un coste desproporcionado. Pocos observadores del siglo XIX e incluso menos historiadores habrían comprendido, y mucho menos aceptado, esta opinión. ¿Cómo vamos a explicar[nos] que hombres inteligentes e informados de mediados del siglo XIX (como Cobden o el historiador Sybel) dieran por sentado que la Revolución incrementó drásticamente el crecimiento económico francés y que creó un amplio cuerpo de satisfechos campesinos propietarios?[5] No se tiene la misma impresión al leer muchas de las investigaciones actuales. Y, aunque las de los contemporáneos por sí mismas no tengan peso y puedan ser invalidadas por investigaciones modernas serias, tampoco deben ser descartadas como mera ilusión o error. Es bastante fácil demostrar que, tal como se miden actualmente las depresiones económicas, las décadas que van de mediados de los años setenta a los primeros años noventa del siglo pasado no eran de ninguna forma una era de crisis económica secular, y mucho menos una «Gran Depresión», lo cual hace que nos debamos explicar por qué personas por otra parte sensibles y con opiniones bien fundadas sobre la realidad económica, insistieran en que lo fueron. Entonces, ¿cómo podemos explicar la divergencia, a veces considerable, entre los puntos de vista nuevos y viejos?
Un ejemplo tal vez nos ayude a explicar cómo ha podido suceder. Actualmente, entre los historiadores económicos ha dejado de estar de moda pensar que la economía británica, y mucho menos cualquier otra economía, experimentara una «revolución industrial» entre 1780 y 1840, no tanto debido a los motivos ideológicos que llevaron al gran experto en estadística de datos biológicos Karl Pearson a rechazar la discontinuidad porque «ninguna reconstrucción social que vaya a beneficiar permanentemente a cualquier clase de la comunidad está provocada por una revolución», sino porque los cambios en el índice del crecimiento económico y la transformación de la economía que tuvieron lugar, o incluso su mero incremento cuantitativo, simplemente no parecen suficientemente grandes ni repentinos a nuestro juicio para justificar semejante descripción. De hecho, es fácil mostrar que, en los términos de los debates entre historiadores cuantitativos, esto no fue una «revolución».
En ese caso, ¿cómo se explica que el término Revolución industrial se incorporara al vocabulario tanto en la Francia como en la Gran Bretaña de 1820 junto con el nuevo léxico originado por el reciente concepto de industria, hasta el punto de que antes de 1840 la palabra ya fuera «un término de uso corriente que no precisa explicación» entre los escritores sobre problemas sociales?[6] Por otra parte, está claro que personas inteligentes e informadas, entre las que se contaban hombres con una gran experiencia práctica en tecnología y manufactura, predijeron (con esperanza, temor o satisfacción) la completa transformación de la sociedad por medio de la industria: el tory Robert Southey y el fabricante socialista Robert Owen incluso antes de Waterloo; Karl Marx y su béte noire, el doctor Andrew Ure; Friedrich Engels y el científico Charles Babbage. Parece claro que estos observadores contemporáneos no estaban meramente rindiendo tributo a la contundente novedad de las máquinas de vapor y de los sistemas de fabricación, ni reflejando la alta visibilidad social de lugares como Manchester o Merthyr, atestiguada por las sucesivas llegadas de visitantes continentales, sino que estaban sorprendidos, ante todo, por el ilimitado potencial de la revolución que ellos personificaban y la velocidad de la transformación que predijeron correctamente. En resumen, tanto los historiadores escépticos como los contemporáneos proféticos tenían razón, aunque cada grupo se concentrara en un aspecto diferente de la realidad. Uno hace hincapié en la distancia entre 1830 y los años ochenta, mientras que el otro subrayó lo que vio de nuevo y dinámico más que lo que vio como reliquias del pasado.
Hay una diferencia similar entre los observadores contemporáneos y los comentaristas posnapoleónicos de la Revolución francesa, así como entre historiadores que se mantuvieron en su camino y los revisionistas actuales. La pregunta sigue planteándose: ¿cuál de ellos es más útil para el historiador del siglo XIX? Apenas cabe dudarlo. Supóngase que deseamos explicar por qué Marx y Engels escribieron un Manifiesto comunista prediciendo el derrumbamiento de la sociedad burguesa mediante una revolución del proletariado, hija de la Revolución industrial de 1847; por qué el «espectro del comunismo» obsesionó a tantos observadores en los años cuarenta; por qué se incluyeron representantes de los trabajadores revolucionarios en el Gobierno Provisional francés tras la Revolución de 1848, y los políticos consideraron brevemente si la bandera de la nueva república tenía que ser roja o tricolor. La historia que se limita a contarnos lo alejada que estaba la realidad de la Europa occidental de la imagen que de ella se tenía en los círculos radicales sirve de muy poco. Sólo nos dice lo obvio, a saber, que el capitalismo de 1848, lejos de estar en las últimas, apenas estaba empezando a entrar en juego (tal como incluso los revolucionarios sociales no tardarían en reconocer). Lo que precisa una explicación es cómo fue posible que alguien tomara en serio la idea de que la política francesa, y tal vez la de todas partes, se convirtiera en una lucha de clases entre empresarios burgueses y asalariados, o de que el propio comunismo pudiera considerarse a sí mismo y ser temido como una amenaza para la sociedad burguesa, a pesar del escaso desarrollo cuantitativo del capitalismo industrial. Sin embargo así fue, y no sólo por parte de un puñado de impulsivos.
Para los historiadores que quieran contestar preguntas sobre el pasado, y tal vez también sobre el presente, es indispensable una interpretación histórica arraigada en el contexto contemporáneo (tanto intelectual como social y político; tanto existencial como analítico). Demostrar mediante archivos y ecuaciones que nada cambió mucho entre 1780 y 1830 puede ser correcto o no, pero mientras no comprendamos que la gente se vio a sí misma como habiendo vivido, y como viviendo, una era de revolución (un proceso de transformación que ya había convulsionado el continente y que iba a seguir haciéndolo) no comprenderemos nada sobre la historia del mundo a partir de 1789. Inevitablemente, todos nosotros formulamos por escrito la historia de nuestro tiempo cuando volvemos la vista hacia el pasado y, en cierta medida, luchamos en las batallas de hoy con trajes de época. Pero quienes sólo escriben sobre la historia de su propio tiempo no pueden comprender el pasado y lo que éste trajo consigo. Incluso pueden llegar a falsear el pasado y el presente sin que sea esta su intención.
Esta obra se ha escrito con el convencimiento de que los doscientos años que nos separan de 1789 no pueden pasarse por alto si queremos comprender «la más terrible y trascendental serie de acontecimientos de toda la historia … el verdadero punto de partida de la historia del siglo XIX», para utilizar palabras del historiador británico J. Holland Rose. Y comparto la opinión de que el efecto de esta Revolución sobre la humanidad y su historia ha sido beneficioso, con el convencimiento de que el juicio político es menos importante que el análisis. Después de todo, tal como dijo el gran crítico literario danés Georg Brandes a propósito del apasionado ataque contra la Revolución que hiciera Hippolyte Taine en Los orígenes de la Francia contemporánea, ¿qué sentido tiene pronunciar un sermón contra un terremoto? (¿O a favor de él?)
E. J. Hobsbawm
Santa Monica y Londres, 1989
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[1] Publicado en Le Monde (11 de enero de 1988).
[2] Se refiere a las carretas para llevar a los condenados a la guillotina N. del T.)
[3] Jonathan Clark en el suplemento literario del Sunday Times (21 de mayo de 1989), p. 69.
[4] Puesto que este autor, escéptico ante el revisionismo político, ha estado relacionado con este periódico, no se me puede acusar de falta de interés en los nuevos rumbos de la investigación histórica de la Revolución.
[5] Véase E. J. Hobsbawm, «The Making of a Bourgeois Revohuion», Social Research, 56, n.° 1 (1989), pp. 10-11.
[6] «Schon mit einer gewissen Selbstverstandlichkeit gebraucht», Ernst Nolte, Marxismus und Industrielle Revolution, Stuttgart, 1983, p. 24.
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