Carta al Cardenal López Rodríguez
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Por Avelino Stanley
Dos acciones totalmente distintas gravitan actualmente sobre la sociedad dominicana. En la primera se aplica un plan para regularizar a los haitianos ilegales en el territorio dominicano. En la segunda pende la Sentencia 168/13 del Tribunal Constitucional contra dominicanos descendientes de haitianos.
La primera, apoyada por todos, es el producto de una vieja práctica de sectores privados y oficiales para aumentar inhumanamente sus ganancias. La segunda, para contrarrestarla, ha movilizado a dominicanos, extranjeros y a la comunidad internacional porque injustamente genera desnacionalización y apatridia.
No debemos confundir las dos acciones. Con absoluto respeto a su investidura y a su persona, señor Cardenal, sus palabras de reprimenda a los jesuitas cambian un hecho por el otro. Los jesuitas y el padre Serrano enfrentan el abuso de poder que se pretende cometer con la segunda acción.
No es hecho común. Observe. La Junta Central Electoral ha dicho que solo serán afectadas 16,346 personas. La encuesta ENI-12, citada por el Tribunal Constitucional en esa Sentencia 168/13, señala que en República Dominicana “209,912 personas son descendientes de inmigrantes haitianos”. (pág. 30). Cotejos hechos por nosotros con datos de instituciones oficiales sitúan esa población en más de 700 mil personas. Una parte tiene actas de nacimiento, pero la mayoría no.
Todos, Señor Cardenal, son del grupo de los necesitados. Recuerde que el Papa Francisco, en la carta del 28 de octubre de 2013, le dijo que quería “una cercanía… solícita con los necesitados”. Muchos son ancianos que ya pronto morirán sumidos durante toda su vida en un ostracismo. Otros son parte de una muchedumbre en la plenitud de una vida sin esperanza; ni siquiera pueden inscribir sus hijos en una escuela porque les niegan la documentación. Algunos resistieron a la condena tradicional, y cruzaron un mar de dificultades, terminaron su educación media. Ahora, para ingresar a una universidad, esperan infructuosamente sus documentos retenidos.
Otros, verdaderos cimarrones del segregacionismo y la apatridia, solo desean integrarse a la sociedad como seres humanos normales con un documento de identidad. Viven permanentemente una sensación de existir y no ser. ¿Usted puede entenderlo? Es un desamparo desesperante, señor Cardenal. ¿Qué sería de ellos si instituciones y personas como los jesuitas y el padre Serrano no levantaran sus voces para defenderlos?
Dice usted que el padre Serrano está actuando en esa causa con los grupos de izquierda. ¿Eso es un delito? Como información: soy miembro del Partido de la Liberación Dominicana. Defiendo esa causa por razones humanas, porque la conozco en carne viva: mi padre, de Saint Kitts, fue un inmigrante que llegó a la República Dominicana a cortar caña.
En el caso referido no defiendo a los haitianos; tampoco lo hacen los jesuitas ni el padre Mario Serrano. Como lo supongo en ellos, a mí sí me queda claro algo dicho por Juan Bosch desde 1943: “nuestro deber como dominicanos que formamos parte de la humanidad es defender al pueblo haitiano de sus explotadores, con igual ardor que al pueblo dominicano de los suyos”.
Usted, señor Cardenal, es un hombre de Dios. También es un erudito. He escuchado varias disertaciones suyas. ¿Por qué hay tanta soberbia en sus palabras? ¿Son “sinvergüenzas” quienes alzan su voz por los necesitados? ¿Esa soberbia no aleja a esos necesitados de la iglesia que usted representa? ¿No debe usted pasar a la historia como defensor de los necesitados, igual que Fray Antón de Montesinos? ¿No teme que la historia lo registre como un cardenal que abomina los defensores de los necesitados y calla ante hechos de niños abusados por sacerdotes?
Finalmente, señor Cardenal, le pido encarecidamente un favor: si un día nos encontrarnos de frente, no me retire ni sus bendiciones ni su saludo. Porque me he dirigido a usted con el mayor respeto posible.
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