lunes, 13 de febrero de 2012

Admonición Historia, de Ramón “Van Elder” Espinal


Admonición Historia, de Ramón “Van Elder” Espinal

Pronunciado a nombre de “Cultura, la noche del 29 de septiembre de 1938, en La Vega, por Ramón – Van Elder – Espinal,
 Compilado por Alfredo Rafael Hernández Figueroa, 2012,  documentación  del Archivo General de la Nación, “Ramón – Van Elder – Espinal, El Pensador” folleto de  tres artículos. Una copia del texto, por Ubaldo Solís,


Cuando en lenta marcha y a merced del soplo ocasional de los vientos que hinchaban  el volumen heráldico de las católica naves, la expedición  colombina, en la temeraria y pujante empresa de acortar la ruta comercial entre Europa y Las Indias halló el tesoro virgen  de América flotando en la procelosa  mar atlántica,  España,  la recia España de sus majestades Isabel y Fernando, no había enviado aún la espada que en la ardorosa lid de la fe se cruzó victoriosa con la cimitarra exterminadora del musulmán, en la embriaguez fanática de épicos acontecimientos
De un material humano empobrecido por la guerra y por lo tanto, presa de una animalidad exaltada y combativa, dispuesta a todos los embrutecidos desmanes,  para satisfacer sus ambiciones de lucho y pillar de esa gleba  irredenta de pos-guerra, capitaneada por audaces e improvisados adalides, que surtieron las primeras expediciones aventureras que vinieron a conquistar a nombre de la corono y la cruz la irrevelada  vastedad  de este continente
La tierra que jamás ojos  hayan visto”, La Española,  sofocó la primera arremetida del empuje de la avasalladora civilización europea, que lo quiso todo de una vez catequizar en masa a la indígena gente que tenía una  más vieja conciencia de siglos; que quiso en una sola generación extraer toda la riqueza de un suelo fecundo, de una naturaleza pródiga
En plena conquista, y para tomar posesión efectiva de los nuevos dominios que hoyaban sus planes, el español se detuvo aquí o allá, y donde le pareció conveniente, levanto fortalezas, dejó guarniciones y siguió adelante
Tal el origen del almenado Fuerte de la Concepción, edificado en los auríferos dominios del cacique Guarionex y a cuyo amparo comenzó a desarrollarse la Villa  de La Vega Real, blasonada años después de las Reales Ordenes, coordinando su progreso con el rendimiento cada vez mayor de los ricos yacimientos del codiciado metal,  que convirtieron en el Calvario de la raza autóctona, inmolada por el insaciable colonizador como víctima  propiciadora en aras del Becerro de  Oro
¡Cuán despiadado y cruel sería el primero martirologio  a que  sometió  al indio  la civilización blanca, para obtener oro,  el oro maldito que avergüenza en la limosna que recibe, y con el que se compra la  vanidad efímera de la grandeza humana; oro, oro, para corromper conciencia, para llevar deshonra a muchos  hogares, para mutilar virtudes; oro maldito, para calmar las manos crispadas de  los eternos  Iscariote!
Biológicamente inadaptado para las rudas faenas de la explotación minera, a la que casi especialmente se le forzó, el indígena  se extinguió, desapareciendo vertiginosamente el elemento básico, que rigurosamente condicionado para vivir en el medio ambiente, era indispensable en mayor proporción, para formar la combinación étnica del criollo, que hubiera arraigado más enérgicamente en el suelo, que hubiera sido menos nómada, y que en fin hubiera dado origen  a una colonización más racional y efectiva, más estable y progresista.
Y pensar que este sombrío crimen de lesa humanidad lo justificara una religión, que inspirada en los evangelios igualitarios del Cristo de Nazaret, era en aquellos tiempos la única institución llamada a morigerar las pasiones, hacer menos torpe el lucro, arrogándose la misión  de propiciar una mejor y más justa y humanitaria convivencia entre oprimidos y opresores; culpa de ello fue el interés del clérigos ambiciosos que a excepción de Las Casas, más humano que sacerdote, obtuvieron jugosas y  privilegiadas  ventajas en ese desorden de cosas, enriqueciendo sus escarcelas particulares, y obteniendo para la iglesia extensos bienes  territoriales.
 Verdad es, que antes de la extinción total de la raza oprimida, se produjo la reacción  de clase explotada contra los explotadores. Y la llama de la sublevación, ese sagrado derecho de los pueblos a revelarse contra sus opresores,  se atenuó en veces, se  encendió  otras, hasta culminar, tardíamente,  en la liberación racial, clásica, del Monte Sacro de Bahoruco.
La estructura maciza del Fuerte de La Concepción, el amplio monasterio de San Francisco, y la imponente catedral de  espaciosas naves de La Vega Real, fueron no más que un intento fallido para establecer una villa duradera y progresista. Pero  lo mal que comenzó la colonización, peores habían  de ser sus resultados. Al  hispano lo deslumbró más el oro que la fragancia selvática de la india ingenua; y no se dio una tregua ni siquiera para acariciarla, para echar  a rodar sobre esta  tierra propicia a toda gestación de vida, el fruto hibrido de unos amores fugases. Por eso La Villa de La Vega Real no tuvo hijos; sino extraños, que la abandonaron, que se fueron, que se perdieron por lo tantos, caminos tras los vellocinos de oro y plata  de México y  el Perú.
Por eso, a seis lustros nada más de distancia del año de su fundación, quedo en Villa de La Vega Real con doce vecinos, desolados los claustros de su monasterio, las naves de su bella Catedral desiertas. Por tanto, asimismo, cuando ocurrió la desgracia del terrible cataclismo que echó   por tierra, en el 1562, es de presumir, lógicamente, que su población era  aun pequeña y mezquina.
Al trasladarse sus moradores a esa parte del Camú,  adoptaron, principalmente, como medio de vida la crianza y el monteo de animales cimarrones. Con este género de existencia por delante, cuan precario debió  ser el desarrollo de la nueva Concepción, que  contaba por el  año 1598, con algo menos de una veintena de pobres y miserables bohíos. Siglo y medio después, 3,000 almas la habitaban; pero este desarrollo numérico no se operó gracias a favorables condiciones de vida, sino que parece ser que este incremento de la población  tuvo origen en el éxodo que hacia el interior de la Colonia emprendieron los habitantes de las costas, atemorizados por las constantes incursiones de los osados piratas que deambulaban por los mares en aquella época luctuosa de rapiña y vandálico pillaje
Sin embargo, esta aglomeración de material humano no  en la región, favoreció en aquellos tiempos a La Vega, pues al establecerse el libre comercio de la Colonia, con  brazos suficientes que, violando la  hasta entonces ingravidez de los tupidos montes, centuplicaron las milagrosas  simientes, avivándose por consiguiente,  el tráfico comercial por los caminos que terminaban en los puertos cercanos.
Pero ningún pueblo puede sustraerse a vivir estrictamente   los goces y las desventuras de su propia existencia. Toda agrupación humana ha de tener necesariamente nexos más  o menos estrechos con sus congéneres más inmediatos, y por lo mismo arrastrada, por  la ineludible fuerza de  la  vinculación, material o espiritual, habrá de sentirse influenciada por  acontecimientos exteriores que aparentemente nada tienen que ver con la existencia de su organización.
Sujeta a esa ley fatal de enlace cósmico, la Colonia sufrió transformaciones políticas, económicas y sociales  generadas en la vieja Europa.  Primero paso a ser posesión colonial francesa: luego territorio incorporado a  fastuoso Imperio Haitiano. Y   La Vega hubo de sufrir, continuamente, el paso ininterrumpido de esas bruscas transformaciones. Cuando ocurrió la inevitable desgracias del 1805, el incendio que redujo a humeantes  cenizas su floreciente adelanto, La Vega podía vanagloriarse de tener sólidos edificios de mampostería, cuyas blancas estructuras se erguían sobre la esmeraldina plenitud del valle,  pregonando a los cuatro vientos el auge progresista de la Sultana del Camú
Luego de la infausta  ocurrencia de manos del irascible y sanguinario Dessalines, La Vega renació pobremente con unas cuantas chozas, y ya daba nota de vitalidad cuando la Ocupación Haitiana, bajo cuya tutela siguió un curso definido de prosperidad material.
El General Le Brun le  cupo la gloria de construir obras de positivos mérito para el  adelanto urbano. En el aspecto rural, el campesino, por medios de la ley de expropiación a la Iglesia de sus privilegios territoriales, de 1824 quedó en libertad para  hacer  producir en beneficio propio sus reducidas labranzas.
La ley cuya marcada importancia para el porvenir económico de la República que había de advenir. Solamente un gobierno como el haitiano, férreo e imperativo, cuyas cabecillas estaban aún influenciados por los principios revolucionarios de la Francia de fine  de 1700, y principios que  los alentaron a luchar victoriosamente contra sus opresores, creando odio a la iglesia, aliada a los poderes monárquicos europeos, empreñados en mantener su dominación en esta parte:  solamente ese gobierno se hubiera  atrevido en aquel entonces a quitarles  a la Iglesia y demás congregaciones religiosas, los  cuantiosos bienes que poseía.
Fue  tan de provecho  la aludida disposición, que  el Primer Gobierno de la República Dominicana, hizo después lo mismo. A La Vega,  casi respuesta de sus pasadas desgracias, el destino le deparó nuevos y más cruentos dolores: el terremoto  del 1842 la hizo  rodar una vez más por el suelo. Pero el espíritu vegano, ya  estaba formado para persistir en el medio, contra todos los avatares que le pudiera reservar aún  el porvenir. Y padeciendo los horrores de las  guerras de Independencia y la Restauración, se repuso poco a poco hasta  alcanzar un puesto de honor entre los pueblos más adelantado de la Republica.
A ese auge material, consecuencia de condiciones económicas favorables, correspondió la inquietud  cultural de  una Sociedad de Jóvenes, que  se propuso la edificación de su gestó la Sociedad  La Progresista que  instaló una Biblioteca, por  el año de 1886 y que más tarde, en el 1909, había de construir el actual Teatro del mismo nombre.
Las guerras civiles ahogaban en  ciernes las iniciativas fecundas de aquellos que a salvo de los odios, y lo apetitos de las distintas banderías, sufrían los dolores de la Patria, entregada al desgarre inmisericorde de los revoltosos, y aspiraban a un orden legal de  cosas,  que permitieran a todos trabajar en pro del engrandecimiento del país
Con la Intervención Americana, vino el sosiego a rural, se desarrollo la agricultura, el comercio tomó nuevos bríos y el adelanto urbano  de La Vega, en todos los sentidos, cobró inusitada  vitalidad. Una  vez, la flor de la cultura espiritual abrió en nuestro medio sus corolas, recibiendo la sabia vigorosa de una envidiable economía, cuando  fue el empeño,  cuanto la reiterada dedicación de este pueblo a elevar su nivel de cultura.
Periódicos, Revistas, Juegos Florales, Conferencias, atestiguan de manera elocuente, cuanto fue el empeño, cuanto la reiterada dedicación de este pueblo q elevar su nivel de cultura. Lástima grande que esas corrientes intelectuales tomaran el curso funesto de las infecundas diatribas políticas,  una vez que el yanqui tomara pasaje de ida  en la férrea armazón de sus imponentes acorazados.
El ficticio renacer de la económica vegana, con lo que  dio en denominar “ la danza de los millones”,  dejó aquí sus huellas materiales, pero nos trajo una  labor cultural seria;  sin nos enfrascó en diversiones transitorias, en nuevas  exigencias de confort, en total  desacuerdo con nuestra efectivas posibilidades económicas.
Cuando dilapidamos íntegramente el dinero que recibimos prestado y que por consiguiente, no habíamos trabajado, comenzó a languidecer  La Vega de hoy. Nos enrolamos en las filas de la Civilización, con todas sus exigencias de  vida deslumbrante y aparatosa, contando con el rendimiento de una agricultura rudimentaria, que apenas si puede satisfacer las necesidades más perentorias del campesinado anémico y miserable. Atraído  por la ciudad, por  el espejismo engañoso de su  bienestar, el campesino vende su predio y viene a engrosar, a  ensanchar las barriadas de los proletarios, complicando cada vez más la vida actual de la población
Digamos escuetamente, que el pueblo parece no trabajar: uno que otro pequeño taller rompe el silencio en que  lo sume la apatía haragana de sus adinerados, que se dedican a la usura que envilece, o al “dolce perniente”  de un vivir sosegado, pero improductivo.
¿Hasta cuando todo esto?. No sabemos. ¡Pero, ay de los hombres y de los pueblos, que se abstienen en seguir trillando, y no rectifican, los extraviados derroteros  en que han caído!
Pronunciado a nombre de “Cultura, la noche del 29 de septiembre de 1938, en La Vega, por Ramón – Van Elder – Espinal,
 Compilado por Alfredo Rafael Hernández Figueroa, 2012,  documentación  del Archivo General de la Nación, “Ramón – Van Elder – Espinal, El Pensador” folleto de  tres artículos. Una copia del texto, por Ubaldo Solís, 

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