sábado, 30 de agosto de 2014

Memorias maternas del San Zenón

Memorias maternas del San Zenón

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Nuestra amada madre Luz Marina García-Rocco de Pérez, antes de hacer su tránsito feliz hacia la otra Luz, dejó en sus vástagos un inolvidable legado de semblanzas, historias y vivencias del muy amado Santo Domingo, que adoptó como su patria cuando a los 14 años emigró desde Camagüey, Cuba, con su hermano Luis Manuel, al radicarse nuestros abuelos Manuel Eloy y Zoila América en este hermoso edén del Caribe en 1925.
Su insaciable curiosidad, perspicaz inteligencia e incomparable amor por todos los seres vivientes, muy especialmente por las personas, lograron abrir bóvedas de misterios y curiosidades de una ciudad mágica, legendaria, todavía impregnada de secretos de la larga, secular vida colonial y el aún breve período republicano. Sus relatos, todos recogidos cuidadosamente y narrados en forma incomparable por sus propios labios, formaron en sus hijos algo así como una cosmogonía de realismo mágico, cual si Carpentier, que nos inculcó amor indisoluble por esta ciudad llena de amores, horrores glorias y miserias.
De los tesoros escondidos y algunos encontrados, de los largos túneles secretos que serpentean el subsuelo colonial, transmitimos las espeluznantes y aterradoras memorias del ciclón de San Zenón, también menos conocido como ciclón de San Ramón, ocurrido el 3 de septiembre de 1930.
Viviendo en los altos de la casa 116 de la calle Hostos en el sector de San Antón, próximo a la calle Capotillo, después Avenida Mella, transcurrían los quehaceres y afanes de la familia inmigrante García-Rocco Hernández. La construcción de anchos muros, techo envigado y tejas, recientemente renovada, daban a la estancia colonial una sensación de casa agradable, segura y fuerte a la que unos seis meses atrás nos habíamos mudado.
Esa tarde del miércoles, Manuel, nuestro padre, regresó a casa como a la una y pudimos comer todos juntos. El cielo lucía claro y por lo que había yo visto en la mañana, el mar estaba muy calmo y despejado. Como a las 3 y media el sol pareció perder fuerza y sin advertirse nubes negras la bóveda celeste parecía adquirir un tenue oscurecimiento, como si estuviera filtrando la luz. Unas breves ráfagas de brisa vigorosa empezaron a mostrarse a intervalos sin que nos llamara la atención. -Lluvia que se avecina, comenté.
Frente a nuestra casa podíamos ver el kiosquito de Don Fernando, que vendía frutas y dulces elaborados por su esposa. Era una especie de huequecillo, lo restante de un zaguán cerrado, con un modesto pequeño toldo encima de la alta puerta, que servía para agrandar hacia fuera el espacio del negocio donde mostraba parte de los dulces artesanales: naranja en pasta, guayaba, de leche relleno con guayaba o piña, batata con piña, entre otros así como los guineos, las lechosas, y los ya casi desaparecidos, mamones.
Sin permiso ni perdón, inesperadamente como a la cuatro y diez empezó una lluvia pertinaz, que en pocos minutos se convirtió en torrencial aguacero acompañado de brisas tan fuertes que doblaron el toldo de Don Fernando, quien se vio obligado a guardar la mesa y pequeñas vitrinas y cerrar la puerta.
Por nuestra parte, aún sin estar preocupados por lo que sucedía, empezamos a cerrar a pestillo y aldaba todas las ventanas y puertas de la casa. Mi inquietud creció cuando la lluvia, lejos de amainar redobló su vigor junto al viento que, pudimos ver, arrancó de cuajo el ya torcido toldo de Don Fernando. No sé si por el lugar en que vivíamos, ya a las 4 y media nuestra calle se inundó hasta la altura de las rodillas de los apurados y sorprendidos vecinos que intentaban correr entre aguas e inusitados vientos para ponerse a salvo, entre ellos nuestro comerciante de enfrente que vivía en la esquina próxima.
Papá entonces gritó, ¡es un ciclón! que ya antes había conocido en el camagüeyano centro de Cuba. Hábilmente y sin consultar abrió una de las ventanas que daban al este, justamente opuesta a la dirección en que los fuertes vientos parecían soplar. Mi mamá le advirtió de la cantidad de agua que entraría y mojaría la mitad de los muebles. -¡Así evitamos la presión y protegemos la casa! Me asomé entonces sacando un poco la cabeza por la ventana frontal y con susto vi objetos volando y chocando violentamente con lo que se interponía en su paso: palos, escombros, cubos, latas, y hojas de zinc. Una mano firme me apretó el hombro y me arrancó bruscamente de la ventana, cerrándola mientras me reprendía: -Muchacha impetuosa, ¿Quieres morirte? ¡Válgame Virgen del Cobre! Era mi madre, más asustada por el riesgo de que algo me sucediera que por el fenómeno que, ahora empezaba a estremecer la casa. Ante el crujido de las tejas, que producían como un silbido cuando se desprendían y el agua que a raudales entraba no solo por la ventana abierta, sino también de parte del techo, papá decidió que tomáramos sabanas y almohadas, junto a dos quinqués y fósforos y nos refugiáramos en el descanso del zaguán. Una vez allí mi hermano entonces empezó a aferrarse de mí sin soltarme por un segundo. Mi madre oraba y papá aguardaba en silencio.
Mientras por debajo de la puerta de entrada a las escaleras el agua escurrida desde la calle ya cubría el sexto escalón –encontrándonos nosotros ocho escalones más arriba- también se filtraban los gritos breves y angustiados, cada vez acompañados de golpes y ruidos de lo que parecía ser techos arrancándose y construcciones colapsando.
Las cinco y quince me dijo papá, al preguntarle la hora y en el fragor del viento, los gritos, los golpes y la tormentosa lluvia, por el tragaluz de la puerta del zaguán nuestro padre observaba la construcción de dos plantas donde en un pedacito de la primera estaba el Kiosko de Don Fernando cuando gritó: ¡Miren! Agucé la vista para ver cómo la edificación toda explotó llegando algunos pedazos de la mampostería a dar contra nuestra puerta. Aterrada, sentí como si estos choques fueran manos cerradas, puños airados de seres malignos que enérgicamente intentaban tumbar nuestra puerta para destrozarnos a nosotros también.
Sentados ahora, Luis Manuel y yo, y de pies mis padres, tiritábamos al ver cómo el agua rodaba desde dentro de la casa y empapaba todo el descanso del zaguán para reunirse escalera abajo con el agua que entraba desde la calle y que ya cubría el séptimo escalón. Papá y yo entonces miramos la pared lateral del descanso rezumar agua y al punto ordenó que nos replegáramos en el lado opuesto del descanso. Minutos después la pared se desplomó, cosa extraña, casi sin producir ruido, por lo menos así lo recuerdo. Los gritos y alaridos, los golpes violentos se sucedían en alto contraste al ya no sonoro ulular sino estrepitoso resoplar constante del viento que entraba por la pared desplomada junto al fragor de la cascada que ahora caía por la parte expuesta de la casa.
La desesperanza parecía rodearnos al transcurrir los minutos que lucían horas sin que los terribles, mortales vientos cesaran. Entonces aproximadamente a las seis, creo que antes, sobrevino una repentina, total calma; un silencio aterrador apenas roto por lamentaciones quedas y algunos gritos aislados. Tras varios minutos, lentamente empezaron a salir de sus semi destrozadas moradas y refugios, primero unos pocos, y después numerosos vecinos a lamentarse y reconocer los daños causados por el ciclón. Papá no nos dejó salir pues el agua, que empezó a bajar, aún inundaba parte de las escaleras y en cambio, contra toda recomendación de mamá, nos dijo -regreso en poco tiempo, quédense aquí. Y vadeando las aguas aún estancadas abrió la puerta del zaguán y le oí claramente varias, muchas veces, advertirles a los vecinos que volvieran a refugiarse, que el ciclón no había terminado. Unos pocos, según me contó más tarde le hicieron caso, pero otros, los más, no tomaron en serio la advertencia. Al cabo de un rato, tal vez diez minutos regresó, diciéndonos –se los advertí, le dije a todo el que pude ver fuera que se protegiera, que el ciclón volvería. Muchos no hicieron caso. Dios los guarde.
La experiencia ya vivida por papá en Cuba no se hizo esperar. Antes de los 15 minutos de su regreso con nosotros, empezó un ruido como el que mi abuela me había explicado de niña, suena una tromba marina y de inmediato vientos que ahora parecían más fuertes empezaron a azotar, -Ahora nos embisten del lado contrario. Diciendo y ocurriendo: la puerta del zaguán, poco antes vuelta a cerrar por papá doblaba hacia dentro sus dos hojas hasta romper los soportes de la aldaba y el pestillo “oreja de ratón” que las aseguraba para mostrarnos, como en una pantalla de cine que veíamos desde arriba la nueva furia incontrolable de viento y agua a la que ahora se sumó una cantidad de piezas, escombros y objetos indistinguibles que también entraban y subían escaleras arriba. Mamá nos cubrió a Luisito y a mí con las almohadas y sábanas que habíamos traído para intentar protegernos, mientras ella de espaldas y papá cubriéndola, también de espaldas procuraban esquivar los peligros de los proyectiles que, afortunadamente no llegaron más que pocos y pequeños hasta donde nos encontrábamos. Ya no oíamos gritos, sólo golpes y ruidos de cosas como si fueran arrancadas. Allí nos quedamos no sé cuánto tiempo hasta que, después de las siete, empezó a amainar la lluvia y los vientos cesaron. Aún no caía del todo la noche. Las aguas entonces bajaron rápidamente y al poco rato, ya de noche pudimos salir a la calle.
El espectáculo que vi, fue una experiencia inolvidable. A la luz de la lámpara de huracán una desolación en la que sólo miraba solares donde estaban las casas de madera de vecinos y amigos; las pocas casas coloniales del pedazo aún de pie se encontraban sin techo y muchas sin puertas ni ventanas. Desparramados en calles y dentro de los ahora solares y las casas numerosos objetos, muebles destrozados, detritos, animales, coronados por las macabras escenas de personas bajo escombros. Con mi madre y Luisito lloramos al ver cómo en un instante se había deshecho nuestro mundo junto al de nuestros vecinos y nos preguntábamos cuánto, hasta dónde, había alcanzado esta tragedia a nuestra ciudad y al país.
Poco rato después, voluntarios acudieron a nuestra vecindad. Algunos civiles, otros armados, presumiblemente de la guardia, a preguntarnos de lo que nos había ocurrido y ayudar a rescatar a sobrevivientes. Nos informaron que no nos asustáramos cuando escucháramos disparos pues la orden impartida era que cada vez que se localizara una víctima, un fallecido a causa del huracán, había que avisar disparando un tiro hacia arriba.
Como pudimos, con lo poco de seco que encontramos intentamos dormir, aunque poco y en vano pues la noche de la ciudad se llenó de tiros constantes, repetidos, numerosos, como si en una fiesta ordálica y macabra de fuegos artificiales se anunciara de forma tan tristemente celebrante cada muerte, cada descubierta tragedia humana.
Al día siguiente, despuntando la madrugada nos vestimos y papá y yo salimos para ayudar en la recogida, remoción de escombros, árboles y traslados de cadáveres mientras mamá cuidaba de Luisito y juntos reacomodaban lo poco que podían de la casa.
Me tocó ver escenas terribles, que cuento para que no se les olvide lo profunda y desgarrante de esta tragedia que espero jamás se repita. Bajando la 19 de Marzo vi caminar lo que quedaba de una mujer con su mano agarrando la mano a un niño de unos seis o siete años. Se desplazaba como autómata y no podía hablar ni ver, pues algún objeto filoso, tal vez una hoja de zinc le había cercenado toda la parte frontal de la cara: sin ojos, sin nariz sin labios, sólo una apertura como boca en un amasijo de carne rojo claro que había dejado de sangrar. Al querer hablarle y ayudarle tomando el niño, su mano se resistió a soltarlo y sin parecer oír continuaba su marcha hasta que cayó sin vida pasos más adelante. No olvidaré el momento en que el niño, sin duda su hijo, contemplaba desconsolado a su madre en el suelo, mientras en llanto era alejado por voluntarios que le llevaban a un refugio para cuidarle, al tiempo que otros se preparaban para trasladar su cadáver. Horrorizados vimos un cuerpo sin cabeza en la calle Las Mercedes cerca de la iglesia. Algunos sobrevivientes lloraban sin consuelo a sus familiares desaparecidos, lamentando no poder encontrar ni siquiera su cuerpo. Otros, sentados en aceras, sostenían sus cabezas entre las manos, en silencio.
Los cementerios estaban repletos y la cantidad de cuerpos sin vida, en miles fue tal, que hizo improvisar fosas comunes, una de ellas en la Plaza Colombina, el hoy parque Eugenio María de Hostos, donde más de mil víctimas fueron llevadas. Muchos de ellos, no identificados ni reclamados eran, en los días siguientes al ciclón, quemados antes de ser inhumados, en prevención del hedor de la descomposición y las enfermedades.
Cerca de donde vivíamos, en el pozo al pie del fuerte de Santa Bárbara, todavía visible al final de la acera sur al final de la Avenida Mella -al parecer el pozo era bien profundo- observé con mis ojos de adolescente cómo en ese día y los que siguieron, cientos de cadáveres fueron depositados –entiéndase arrojados- allí casi hasta su brocal y luego sellado para nunca más abrirse, hasta el día de hoy.
Recorrí con papá en los días siguientes, parte de Gascue, San Carlos y Villa Francisca. Sólo las estancias solariegas de cemento permanecieron incólumes entre la devastación. Alrededor de la villa blanca de San Carlos podía ver tan sólo la iglesia de San Carlos Borromeo erecta en un llano interminable de escombros y palos. En Villa Francisca, no quedó edificación alguna en pie, excepto en la cuesta de la 19 de Marzo, en la que se destacaba, semejante a un castillo, la casa del Padre Andrickson, hoy Casa de la Juventud, impertérrita, sin daño alguno.
Isabel Didiez Burgos, la inolvidable maestra y amiga de mi madre y de todos nosotros, recuenta, al vivir en el área próxima al mar cómo cerca de las cinco de la tarde una esfera enorme, de colores de cambiante refulgencia, visibles no obstante el oscurecimiento del aire enrarecido del ciclón se aposentó encima del mar a unos tal vez, a su calcular, 100 metros por encima de éste y a una distancia que estimó no más de uno o dos kilómetros y permaneció inmóvil a despecho de los terribles vientos que encrespaban las olas docenas de metros. Misterio.
...
Fue después que empecé a entender cómo tantos ingredientes se habían conjugado para culminar en tan trágico desastre para la ciudad y el país. El Santo Domingo, estimado en más de 40,000 habitantes moraba en su mayoría en viviendas de madera y zinc, vulnerables a este letal fenómeno tropical que convertía a estas últimas en rasantes proyectiles, navajas voladoras que causaron cientos de muertes, pues a velocidad increíble cercenaban a los que por mala fortuna se encontraban a su paso. Se conservan fotos de hojas de zinc clavadas en árboles. No existía entonces servicio de observación aérea de huracanes. Tampoco existía una oficina nacional de servicio de observación e información meteorológica. La radio nacional era una endeble realidad, apenas un experimento de muy poco alcance y con escasos, muy escasos privilegiados radio oyentes poseedores de receptor. Por otra parte los huracanes se forman remotamente, por lo que era imposible detectarlos a tiempo y avisar por cable o radio de su presencia.
El San Zenón entró justamente por el sur de la ciudad de Santo Domingo y atravesó enteramente el país, perdiendo fuerza y dejando todo su poder devastador en la isla.
Inútiles las sirenas de aviso que se hicieron sonar incesantemente al entrar el San Zenón, ya no era guerra avisada.
De Bienvenido Pérez García

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