La disputada piedra de Rosetta
Foto: La piedra de Rosetta en su estado actual. Foto British Museum. La estela que facilitó el desciframiento de la escritura jeroglífica egipcia fue descubierta por un francés pero acabó en el Museo Británico por los azares de la guerra.
La piedra de Rosetta es la pieza más visitada del Museo
Británico. El motivo no es su belleza, ni su monumentalidad, pues no
deja de ser el fragmento de una estela con un decreto grabado en ella.
Su celebridad se debe a que fue la llave que abrió la puerta del
desciframiento de la escritura jeroglífica egipcia. El descubridor del
bloque, un teniente del ejército de Napoleón en Egipto, fue el primero
en darse cuenta de que sus inscripciones estaban grabadas en tres tipos
de escritura diferentes y dedujo que se trataba de otras tantas
versiones del mismo texto. Como una de ellas estaba en griego, los
eruditos concluyeron que podría ser la clave para entender por fin los
jeroglíficos, cuyo significado se había perdido en el siglo IV. El
francés Jean François Champollion consiguió desentrañar el secreto de
aquella escritura olvidada. Sin embargo, tuvo que hacerlo a partir del
estudio de una copia. A causa de los vaivenes de la guerra, la piedra
original, que estaba destinada a ser exhibida en París, acabó en
Londres.
Fuente: Julio Arrieta | El Correo.com, 10 de enero de 2014
La carrera académica por descifrar los jeroglíficos a
través de la piedra de Rosetta fue apasionante, pero no menos que la
historia del hallazgo y traslado a Inglaterra de la misma. La pieza, un
bloque irregular de granodiorita de 762 kilos, de 112,3 centímetros de
altura, 75,7 de anchura y 28,4 de grosor, no apareció en una excavación
formal, ni siquiera para los parámetros rudimentarios de la búsqueda de
antigüedades de la época. El descubrimiento se produjo durante el final
de la campaña de Egipto y Siria llevada a cabo por Napoleón Bonaparte,
en la que las tropas francesas se enfrentaron a las británicas y sus
aliados turcos. El hallazgo tuvo lugar en las obras de refuerzo del
fuerte de Saint Julien, cerca de la ciudad de Rashid (renombrada como
Rosetta por los franceses), un puerto situado en el Delta del Nilo, 65
kilómetros al Este de Alejandría.
Fuente: Vista de Rosetta en un grabado realizado durante la expedición francesa a Egipto.
La piedra de Rosetta apareció a mediados de julio de 1799.
El fuerte de Saint Julien era una construcción vetusta de origen
medieval.Los franceses se apresuraron a reforzar sus muros. La pieza
salió a la luz cuando los soldados estaban demoliendo una pared para
poder ampliar las murallas del fortín. El descubridor fue un teniente
del cuerpo de ingenieros, Pierre François Xavier Bouchard (1771-1832),
del que en ocasiones se dice por error que alcanzó el rango de general,
probablemente por una confusión con el general revolucionario André
Joseph Broussart.
Bouchard, el ingeniero, llegó a comandante, pero cuando
tropezó con el bloque era un teniente que estaba dirigiendo las obras de
cimentación de una nueva muralla. Lo del traspié no es una forma de
hablar, porque una de las versiones de la historia relata que el oficial
trastabilló con una esquina de la piedra. Otra cuenta que la descubrió
cuando su pico dio con ella y la más probable dice que los hombres a su
cargo la encontraron en el muro que estaban echando abajo. El fragmento
no apareció en su ubicación original. La pieza completa había sido un
decreto promulgado en Menfis por el faraón Ptolomeo V en 196 aC y en su
día debió de levantarse, unida a un muro, en el interior de un templo
situado posiblemente en Sais. Como tantos otros, el bloque fue
reutilizado como si fuera una piedra labrada cualquiera, como material
de construcción. Se ignora cuándo ocurrió esto, pero el célebre
egiptólogo Ernest A. Wallis Budge apuntó que pudo ser durante la
construcción de fortificaciones en Alejandría y Rashid ordenada por el
califa Al-Ashraf Kansuh Al-Ghuri, entre 1501 y 1516 (E. A. Wallis Budge,
'The Rosetta Stone in the British Museum', 1929, reeditado en 1989 por
Dover ed.). Así, convertida en un sillar más de los cimientos de un
muro, la estela, o lo que quedaba de ella, llegó hasta finales del siglo
XVIII.
De la filosofía a los globos aerostáticos
Descubierta por sus hombres, de una patada o a golpe de
pico, el caso es que la piedra llamó la atención de Bouchard. El
teniente era un hombre culto y curioso. Había empezado su carrera
militar en 1793, en un batallón de granaderos acuartelado en París en el
que alcanzó el rango de sargento mayor. Pero sus inclinaciones
científicas hicieron que sus superiores se fijaran en él. Tenía estudios
de matemáticas y filosofía, entre otras materias, pero además se había
introducido en un campo por el que los militares mostraban mucho
interés: los vuelos en globo. Bouchard fue destinado a la Escuela
Nacional de Aerostática, de la que acabó siendo subdirector y en la que
impartió clases de matemáticas, ya con el rango de teniente. La
explosión de un laboratorio en el que se experimentaba un proceso para
producir hidrógeno estuvo a punto de matarle. Lejos de acabar con su
carrera el accidente animó a Bouchard, que decidió perfeccionar sus
conocimientos.Ingresó en la Escuela Politécnica, donde estudió geometría
descriptiva y acabó especializándose en la construcción de
fortificaciones. Cuando todavía no había acabado sus estudios, fue
movilizado para unirse a la expedición a Egipto en abril de 1798.
Bouchard tenía la preparación suficiente como para
reconocer el valor de un objeto como aquel gran trozo de estela. Supuso
correctamente que se trataba del fragmento de una pieza mayor y observó
que incluía tres textos inscritos en otras tantas escrituras,
jeroglífica, otra que no acertó a identificar y griega. Era el primer
documento plurilingüe antiguo descubierto en Egipto hasta entonces.
Bouchard comunicó el hallazgo al general Jacques-François Menou
(1750-1810), un personaje notable. Diputado de la nobleza en los Estados
Generales en 1789, se había unido a la Revolución y presidió la
Asamblea constituyente en 1790. Después de haber sido juzgado por
traición y absuelto en 1798, encabezó una de las cinco divisiones del
Ejército de Oriente durante la campaña en Egipto, país en el que
contrajo matrimonio con una musulmana de familia muy adinerada y donde
se convirtió al islam, adoptando el nombre Abdallah. Tenía muy mal
genio, no era muy querido por sus soldados y estaba enemistado con los
demás altos mandos. Tampoco tuvo una buena relación con los estudiosos
que acompañaban a la expedición, la famosa Comisión de las Ciencias y de
las Artes de Oriente, formada por entre 154 y 167 eruditos y
científicos cuya misión era estudiar el país y su antigua civilización.
Foto: El general francés Abdallah Menou.
Menou hizo trasladar la estela a su tienda, donde mandó que
la limpiaran. También ordenó que se buscaran otros fragmentos en el
lugar del hallazgo, cosa que se hizo sin éxito. El ingeniero Michel Ange
Lancret comunicó el descubrimiento por carta al Instituto de Egipto, la
academia fundada por Napoleón en 1798, donde se gestionaban los
estudios de la comisión de sabios y de cuya sección de matemáticas
formaba parte el propio Bonaparte. Escoltada por Bouchard, la piedra
llegó a El Cairo, donde pudieron inspeccionarla los expertos del
Instituto y el mismo Napoleón.
El 'Courrier de l'Égypte', periódico de propaganda
distribuido entre los expedicionarios franceses, recogió el
descubrimiento en su número 37 (septiembre de 1799, un mes después de
que Napoleón abandonara el país) y adelantó la importancia de la pieza:
“Esta piedra es de gran interés para el estudio de los jeroglíficos,
para el que podría ser la clave”. El orientalista Jean-Joseph Marcel
concluyó que el texto central estaba inscrito en demótico, no en siríaco
como se supuso en un principio. Los expertos propusieron realizar
reproducciones que facilitaran el acceso de los textos al mayor número
posible de especialistas, con el fin de facilitar su estudio. El propio
Marcel, que también era impresor, sugirió usar la propia superficie de
la piedra como plancha: la idea era cubrir la cara de la estela con
tinta, dejando limpios los huecos de los caracteres incisos, y pasar
rodillos de papel por encima. Con este método se obtuvieron las primeras
copias, con los textos blancos sobre fondo negro, el 24 de enero de
1800. Estas reproducciones, junto a otras con los colores inversos
-texto negro sobre blanco-, estuvieron a disposición de los académicos
parisinos en otoño de ese mismo año.
Foto: El coronel Turner, que aseguró haberse apoderado de la piedra en casa de Menou.
Pero la guerra seguía su curso y éste acabó volviéndose
contra el ejército francés, a las órdenes de Menou desde el asesinato
del general Kléber en junio de 1800. Los miembros del Instituto
abandonaron El Cairo con los militares, camino de Alejandría, llevándose
la piedra con ellos en abril de 1801. La preciada estela fue depositada
en casa del general Menou. Los relatos sobre lo que sucedió a partir de
este momento no coinciden. El más citado, lo que no quiere decir que
sea el más fiable, lo escribió el entonces coronel y después general de
división Sir Tomkyns Hilgrove Turner (1766-1843). Es una carta enviada
al secretario de la Sociedad de Anticuarios de Londres que fue publicada
como artículo en la revista 'Archaeologia' en 1812 (volumen XVI, p.
212), aunque está firmada el 30 de mayo de 1810. E. A. Wallis Budge la
usa como base de su relato sobre los avatares de la pieza y Glyn Daniel
la cita íntegramente en su clásica 'Historia de la arqueología' (de la
que existe una edición en castellano publicada por Alianza en 1981).
Famosa “en el mundo conocido”
Turner comienza su relato reflejando la sensación causada
por la estela entre los expertos y curiosos: “Habiendo acaparado la
piedra de Rosetta la atención del mundo conocido, y de esta sociedad en
particular, me ofrezco para entregarles, a través de usted, un relato de
la forma en que entró en posesión del ejército inglés y de los medio
por los que fue trasladada a este país, presumiendo que será aceptada en
él”. Después, menciona el acuerdo entre los ejércitos enemigos que
permitió que la pieza pasara a manos británicas tras la rendición de los
franceses: “Por el artículo 16 de la capitulación de Alejandría, ciudad
en la que acabaron las tareas del ejército inglés en Egipto, todas las
curiosidades naturales o artificiales, recogidas por el Instituto
Francés y otros debían ser entregadas a los vencedores”.
El artículo al que se refiere Turner formaba parte de las
condiciones propuestas por Menou el 30 de agosto de 1801 para aceptar
rendirse. El general John Hely-Hutchinson y el almirante George Keith
aprobaron, rechazaron o enmendaron cada punto y el general francés tuvo
que firmar muy disgustado el resultado final el 31 de agosto. En la
propuesta de Menou el artículo 16 indicaba: “Los individuos que componen
el Instituto de Egipto y la Comisión de artes deberán llevar consigo
todos los papeles, planos, memorias, colecciones de historia natural y
todos los monumentos de arte y de la antigüedad recogidos por ellos en
Egipto”. Pero los altos mandos británicos estaban al corriente del gran
valor de muchos de los objetos que los franceses atesoraban, por lo que
emnendaron el artículo. Quedó así: “Los miembros del Instituto pueden
llevarse todos los instrumentos de artes y ciencias que han traído de
Francia, pero los manuscritos árabes, las estatuas y otras colecciones
que han completado para la República Francesa serán considerados como
propiedad pública, y estarán sujetos a la disposición de los generales
del ejército combinado”. Menou y los sabios franceses intentaron
renegociar este punto por separado.
Menou intentó defender los intereses de los científicos,
pero sobre todo los suyos propios. Por su parte los sabios galos
formaron una delegación para defender su posición ante los británicos.
El grupo se presentó ante el diplomático y anticuario William R.
Hamilton, uno de los encargados de valorar los bienes en disputa. Uno de
estos expertos, el naturalista Geoffroy Saint-Hilaire, llegó a amenazar
con destruirlo todo: “Quemaremos nuestros tesoros nosotros mismos.
Después podrán disponer de nuestras personas como gusten”. El tira y
afloja por las antigüedades se alargó durante la primera mitad de
septiembre.
Uno de los participantes en las negociaciones por el lado
británico, el reverendo y naturalista Edward Daniel Clarke, recordaría
que Menou se mostró iracundo y sus gritos de protesta se llegaron a oír
desde el exterior de la tienda en la que se llevaban a cabo las
conversaciones. “¡Jamás se ha visto en el mundo un pillaje así!”, aulló
el militar francés, “lo que nos divirtió sobremanera, viniendo de un
líder del saqueo y la devastación”, según Clarke.
Los mandos británicos cedieron parcialmente y permitieron
que los expertos pudieran llevarse las colecciones de historia natural y
todos los objetos que se consideraran de propiedad privada, después de
inspeccionar cada lote particular. Consciente del valor de la piedra de
Rosetta y a espaldas de sus compatriotas científicos, a los que
desdeñaba, Menou trató de escamotear la pieza de algún modo, intentando
convencer a Hutchinson de que formaba parte de su propia colección. Pero
Hutchinson, también conocedor de la importancia de la “tabla
invaluable”, no cedió. Como narra Turner, “el general francés Menou se
negó a dar facilidades”, pero “tuvo que consentir lo mismo que los otros
propietarios”.
Por fin, se acordó el traspaso de los objetos. “En
consecuencia -recuerda Turner en su carta-, recibí del vicesecretario
del Instituto, Le Pére, ya que el secretario Fourier estaba enfermo, una
comunicación con la lista de las antigüedades y los nombres de los que
reclamaban cada escultura”. El militar inglés detalla las condiciones en
las que la estela estaba depositada desde que llegó desde El Cairo,
cuando había sido “llevada cuidadosamente a la casa del general Menou en
esta última ciudad, cubierta con un tejido de algodón blando y con una
doble manta. Y así estaba cuando yo la vi”.
“Dispararon sobre ella”
Por muy formales que fueran las negociaciones entre los
generales de los ejércitos enfrentados, el asunto no dejaba de ser una
cuestión de guerra y a los soldados franceses, que al fin y al cabo eran
los que habían combatido a golpe de bayoneta, no pareció agradarles
tanta buenas maneras a la hora de ceder la estela y otros tesoros
antiguos. Según Turner, “cuando las tropas francesas supieron que íbamos
a tomar posesión de las antigüedades quitaron la cubierta de la piedra y
dispararon sobre ella, rompiendo además las demás cajas de madera,
excelente medida de protección que habían tomado en un primer momento
para asegurar y preservar de cualquier daño a todas las antigüedades.
Hice varias protestas”.
El militar inglés decidió ir a por la pieza acompañado por
un destacamento de artilleros, equipados con “una máquina de las
llamadas 'carretas del diablo'” (un armón de artillería con una polea
para levantar cañones), “con los que fui esa mañana a la casa del
general Menou y rescaté la piedra sin altercados, pero con alguna
dificultad, llevándomela hasta mi casa por las estrechas calles entre el
sarcasmo de un buen número de hombres y oficiales franceses. Estuve
continuamente asistido en esta labor por un inteligente sargento de
artillería que condujo el destacamento, cuyos componentes, los primeros
soldados británicos que entraron en Alejandría, estaban muy satisfechos
con todo lo sucedido”.
Foto: Napoleón asiste a una reunión de sabios en el Instituto de Egipto.
No está de más mencionar otra versión menos trepidante de
esta captura arqueológica. Corresponde al mencionado reverendo Clarke.
Según su relato, un militar y un académico francés acompañaron a los
ingleses -William R. Hamilton, el propio Clarke y su alumno John Cripps-
hasta el almacén en el que Menou guardaba sus pertenencias y donde la
piedra estaba escondida bajo unas esteras. Los ingleses sacaron el
bloque de la ciudad “precipitadamente” pero sin incidencias y se lo
confiaron al coronel Turner.
De una forma u otra, lo cierto es que la estela acabó en
manos de Turner. Varios expertos franceses pidieron que se les
permitiera realizar una reproducción, para poder estudiarla en Francia:
“Solicitaron un vaciado, que yo les proporcioné con rapidez,
asegurándome de que la piedra no sufriera ningún daño. El molde fue
llevado a París y la piedra quedó bien limpia de la tinta de imprenta
con que la habían cubierto para hacer algunas copias a Francia cuando se
descubrió”. No era cierto: la piedra llegó entintada a Londres y no fue
limpiada del todo hasta 1999.
Una vez asegurado el traspaso, tocó buscar un barco para
trasladar la piedra a Inglaterra. “Habiendo visto que otras esculturas
egipcias eran embarcadas en el 'Madras', el navío de Sir Richard
Bickerton, quien amablemente proporcionó toda la ayuda posible, lo hice
yo a mi vez con la piedra de Rosetta en la fragata 'L'Égyptienne'
(capturada a los franceses) que salió del puerto de Alejandría y llegó
al de Portsmouth en febrero de 1802 -rememora Turner-. Cuando el barco
volvió a Deptford se puso la piedra en un bote que la condujo hasta la
casa de Aduanas. Lord Buckinghamshire, el entonces secretario de Estado,
accedió a mi petición permitiendo que la escultura permaneciera algún
tiempo en las dependencias de la Sociedad de Anticuarios, antes de su
traslado al Museo Británico, donde confío que se guardará por tanto
tiempo esta reliquia de la Antigüedad, el frágil y único descubrimiento
que une al egipcio con las actuales lenguas conocidas, un trofeo de
orgullo para las armas británicas (casi puedo decir 'spolia opima'), no
robado a los indefensos habitantes, sino adquirido honorablemente por
los azares de la guerra”.
Donada oficialmente por el rey Jorge III, la piedra de
Rosetta ha permanecido expuesta en el Museo Británico desde 1802 y lo ha
abandonado sólo en dos ocasiones. En 1917, durante la I Guerra Mundial,
fue puesta a salvo de los bombardeos a 15 metros bajo tierra, en un
túnel del Mail Rail, el tren usado en Londres por el servicio de correos
británico para transportar cartas y paquetes entre sus oficinas. La
segunda vez fue en 1972, cuando llegó al Louvre, su frustrado destino
original, para ser mostrada en la exposición que celebraba el 150
aniversario de la publicación de la carta en la que Champollion daba a
conocer sus descubrimientos sobre la escritura jeroglífica. Ambos
documentos compartieron sala, uniendo así a Champollion con el objeto
que solo había podido estudiar a través de una copia
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