Fundado en Jerusalén tras la primera cruzada, el Temple unía ideales monacales y guerreros. Su creación marcó un hito en el proceso de santificación de la guerra y la caballería impulsado por la Iglesia, y su rígida organización prefigura la de los ejércitos modernos
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En 1146, Luis VII de Francia se embarcaba camino de Tierra Santa como cruzado. No tardó en darse cuenta de que allí se enfrentaba a un enemigo de distinta naturaleza de los que habían sido hasta ahora sus adversarios. Durante una marcha militar por Asia Menor, permitió que la vanguardia de su ejército se separase del resto de la columna para acampar en Cadmos, lo que permitió a los turcos asestarle un duró revés militar. A partir de aquel desastre el rey francés se rindió a la evidencia y confió el mando de las operaciones a Evérard de Barres, maestre de la orden del Temple, una nueva fuerza militar creada en Jerusalén en 1118 o 1119, pocos años después de su conquista por la primera cruzada. Su finalidad era proteger a los peregrinos que acudían a la Ciudad Santa, pero más tarde asumió la defensa de los Estados latinos creados en Oriente.
Tras el revés de Cadmos, Luis VII vio en los templarios un ejemplo de disciplina y valor militar, y ordenó a sus hombres que se comportaran de manera parecida. Pero ¿qué ofrecían militarmente los templarios al monarca francés y a otros líderes cruzados? Encontramos la respuesta en la Regla del Temple, un conjunto de normas de conducta que constituye un compendio de saberes bélicos cimentados en años de enfrentamientos con el enemigo musulmán en Tierra Santa.
Las cualidades del templario
Desde un punto de vista bélico, los templarios han pasado a la historia por su arrojo y su combatividad. Cuando san Bernardo de Claraval, ardiente defensor de las cruzadas, redactó el Elogio de la nueva milicia, una especie de panegírico de la orden templaria que acababa de nacer, anticipó algunas cualidades de estos combatientes que acabarían siendo plasmadas en su Regla. Decía san Bernardo que esta milicia, en contraste con la «malicia» encarnada por los caballeros ordinarios, era disciplinada y obediente, no tan preocupada por la gloria mundana como por servir a Dios. Disciplina y obediencia eran, pues, valores supremos que Bernardo anticipaba en su elogio: «Se guarda perfectamente la disciplina y la obediencia es exacta»
Esta disciplina se manifiesta de múltiples maneras. Los caballeros avanzan por escuadrones y en silencio, y si uno debe comunicarse con otro tiene que ir hacia él cabalgando «a sotavento», para que el polvo que levanta su montura no moleste al resto de jinetes.Si se hallan en tierra enemiga y el portaestandarte «pasa de largo» ante una corriente de agua, los caballeros harán lo mismo. No puede ponerse el yelmo sin permiso, pero cuando recibe la orden de ponérselo ya no se lo puede quitar hasta que sea autorizado a ello. Cuando acampan, los escuderos que van a buscar forraje para los caballos o leña, y los propios caballeros, sólo pueden alejarse hasta donde oigan el grito o la campana, para reunirse cuando sea necesario.
Los templarios, pues, no marchaban nunca como una banda desorganizada, en tropel o impetuosamente, ni se precipitaban de forma impulsiva contra el enemigo, sino que «guardan siempre su puesto con toda precaución y prudencia imaginables». Pero esa prudencia no es incompatible con un coraje destacable, pues «se lanzan sobre sus contrarios como si las tropas enemigas fueran rebaños de ovejas, y, aunque son muy pocos, no temen, de ninguna manera, a la multitud de sus adversarios ni su bárbara crueldad».
Su compromiso con la causa divina se reflejaba asimismo en una apariencia externa rigurosa, austera, castrense: «Llevan el cabello rapado […] nunca se rizan el pelo; se bañan muy raras veces; no se cuidan el peinado, van cubiertos de polvo y negros por la cota de malla y por los vehementes ardores del sol». A la hora de lanzarse a la batalla, estos nuevos caballeros se arman interiormente con la fe, y externamente con los mejores caballos de guerra, rápidos y ligeros, carentes de todo ornamento, pensando más en el combate mismo que en el «fausto y la pompa», aspirando más a la victoria que a la vanagloria, a diferencia de los engreídos caballeros mundanos. Las ideas de Bernardo de Claraval se reflejaron en la Regla del Temple y sus ampliaciones hasta el siglo XIII. En este estricto código de conducta son precisamente el orden y la disciplina las cualidades más valoradas en el «hermano caballero», que constituía la base militar de la Orden. Cualidades cuya puesta en práctica ha permitido afirmar que los templarios inventaron nuevas técnicas guerreras, desconocidas hasta entonces en Europa occidental y Tierra Santa. ¿Y en qué consistían estas innovaciones?
Un perfecto orden de batalla
La Regla ordenaba con precisión el orden de combate a la hora de lanzar una carga de caballería, la más potente y devastadora arma empleada por las huestes cristianas contra los ejércitos musulmanes en los siglos XII y XIII. Según los preceptos de la Regla, la hueste templaria se dividía en escuadrones, al frente de cada uno de los cuales se situaba un mando señalado, maestre o mariscal. Estos escuadrones se situaban en primera línea, y detrás los secundaban escuderos que portaban las armas y cuidaban de los caballos de refresco. Cuando se lanzaba la carga, los escuderos debían seguir de cerca a su escuadrón, preparados para socorrer a los caballeros heridos así como para reemplazar las monturas caídas en el primer choque, pero sin participar en la carga, protagonizada por los caballeros.
Si su ejecución era buena, una carga de caballería pesada era un arma demoledora. Y un espectáculo imponente. Durante la primera cruzada, la princesa bizantina Anna Comnena afirmó en su Alexiada, una crónica de la época, que un caballero franco pesadamente armado podía traspasar las murallas de Babilonia. En tal sentido, los templarios eran deudores del armamento popularizado en Europa occidental desde finales del siglo XI, consistente en una cota de malla que cubría cabeza, torso, brazos y piernas hasta la rodilla, un casco cónico, un caballo fuerte de combate (destrier), un escudo, una lanza larga y una espada de doble filo. Pero para que la carga fuese efectiva resultaba imprescindible que los caballeros actuasen con total cohesión. Éste es el aspecto en que más insistieron las normas templarias, expuestas en la primitiva Regla y en unos Estatutos jerárquicos, fechados entre 1165 y 1187, que cargaban las tintas en la jerarquía militar de las huestes, en la organización de marchas y campamentos y en la articulación de los escuadrones en el momento crucial de la batalla.
Para lograr que esta articulación resultara efectiva se esforzaron especialmente por regular el uso de las banderas, auténticos emblemas de la disciplina templaria, que marcaban el inicio de la acción, el reagrupamiento de los combatientes y la retirada del campo de batalla. La bandera era el elemento sacrosanto que marcaba la actuación de templarios en combate. Siempre que una de ellas estuviera izada debía perseverarse en la pelea. Quien desertaba mientras una bandera siguiera ondeando en la refriega era castigado con la pena más severa: la expulsión de la Orden y de la casa templaria. Recibía un castigo similar aquel que cargaba sin permiso de un superior y con ello comprometía el destino del resto de la hueste.
Los reglamentos templarios también quisieron legislar sobre el papel de los sargentos, –sergents, los auxiliares de los caballeros– y del portaestandarte, así como sobre las características del equipo militar templario, en el que estaban prohibidos el oro, la plata y los adornos en armas y correas. También se preocuparon de velar por la manutención de los caballos y su equipamiento.
Héroes de las cruzadas
A tenor de lo dicho, no sorprende que los ejércitos cruzados acostumbraran a situar a los templarios en las vanguardias y retaguardias de las columnas en marcha. Así lo hizo Luis VII de Francia tras el desastre de Cadmos. Y en 1192, Ricardo Corazón de León lideró una épica marcha de Acre a Jaffa, en la que los templarios desempeñaron un papel de primer orden en la conducción de la columna cristiana, acribillada por las saetas del enemigo. Pero los templarios también cometieron graves errores. En 1187, Guy de Lusignan, rey de Jerusalén, decidió mover su ejército de un lugar seguro, asesorado por Gérard de Ridefort, un nefasto maestre del Temple; el resultado fue la tremenda derrota cristiana de Hattin a manos de las tropas de Saladino, sultán de Egipto.
Por su reglamentación militar, los templarios y otras órdenes proporcionaron una disciplina colectiva de cuerpo a un mundo caballeresco hechizado por las proezas individuales. Frente a éstas, la organización templaria de la carga de caballería no era sino el triunfo de un planteamiento en el que la actuación individual quedaba completamente subordinada a lo colectivo. La organización en escuadrones, el uso de uniformes distintivos –como el manto blanco con una cruz roja en el pecho– o el empleo de banderas para dirigir las operaciones anticipan métodos asumidos por los ejércitos modernos.
Es cierto que las huestes templarias sufrieron serios reveses, como el de Hattin, o el de La Forbie en 1244, frente al sultán Baybars. Pero no es menos cierto que hubo otras ocasiones en las que los caballeros del Temple destacaron por su abnegación heroica ante un futuro más que sombrío. Así sucedió en 1291, cuando hicieron todo lo que estaba en sus manos para defender la plaza de Acre, el último reducto cristiano en Oriente. En aquella ocasión, los templarios, sacrificándose como habían hecho muchos de sus antecesores, resistieron el ataque de los musulmanes que intentaban introducirse por las brechas de las murallas, que se desmoronaban por el bombardeo enemigo. Guillermo de Beaujeu, el último maestre templario en Tierra Santa, murió peleando durante el asalto definitivo de los mamelucos, cuando todo estaba perdido.
Es posible que la mitificación posterior de los templarios hundiera en parte sus raíces en un modo de combatir que, durante los siglos XII y XIII, influyó en el arte de la guerra en Europa occidental. Es factible imaginar que los templarios pudieron sentar ciertas bases de lo que sería la disciplina y la cohesión de los ejércitos modernos, donde uniformes y banderas serían ya elementos corporativos e imprescindibles.
Para saber más
Templarios. La nueva caballería. Malcolm Barber. Martínez Roca, Madrid, 2001.
Historia de las cruzadas. Steven Runciman. Alianza, Madrid, 2008.
El caballero del Temple. José Luis Corral. Edhasa, Barcelona, 2006.
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