El siglo XX, con toda su brutalidad bélica, no conoció seguramente muchos días felices. Cabe pensar que el
8 de mayo de 1945, martes, día soleado y hermoso, haya sido uno de los más dichosos. Pues en
la víspera, el día 7, se firmó la rendición incondicional que daba término a la Segunda Guerra Mundial en Europa y asistimos al
entierro oficial del Tercer Reich
en un escenario tétrico: las calles saturadas de cadáveres abandonados,
las ciudades convertidas en inmensas ruinas, millones de personas
caminando como fantasmas, sin rumbo, sin hogar, ni cobijo.
Churchill le dio a ese día máximo rango histórico:
«La rendición incondicional de nuestros enemigos fue la señal para la
mayor explosión de alegría en la historia de la humanidad».
Las dos grandes figuras simbólicas de la literatura alemana de la época –
Thomas Mann y
Ernst Jünger–
comentan en sus Diarios ese día. Uno vive la experiencia en el «feliz»
exilio de Pacific Palisades, en California, con otros exiliados
eminentes como su hermano Heinrich, Horkheimer, Marcuse, Adorno. El
otro, Jünger, experimenta en directo el final de la guerra en su casa de
Kirchhorst, cerca de Hannover, donde ve pasar los tanques y las tropas
vencedoras camino de Berlín, y tiene que arreglárselas con asaltantes,
soldados perdidos que roban o invasores que violan.
El «Mago» y «Dr. Faustus»
Thomas Mann escribe su
Diario como siempre: en estilo telegráfico, muy pendiente de los acontecimientos y obsesionado con la obra que está escribiendo:
«Dr. Faustus». El día 8 de mayo
el «Mago», así le llaman en familia, pasa un día difícil: va al hospital a revisar su dañado pulmón. Escribe en el
Diario:
«Día desacostumbrado y fatigoso», «radiografías», «champán francés para
celebrar el día V», «oímos los discursos de Churchill y de Truman». Y
el mensaje del
Almirante Dönitz al
pueblo alemán: «El fundamento del Estado nacional-socialista ha sido
destruido»; «el derecho debe reinar en Alemania y la meta tiene que ser
pertenecer a la familia de pueblos europeos tras la superación del
odio». El «Mago» se permite sólo un agrio comentario: «El rechazo del
nazismo no pasa de ahí». Y termina:
«Los rusos siguen buscando inútilmente el cadáver de Hitler».
Por supuesto, hay muchos comentarios interesantes los días
anteriores y posteriores al 8 de mayo. El 7 confiesa: «Sobrevivir
significa vencer. Es una victoria. Claridad sobre a quién debemos la
victoria:
Roosevelt». Y tres días antes, el 4, escribe:
«Habría que eliminar a un millón de alemanes»,
pero «no es posible ejecutar a un millón sin copiar los métodos nazis».
Y un mes antes confiesa en una carta: «Ud. no se hace idea de la locura
patriótica de los emigrantes alemanes [se refiere a Döblin], de la
furia que les entra cuando uno reconoce la verdad: que el
nacional-socialismo no es algo que les hayan impuesto a los alemanes
desde fuera, sino que está enraizado en siglos de historia alemana».
En sus habituales mensajes radiofónicos, el 8 de mayo llama a los «torturadores» de los campos de concentración «criaturas animalizadas del nacional-socialismo».
Los asesinos, añade, no fueron unos pocos, fueron cientos de miles de
una élite alemana que, por doctrinas enloquecidas, cometieron esos
crímenes «por el goce enfermo de sus bestialidades».
Eso indica ya cuál es su estado de rabia por Alemania, que le traerá
distintos problemas con otras figuras alemanas, con el filósofo Jaspers,
por ejemplo, que siente que Mann ofende a muchos alemanes «limpios» y
decentes durante el nazismo como él, que le decía a su desesperada mujer
en los momentos más terribles: «Yo soy Alemania».
A partir de ese día, de esa «hora cero» como se la llamó muy impropiamente, habrá duros debates sobre el futuro de Alemania, en los que Mann mantuvo siempre un tono crítico, aunque colaborativo, colaboración que no fue compartida por otros, como Einstein, quien escribió una durísima carta contra Alemania. Ya Brecht había hecho, según cuenta Arendt,
una importante puntualización: «Los grandes criminales políticos no son
los grandes criminales políticos, lo son, más bien, los generadores de grandes crímenes políticos, que es algo totalmente distinto». Y Adorno
había escrito a sus padres en 1943: «Casi hay que pedir que la cosa no
vaya muy rápida: que no se produzca un colapso político que les ahorre a
los alemanes la clara derrota militar, para que sientan en su propio
cuerpo todo lo que ellos han causado».
«Radiaciones»
Jünger es de otra pasta, militarista. No es
telegráficamente conciso, como Mann, y es hombre de acción que conoce el
caos de las guerras y había visto de cerca la muerte. En sus Diarios, titulados «Radiaciones», que escribe en el pajar o en la buhardilla de su casa,
aprovecha los acontecimientos, anteriores o posteriores al 8 de mayo,
para realizar largas reflexiones sobre el mundo o la existencia. Le
había ocurrido lo peor: en noviembre de 1944 su hijo, de nombre Ernesto como él, al que siempre llama «Ernestín», moría en Carrara de un disparo en la cabeza. Un hombre que había escrito una narración titulada «Sobre los acantilados de mármol» veía morir a su hijo en los montes de mármol de Carrara. Paradojas del destino. Ese «mi buen niño» está constantemente presente en los Diarios:
«El dolor es como una lluvia que primero discurre como una torrentera y
luego va calando lentamente en la tierra». Tiempo después su amigo Carl Schmitt, el teórico del derecho, le consolará con una carta en latín: «Ernesto no nos ha abandonado, sino precedido».
El 1 de mayo Jünger abre su diario admirando a los lirios, y
dice: «Ellos y el lloroso corazón engalanan la imagen del hijo: hoy
habría cumplido 19 años». Pero, a continuación, escribe unas palabras
más que interesantes sobre Hitler: «
La radio notifica la muerte de Hitler, muerte que es oscura como casi todo lo que le envolvía. Mi impresión es que
este hombre, igual que Mussolini, era desde hace tiempo sólo una marioneta movida por otras manos y otras fuerzas.
La bomba de Stauffenberg no le arrebató, es cierto, la vida, pero sí el
aura; se percibía en su voz». Y al final añade una reflexión: «Tenemos
que reencontrar el camino que nos marcó Comte: pasar de la Ciencia, por
la Metafísica, a la Religión». El 7 de mayo escribe: «Como informan los
rusos, encontraron ayer
los cadáveres del Dr. Goebbels y su familia». Y, a continuación, hace una larguísima descripción de su relación con Goebbels desde los viejos tiempos de Berlín.
Concluye críticamente sobre estos advenedizos a los que
despreciaba: «Mi buen genio me guardó de sus laureles y distinciones». Y
el 8 de mayo nos notifica que «el cuclillo canta por primera vez en las
lagunas» y, tras larga y gélida poética, esa que a tantos soliviantó,
cuenta que ha vuelto, tras años, la luz. Una alegría modesta –señala–
comparada con la fiesta exuberante de las capitales aliadas, desde Nueva York a Moscú, mientras el vencido está metido en el sótano con la cara cubierta. «Oí el discurso del rey de Inglaterra, digno y honroso,
lo propio del soberano de un gran pueblo». Y vuelve sobre Goebbels para
concluir: «El espíritu del mundo trabaja ahorrativamente. Para
derrumbar este edificio no hacía falta un Mirabeau». Y finaliza: «Vi al
Doctor [Goebbels] una vez más, ya como ministro, en… la presentación en
sociedad de la nueva clase dirigente». «¿Qué dice Ud. a-ho-ra?, fueron
las últimas palabras que me dirigió, una pregunta. ¿Podría contestarla
hoy? Se contesta siempre mucho antes de lo debido».
Wagnerismo político
Puede decirse que ese 8 de mayo de 1945 finaliza el wagnerismo político. Una
«teatrocracia» hecha de escenificaciones gigantescas, retóricas huecas y falsos héroes nibelungos que, en realidad, eran
seres alicortos y criminales con sueños monstruosos. En el libro «Conversaciones de mesa en el Cuartel General del Führer» se ven esas
ensoñaciones oligofrénicas de Hitler: en febrero del 42 dice a sus comensales que él es uno de los grandes hombres de la historia alemana, con
Lutero, Federico el Grande o Bismarck; les cuenta también que estaba
muy dotado para la arquitectura y que, si no hubiera sido por la Guerra de 1914, «habría sido uno de los primeros arquitectos, si no el primero, de Alemania».
En realidad, no sabía ni dibujar ni calcular. Según el
general Jodl, tenía «el convencimiento místico de su infalibilidad como
Führer de la nación». Todo
pura psicopatología. Estamos ante un terrible simplificador y mal
actor. Voegelin le llamó el «stultus». Esa idiocia ve a
Mussolini como «un césar romano», a
Churchill como un «mentiroso comprable», un bocazas y un borracho, y a
Roosevelt como «un enfermo mental». En el búnker, en los desesperados días finales,
Goebbels le lee a Hitler un pasaje del «Federico el Grande» de Carlyle
para animarle a resistir y confiar en la victoria: «Rey valiente,
espera aún un poco, hasta que pasen los días de tu sufrimiento, tras las
nubes está ya el Sol de tu felicidad, que lucirá muy pronto». Comenta
Goebbels:
«El Führer tenía lágrimas en los ojos». Pero, con Hitler, la historia no estaba por los milagros, sino por la venganza.
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