La lista: referentes políticos de los líderes de hoy
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Ultranacionalismo hindú
La reciente (y aplastante) elección de Narendra Modi como primer ministro de India hizo que muchos se preguntaran si puede ser el justo gobernante de un país multirreligioso, y no el abanderado de la mayoría hindú a la que pertenece. Las dudas están bien fundadas: Modi es un producto político forjado en la Rashtriya Swayamsevak Sangh (RSS), un grupo ultranacionalista que se define por el servicio desinteresado a la Madre Patria, pero que es también un vehículo supremacista hindú. La RSS es la brújula ideológica del Primer Ministro, la plataforma que le ha aupado hasta el poder nacional (tras un exitoso paso, al menos en lo económico, como gobernador de Gujarat). Es el vivero del que se nutre su partido político, por lo que le resultará tentador satisfacer sus apetitos.
El propio Modi ha dejado constancia escrita de los 16 líderes que inspiran su carrera política, todos ellos miembros de RSS. Entre ellos destaca su figura histórica más preponderante, MS Golwalkar, que contribuyó como nadie a expandir la organización y dejó escritas frases filonazis y supremacistas dirigidas contra los musulmanes. Sin embargo, algunos gestos de Modi, como el ayuno que realizó en 2011 para velar por la comunidad musulmana tras la masacre de 2002 en su estado natal de Gujarat (y ante la que él hizo la vista gorda), apuntan a un carácter más conciliador y recuerdan remotamente a Gandhi, figura deplorada por muchos ultraderechistas hindúes. Si el mandatario es capaz de seguir en esa línea ahora que está al frente del país, algunos de los hombres que le sirvieron de inspiración se removerán en la tumba, pero el mundo sentirá el alivio de un Ejecutivo indio que gobierna para todos.
La alargada sombra de Bolívar
Pocos personajes históricos tienen tanta trascendencia política actual como Simón Bolívar, y pocos están sujetos a interpretaciones tan dispares de su doctrina. Su sacralización es el germen ideológico de una constelación contemporánea de gobiernos latinoamericanos de izquierdas que apelan al bolivarianismo en sus correspondientes programas contrarios al status quo impuesto por Washington. Si bien los diversos elementos del bolivarianismo del siglo XXI están presentes en líderes como Rafael Correa en Ecuador o Evo Morales en Bolivia, es en Venezuela (mejor dicho, en la República Bolivariana de Venezuela) donde más se ha exprimido el mito del Libertador y donde más medidas dudosas se justifican en su nombre. El difunto presidente Hugo Chávez llevó la memoria bolivariana hasta el paroxismo, algo de lo que aprendió su hermano pequeño político, el actual presidente Nicolás Maduro.
Maduro creció junto a Chávez, fue su ministro de exteriores, su vicepresidente, y sobre él recayó la presidencia interina de la República cuando murió su maestro. El actual presidente hereda de su antecesor la visión de un mundo multipolar, así como el integracionsimo latinomericano. Chávez adoptó esa idea a partir del propio Bolívar, que anheló la creación de una gran república latinoamericana. Pero esa unión continental se sostiene hoy sobre pilares agrietados, con bloques regionales inacabados. Mientras tanto, al gobierno de Maduro, que hace meses mostró su peor cara al reprimir con desproporcionada dureza una oleada de protestas, le llueven las críticas de los vecinos con los que habría de formarse ese gran bloque: las cancillerías de Brasil, Chile, Colombia, Perú y Paraguay intiman con la oposición y la sociedad civil venezolana. Pero Maduro aún tiene una cuerda a la que aferrarse, la de los hermanos Castro en Cuba. El Presidente no sólo ha heredado a esos mentores de su antecesor, sino también el modus operandi de las relaciones bilaterales entre Cacacas y La Habana: los regalos petroleros a los Castro, que a cambio ofrecen al chavismo legitimidad, sustento y médicos.
Bolívar dijo: “Huid del país donde uno solo ejerce todos los poderes: es un país de esclavos”. ¿Cómo se explica entonces el culto personal a Chávez, del que ahora quiere apropiarse Maduro? ¿Cómo explicar el silenciamiento de la oposición y las crecientes restricciones a la libertad de expresión? La vivienda, la comida y la gasolina subvencionada de la que disfrutan muchos venezolanos, y que le valen millones de votos al postchavismo, ¿justifican la mordaza a la oposición, el oprobio internacional y el despilfarro petrolero? La decisión le corresponde a los venezolanos, no al magreado fantasma de Bolívar, y éstos ya han ido varias veces a las urnas para decir que sí.
Invocando a Mandela para evitar a Mugabe
El presidente surafricano, Jacob Zuma, tiene una visión clara (e idílica) para su país: una sociedad unida, sin barreras raciales, democrática y próspera. Es el mismo emblema del Congreso Nacional Africano (ANC), el partido que monopoliza el poder postapartheid y cuyos miembros históricos conforman el friso ideológico de Zuma. Nombres como el de John Lutuli (premio Nobel de la Paz en 1960) u Oliver Tambo (otra figura central del ANC) son, entre otros, los mentores de Zuma. Ninguno de ellos tuvo el rango descomunal de Mandela, el espejo en el que les gustaría mirarse a todos los líderes de la ANC. En Mandela cristalizaron todas esas luchas, fundando una nación, la actual Suráfrica, en la que las expectativas se han visto frustradas.
Zuma, como todo líder surafricano, es víctima de esas expectativas. Mandela y los demás miembros históricos del ANC no son sólo sus mentores, sino también la evidencia de que hoy Suráfrica, a pesar de los progresos realizados, es un país de corrupción, desigualdad, inseguridad y brutalidad policial. Zuma, y todos los líderes del actual ANC, son vistos como la encarnación de un sueño incumplido. Eso ha llevado a que algunos de sus políticos jóvenes más populares, como Julius Malema, se desgajen del ANC y se guíen no ya por la lucha conciliadora de Mandela, sino por la de líderes africanos como Robert Mugabe, actual presidente de Zimbaue, y sus programas de expropiación de los terratenientes blancos.
Entre Stalin y Jordan
Kim Jong-Un, líder supremo de Corea del Norte, es todo un continuador del linaje de mandatarios del que procede. Hijo del también líder norcoreano Kim Jong-il, y nieto del mítico Kim Il-sung (fundador de la dictatorial estirpe), el actual tirano es, tal y como se anunció tras su proclamación, el heredero de “la ideología, el liderazgo, el carácter, las virtudes, la determinación y el coraje” de su padre. Así, el mandatario está en posesión de ese devastado territorio, dotado de armas nucleares, y presto a mantener el culto a la personalidad inventado por su abuelo y perfeccionado por su padre, quien aparentemente hizo creer a los norcoreanos que tenía la capacidad de cambiar el tiempo en función de su humor. Kim Jong-Un es también el responsable de prorrogar la ideología fundada por su abuelo, el Junche, el emblema del poder en el país, basado en la independencia y el aislamiento en el ámbito político, económico y militar. Con más determinación y presteza que su padre, el actual líder ha incrementado el tono de la amenaza nuclear y ha fortalecido sus relaciones internacionales alternativas con países fuera de la órbita de Washington, pero la agresividad de sus planteamientos ha llegado a enervar incluso a su tradicional aliado, China.
Kim Jong-Un vio tempranamente el ancho mundo, estudió en Suiza y tuvo tiempo de adoptar ídolos muy distintos a los precursores del Junche, como Michael Jordan. Afortunadamente para los puristas del régimen norcoreano, esto no ha impedido al dictador seguir rindiendo tributo a otra de sus grandes referencias, Iosef Stalin. Con el mismo celo implacable del líder soviético, Kim Jong-Un hizo que ejecutaran a su tío, acusado de planear un golpe militar para derrocarle. Un ejemplo de purga sin piedad propia de Stalin, de quien también es posible acordarse al pensar en los gulags en los que se recluye a los norcoreanos disidentes.
El nuevo Delors
El mentor político del nuevo presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, es Jacques Delors, quien ostentó ese mismo puesto entre 1985 y 1995, sentó las bases del mercado único y consiguió desesperar a Margaret Thatcher con su empeño en crear un super-Estado europeo. Juncker parece llamado a ser el nuevo Delors que acelere la integración europea. De él se espera que combine su postura pro-mercado con propuestas sociales, que apueste por la reindustrialización de Europa, que invierta hasta 300.000 millones de euros, o que flexibilice la dura austeridad. Todo ello debería ayudarle a que sus detractores no le reprochen su condición de luxemburgués (es decir, de habitante y representante político de un paraíso fiscal como los que la UE debería combatir).
Será difícil que Juncker pueda equiparar sus logros a los de Delors, o simplemente que pueda cumplir con lo prometido, enfrentado a un Parlamento Europeo plagado de euroescépticos que va a exigir la máxima sintonía posible entre los partidos del mainstream. Pero es seguro que, igual que ocurrió con Delors y Thatcher, su elección al frente del ejecutivo comunitario va a crispar aún más los ánimos euroescépticos y la frustración británica. El primer ministro David Cameron dejó clara su oposición a la elección de Juncker al frente de la Comisión Europea, pero sus avisos de que los británicos quieren reforma y no más integración fueron desoídos. El archi-federalista Juncker es finalmente el elegido, pero difícilmente podrá ser Jacques Delors en esta nueva Europa en la que los enemigos de la Unión se han multiplicado a izquierda y a derecha. El gigante a batir por la ortodoxia europeísta ya no es sólo Thatcher: es Nigel Farage, es Marine Le Pen, es Syriza… Una tarea descomunal, incluso para el nuevo Delors.
Silenciando a Atatürk
El recién elegido presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, no siente que el país deba tanto a su fundador, el nacionalista laico Kemal Atatürk. Al frente del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AK Parti), el mandatario turco se ha tratado de zafar de la sombra del gran fundador y ha cortejado al mundo con una Turquía abierta, económicamente trepidante, diplomáticamente poderosa, dentro de los cauces del islam político.
Para lograrlo, Erdogan se ha fijado en la figura de Necmettin Erbakan, ex primer ministro en los 90 que dejó el poder ante la presión del Ejército, institución que se mantiene rígidamente apegada a las tesis de Atatürk, y del Tribunal Constitucional turco, que le acusó de violar la regla sagrada (y ataturkiana) de la separación de la religión y la política. La maniobra castrense-judicial no impidió a Erbakan continuar ejerciendo como mentor de una nueva generación de islamistas moderados, entre los que se encontraba el propio Erdogan, quien, no obstante, hoy renuncia a esa etiqueta e insiste en que el AK Parti es el estandarte de una “democracia conservadora”, no el pregonero de un islamismo light. Esto no aparta al líder turco de las sospechas de su admiración por una de las grandes tradiciones políticas panislámicas, la de los Hermanos Musulmanes (no en vano, su Gobierno desembolsó alrededor de 2.000 millones de dólares en el ya depuesto gobierno de Mohammed Morsi en Egipto).
Oscilando entre Erbakan y los Hermanos Musulmanes, Erdogan está tratando de desembarazarse de la pesada losa de Atatürk. Y lo hace, además, hasta rozar la paranoia y el autoritarismo, mediante su persecución a los miembros de una supuesta conspiración de militares y laicistas impertérritos que, bajo el mítico nombre de Ergenekon, amenazan con socavar al Gobierno turco y restaurar los principios del fundador de la patria.
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