lunes, 20 de mayo de 2013

La pasión por la moda en la era de María Antonieta


Posted: 14 May 2013 04:51 AM PDT
Durante el siglo XVIII, las damas de Versalles y París competían por lucir los vestidos y los complementos más sofisticados
Por María Pilar Queralt del Hierro. Historiadora, Historia NG nº 112

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En una ocasión, José II de Austria comentó que el complicadísimo tocado de su hermana, la reina María Antonieta de Francia, era «demasiado ligero para sostener una corona». Se refería a un sofisticado peinado creado por su peluquero, Léonard, llamado pouf y que consistía en una altísima peluca adornada con todo tipo de artificios. Lo cierto es que el emperador de Austria no andaba demasiado equivocado. La pasión de María Antonieta por la moda fue una de las causas del odio que le profesaron los franceses y de su imagen de mujer frívola y derrochadora.
Pero no sería justo hacer recaer sobre la reina de Francia toda la culpa de la extravagancia o la pasión por la indumentaria que reinó en Versalles. Ya en el siglo XVII, la corte francesa se regía por una escrupulosa ley de la indumentaria que codificaba la forma de vestir para cada ocasión. En los últimos años del reinado de Luis XIV predominaron los vestidos austeros, de colores oscuros, reflejo del rigor moral que quiso imponer el anciano monarca, pero a su muerte todo cambió. Hombres y mujeres se fueron olvidando de los tonos severos, como el negro o el marrón, para decantarse por otros más llamativos. En lugar del paño se introdujeron telas suntuosas y lustrosas, como el terciopelo, la seda o el brocado. Los vestidos femeninos adquirieron líneas más sueltas y vaporosas, y también más insinuantes. Esta nueva moda fue el reflejo de un cambio cultural más amplio, el de la transición del barroco al rococó, un período este último caracterizado por el espíritu exuberante y excesivo que invadió Versalles y París, «la Corte y la Villa», y que desde allí se exportó al resto de las cortes europeas.

La moda femenina

En el siglo XVIII, la ambición de toda dama que se preciara era impresionar en la corte con su vestido, un empeño en el que la competencia era muy dura. El esplendor y la etiqueta de Versalles no permitían a las grandes damas utilizar el vestido más que una vez; en caso de querer repetir debían introducir obligadamente alguna ligera modificación. El gusto por los trajes femeninos espectaculares se tradujo en la vuelta a las faldas excepcionalmente amplias, sostenidas con un armazón interior. El guardainfante, signo distintivo de la moda española del siglo XVII, diseñado en un principio para ocultar los embarazos, renació en la primera mitad del siglo XVIII en una modalidad francesa, el panier, término que en francés significa «cesta», en referencia a la forma de cesta invertida que tomaba la falda. El panier –llamado en castellano tontillo– podía alcanzar dimensiones considerables, hasta 5 metros de diámetro. Algo que no dejaba de causar inconvenientes, como el que dos damas no pudiesen pasar a la vez por una puerta o no pudieran sentarse juntas en un carruaje. A diferencia del guardainfante español del siglo XVII, el panier francés desplazaba el volumen de la falda a las caderas, con lo que resaltaba la silueta de la mujer.


A esto también contribuía el uso del corsé, que elevaba el busto, ajustaba el talle y estrechaba la cintura. Iba atado con cintas a la espalda, por lo que una dama de la nobleza precisaba de la ayuda de una sirvienta para vestirse. En cuanto a la ropa interior, las damas solían llevar una larga camisola de tela ligera hasta las rodillas, así como enaguas, que iban desde la cintura a los tobillos.
La variante más conocida de este tipo de moda cortesana fue el llamado «vestido a la francesa», que triunfó en Francia en la década de 1740, de la mano de Madame Pompadour, la favorita de Luis XV. Se caracterizaba por una falda menos exagerada que vestidos anteriores, lo que permitía una mayor movilidad. Madame de Pompadour también puso de moda el uso de volantes y lazos, y gustaba de realzar el cuello con un terciopelo adornado con una flor o una joya. Los trajes, tanto de damas como de caballeros, solían adornarse con encajes, preferentemente de Chantilly o Bruselas, por ser más dóciles y fáciles de trabajar. Las medias, de seda o algodón, se sujetaban con ligas de encaje o seda bordada.

Informalidad y coquetería

En torno a la década de 1760 se introdujeron una serie de vestidos femeninos algo menos formales. Uno de ellos fue la robe à la polonaise, el «vestido a la polonesa», como se lo conoció en España, llamado así porque se puso de moda durante la guerra que Francia sostuvo con Polonia. Era de cuerpo ceñido y se caracterizaba por la falda abullonada por detrás gracias a que podía fruncirse mediante un cordón. Más corto que el vestido a la francesa, dejaba a la vista una enagua y los tobillos, lo que lo hacía más práctico para caminar. Otro vestido que se puso de moda en Francia fue la robe à l’anglaise, el «vestido a la inglesa», ejemplo del creciente gusto por todo lo inglés entre las clases bienestantes francesas. Este vestido incluía elementos inspirados en la moda masculina, como la chaqueta corta, con amplias solapas y manga larga, tomada del redingote, una prenda a medio camino entre la capa y el abrigo.
En la apariencia de una dama, tan importantes como el vestido en sí eran los accesorios. En cualquier ceremonia oficial las damas debían cubrirse manos y brazos con guantes, si iban sin mangas. Sólo en verano se les permitía utilizar mitones, un tipo de guantes que dejaba al descubierto la mitad de los dedos. Los caballeros, sin embargo, sólo empleaban los guantes cuando salían de viaje. Pero si algún accesorio era importante para cualquier dama era el abanico. Las costumbres licenciosas de Versalles se encubrían con el arte del disimulo y el abanico permitió desarrollar un lenguaje gestual que servía para comunicarse a la hora de la seducción. Por otra parte, hay que señalar que el abanico no era un accesorio exclusivamente femenino. Los caballeros solían utilizar modelos más sobrios, especialmente en las grandes ceremonias.

Cotizadas modistas



No fue frivolidad todo lo que rodeó a la pasión por la apariencia en la Francia del siglo XVII. Por el contrario, al albur de la moda nació una importante industria textil, heredera de las políticas proteccionistas de Colbert, el célebre ministro de Luis XIV. Las llamadas manufacturas reales dieron lugar a una pujante industria sedera en Lyon, mientras los avances técnicos y los progresos en el ámbito de los tintes favorecieron la iniciativa privada y la creación de numerosas fábricas de medias, sombreros y lencería. Baste decir que la manufactura textil de Christophe-Philippe Oberkampf, en Jouy-en-Josas (Yvelines), contaba en 1774 con 900 obreros. Los emprendedores y trabajadores supieron plantar la semilla que hizo de Francia, y más precisamente de París, la capital de la moda europea a lo largo de los siglos XIX y XX.
Entre los profesionales de la moda francesa del siglo XVIII hay que destacar a Marie-Jeanne Bertin, conocida como Rose Bertin (1747-1813). Pionera de la «alta costura» francesa, abrió su propia tienda de modas en París en 1777 y rápidamente se convirtió en la modista preferida de la aristocracia. Su consagración definitiva la debió a la duquesa de Chartres, quien le presentó a María Antonieta. La reina, entusiasmada con sus diseños, le abrió un taller propio en Versalles donde Rose, nombrada «ministra de la moda», creó novedosos modelos para la reina, como el llamado Grand habit de cour. Su cercanía a la soberana le dio renombre internacional y sus vestidos se exportaron a las cortes de Londres, Venecia, Viena y Lisboa, entre otras. La modista, además, creó unas muñecas que iban ataviadas con sus propios modelos y que o bien se coleccionaban o bien servían para enviarlas a otras cortes europeas, donde a modo de figurines permitían que las damas estuvieran al corriente de la moda francesa y pudieran encargar a Rose Bertin los últimos y más elegantes vestidos.

Para saber máshttp://www.nationalgeographic.com.es/medio/2013/04/16/cza_229171_2000x1498.jpg

Historia de la moda. Bronwyn Cosgrave. Gustavo Gili, Barcelona, 2005.
María Antonieta. Stefan Zweig. El Acantilado, Barcelona, 2012.

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