jueves, 4 de abril de 2013

La libertad: ¿individual o colectiva?


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La libertad: ¿individual o colectiva?

No pocas veces habremos escuchado en diversos comentarios de actualidad que en determinados países, denominados generamente dictaduras o autocracias, no existe libertad: ni libertad de prensa, ni libertad de expresión, ni libertad de partidos, ni de movimiento de las personas, etc. La libertad es entendida aquí como un elemento fundamental, ligado a la persona humana, y que generalmente se considera sólo puede realizarse en la única forma política digna de tal nombre: la democracia.
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Esta idea de libertad es deudora de la tradición cristiana. Recordemos que ya San Agustín señaló que, para entender cómo era posible que Dios consintiera el mal en el mundo, había que considerar que el hombre había sido dotado de libre albedrío, y por lo tanto la existencia del mal, del pecado, era algo achacable a los actos humanos. El hombre, en tanto que ser espiritual, estaba en Gracia de Dios y se elevaba así por encima de la pecaminosa Naturaleza. Idea cristiana que se mantuvo durante la Edad Media y que los escolásticos españoles del siglo XVI refinaron y debatieron con gran prolijidad en la denominada polémica de auxiliis: mientras los dominicos como Domingo Báñez señalaban que los actos del hombre eran libres porque Dios los determinaba como libres, el jesuita Luis de Molina afirmó la existencia de una «ciencia media», señalando que las acciones humanas y la omnisciencia divina se determinaban mutuamente: «el hombre propone y Dios dispone», que dice la sabiduría popular.
Por el contrario, la reforma protestante introdujo, pese a lo que suele decirse, un determinismo completo: la naturaleza humana según Lutero es pecaminosa de por sí, y sólo los predestinados a la salvación pueden evitar la condenación eterna; por su parte, Calvino señaló que la gracia divina era fruto del azar. En esta tradición protestante la única manera de salvar la libertad humana es llevando el fanatismo al extremo, convirtiendo al hombre en Dios (algo muy cercano al fatalismo musulmán): así, en la tercera antinomia de la Crítica de la Razón Pura de Kant, la libertad humana queda justificada por la existencia de Dios como ilusión trascendental, viviendo el hombre en el nivel del Reino de la Libertad (o de la Gracia) frente al Reino de la Necesidad de la Naturaleza, sometido al mecanicismo. Idea repetida por Hegel en su Filosofía del Derecho, pues «el espíritu es libre como la piedra es grave», siendo el hombre tan libre que puede, en el límite, «disponer de sí», esto es, suicidarse. Jean Paul Sartre habría señalado en una versión más moderna con su existencialismo similares coordenadas: el hombre es libre y en consecuencia responsable, por lo tanto si yo me comprometo a apoyar un movimiento político dejando la espalda a otro, soy responsable de su triunfo o fracaso. Tratar de disolver la libertad y la responsabilidad individual en las concatenaciones históricas y sociales era considerado por Sartre «mala fe».
Sin embargo, esta idea de libertad presupone que el hombre es un ser libre de todo condicionante, ajeno a la necesidad (Kant diría que aunque la naturaleza fuera mecanicista, como argumentaba el materialismo corporeísta de La Mettrie y otros, el hombre sería libre en el reino del noúmeno, de las ilusiones trascendentales metafísicas). Ni siquiera la idea de libertad del existencialismo de Sartre superaría ese formalismo, pues la influencia que puede jugar una persona individual, sin más influencia que cualquier otra, en un movimiento político de masas o en un proceso histórico, es la misma que puede jugar un alfiler a la hora de penetrar un grueso blindaje antibalas.
En el fondo, esta idea de libertad es lo que Gustavo Bueno ha denominado en El sentido de la vida libertad «de»: libertad puramente negativa, ausencia de trabas para realizar una actividad: ese sentido es el que recogen quienes hoy se autodenominan «liberales» o anarcoliberales: quieren libertad «de» comercio, pero para ello consideran que es necesario eliminar las trabas que imponen los estados (¿acaso quienes declaran su profesión de fe por el liberalismo no saben que el término se acuñó en la tradición de las artes liberales, esto es, del catolicismo español, en las Cortes de Cádiz, y no en la idealizada Inglaterra, en la polémica de auxiliis y no en los textos de Locke o Hume?). Pero esta libertad «de» necesita de la libertad «para», esto es, de una libertad positiva: de nada me sirve disponer de libertad «de» expresión si no dispongo de libertad «para» expresarme, es decir, de un medio de comunicación donde poder difundir mis ideas; no puedo disponer de libertad «de» pensamiento si ignoro los contenidos de los saberes científicos o políticos, que hagan que mi opinión supere el nivel indocto de la mayoría de ciudadanos cuando dicen expresar su opinión «libremente».
Si descartamos que el hombre sea un espíritu puro dotado de la Gracia santificante, habrá que señalar que la libertad humana sólo puede realizarse como la de un sujeto corpóreo, esto es, dentro de la Ética, y cuyas acciones han de regirse primariamente por las virtudes de la generosidad y la firmeza. Un sujeto será libre no por la mera ausencia de trabas para actuar, sino en tanto que puede causar algún efecto dentro de una sociedad de personas humanas, quienes a su vez pueden actuar sobre mí: es completamente ilusorio y formalista definir la libertad por aquello que puedo hacer sin interferir en la vida de los demás (como si fuera la armonía preestablecida postulada por Leibniz), puesto que constantemente estamos interfiriendo en la vida de los otros (a veces esa interferencia implica el asesinato de otra persona, un crimen que si es considerado horrendo marca el límite de la libertad personal; una persona que mata a otra, como un terrorista o un criminal vulgar que se ensaña brutalmente con su víctima, no puede seguir viviendo en la sociedad de personas y merece su desaparición, la pena capital o eutanasia procesal, según el materialismo filosófico). Incluso puede ser que en esta determinación mutua alguien me amenaza o coaccione de tal modo que mi libertad sea en la práctica cero: una persona amenazada por alguien que le apunta con una pistola o un terrorista musulmán a quien le han «lavado el cerebro» hasta hacerle creer que debe inmolarse en nombre de Alá matando a cuantos más infieles mejor, no son en efecto personas libres.
En estos contextos podemos comprobar que la libertad es una mera ilusión, la conciencia de la necesidad que señaló Espinosa: saber cuáles son las causas que me determinan a actuar de un modo y no de otro; como diría Aristóteles, en el cosmos los objetos que más se asemejan a los seres libres son los planetas por disponer de una trayectoria fija, mientras que los que más se asemejan a los esclavos son los cometas por su trayectoria divagante. De hecho, las acciones humanas son deterministas: yo decido acudir a mi puesto de trabajo porque estoy determinado a ganar un salario que me permita vivir; podría elegir «libremente» abandonarlo y morirme de hambre, pero ambas decisiones serían igualmente deterministas. Incluso cabría decir el suicidio, el «disponer de sí» que decía Hegel, es imposible, puesto que la decisión de acabar con la propia vida no surge del libre albedrío, sino de una necesidad tal que la persona que la sufre no encuentra otra salida que acabar con su vida.
Por ejemplo, el reciente caso de personas en España que, ante el inminente desahucio que iban a sufrir de sus inmuebles por impago de sus hipotecas, se han quitado la vida, no obedece a una estrategia premeditada de «asesinatos» por parte de las entidades bancarias, como argumentan las asociaciones de afectados en sus pancartas y consignas. Sin embargo, no se puede negar cierto fondo de verdad en tan exageradas denuncias, pues lo que sí existe es una relación de causa y efecto en este contexto, pues el hecho de las muertes de personas desahuciadas no es producto de una «libre decisión», sino que está en relación directa con la pesada carga de una deuda hipotecaria que no podían asumir, y que las entidades financieras se habían negado a perdonar con la entrega de la vivienda como garantía. Y es que las entidades bancarias, en su empecinamiento, creían que podrían saldar sus deudas manteniendo el mismo precio al que ofrecieron a la venta sus inmuebles, ignorando que la crisis económica había hecho saltar por los aires el mercado inmobiliario, y por eso no ofrecieron otras alternativas (alquileres con opción a compra, por ejemplo), conduciendo a muchos hipotecados a una situación que sin salida sólo resuelta con la muerte.

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